El grupo musical Mecano dedicaba a fínales de los ochenta una canción a Eugenio Salvador Dalí. Su contenido lamentaba que se apagara el destello vital de semejante creador. En un pasaje de la letra se decía que “andamos justos de genios”.
En el fútbol también escasean los jugadores que muestran esa bendita deslealtad hacia las reglas que coaccionan el talento. Hacen falta desobedientes. Necesitamos futbolistas que eleven hacia su verdadero estatus a lo inexplicable.
Uno de los que se mantienen en esa condición de disensión frente a lo regularizado, que abandona todo deber que oprima lo fascinante, es el sueco Ibrahimovic.
Es una mente despierta y autónoma que misteriosamente percibe el todo desde ubicaciones donde hipotéticamente se dificultan las perspectivas globales.
Le da la espalda al portero contrario para investir a sus compañeros como estupendos goleadores, transfigurando los contextos ordinarios mediante esa sutileza salvaje que subyuga a la oposición directa y cercana.
Pisa la pelota con la arrogancia del que sabe que ese trozo de cuero se presta siempre a la ambigüedad que marcan los recursos ocultos de quienes conocen su variable rodar.
Enmascara la verdadera intencionalidad de sus propósitos intelectuales hasta iluminar, con su imponente virtuosismo, los acontecimientos venideros en el momento en que los rivales no esperan lo inesperado. Una finta suya puede tumbar a varios de esos competidores a los que hechiza en la credibilidad de la mentira.
Salvaguarda el esférico, con esa altanería incontrolable, deteniéndose súbitamente cuando todos confían en la aceleración para arrancar nuevamente toda vez que parece no ser factible dicha maniobra.
Su fútbol es una intensa negociación con lo insondable. Vulgariza cualquier artimaña defensiva con la fuerza extraordinaria de su expresión corporal, repleta de posturas originales.
Satisface su narcisismo con bellos gestos, cercanos al mundo de la danza, que se acercan al universo de lo improbable en la acción motriz.
Juega en el aire con la misma soltura que lo hace sobre la hierba.
Remata o pasa sostenido en el firmamento, utilizando cualquier superficie de su versátil figura.
Su naturaleza pasadora alberga una dimensión goleadora patentada en la expresividad de lo infrecuente. Sus tantos no llevan el sello de lo universal, de lo ordinario, pues la rúbrica la pone alguien excepcional.
Todos recordaremos aquel gol con el tacón ante Italia, sin pisar tierra firme, de espaldas a la línea de meta y sobre un espacio pobladísimo de contrincantes y amigos.
Es un placer indescriptible divisar que quedan jugadores que atenúan la estafadora repercusión que adquiere el entrenador. Su presencia sobre el césped rebaja el prestigio ilegítimo de los que creen hacer jugar a los únicos que saben verdaderamente en qué consiste esto del jugar.
* Óscar Cano es entrenador de fútbol y autor de los libros “El Modelo de juego del FC Barcelona” y “El juego de posición del FC Barcelona” (MC Sports Ediciones).
– Foto: IconSport
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