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Explica Dietmar Hamann en su biografía que la diferencia entre ser inglés y ser alemán se puede personificar perfectamente en dos líderes distintos: Paul Gascoigne y Michael Ballack. El díscolo jugador inglés había firmado un torneo sublime cuando Inglaterra se enfrentó en Turín a la República Federal de Alemania en las semifinales del Mundial de 1990. Con 1-1, el partido se fue a la prórroga y allí Gascoigne vio una amarilla a veinte minutos de acabar el partido por una irresponsable entrada sobre Thomas Berthold que le impedía disputar la final en caso de alcanzarla. Gazza –‘urraca’ en italiano, apodo que le pusieron los hinchas de la Lazio en referencia al Newcastle, club donde se formó– se hundió en pleno partido, vagó por el campo desnortado compadeciéndose de sí mismo, y cuando el encuentro se vio abocado a la tanda de penaltis renunció a lanzar el suyo –el tercero de la tanda, que tuvo que ejecutar David Platt– porque su estado emocional no se lo permitía. Inglaterra cayó, perdiendo la oportunidad de disputar la final de una Copa del Mundo veinticuatro años después.
En el otro lado, Michael Ballack. Ni tan virtuoso ni tan carismático, ni siquiera tan decisivo en lo individual. En la misma tesitura, Alemania se enfrentaba en Seúl a Corea del Sur por un puesto en la final del Mundial de 2002, y con 0-0 en el marcador el mediocentro alemán vio en el minuto 71 una tarjeta amarilla que le privaría de disputar una hipotética final. Ballack apretó los puños, canalizó esa rabia en beneficio de su equipo y del pueblo alemán para anotar el único gol del partido cuatro minutos después del batacazo que acababa de recibir y meter a Alemania en una final que ya sus compañeros intentarían ganar por él. En el vestuario, Ballack se desplomó, pero después de haber despachado sobre el campo el trabajo que su equipo necesitaba de él. Era la guinda a su mala suerte, que ya venía de cebarse con él dos meses antes en forma de subcampeonatos varios (Champions, Bundesliga y DFB-Pokal). Porque sabía que el objetivo era representar a su país y no a sí mismo, porque había entendido el fútbol como un juego de equipo donde él solo era una parte tan importante como prescindible del engranaje diseñado para conseguir un fin.
Como Ballack y Gascoigne, Xabi Alonso saltó al Allianz Arena sabiéndose amenazado en lo personal, consciente de que una amarilla le impediría cumplir un sueño que llevaba cinco años persiguiendo. Era el minuto 39, el cómputo global señalaba un 4-0 en el marcador, pero Xabi Alonso sabía que el pase a la final no estaba hecho. Su brutal eliminatoria era una hoja de servicios suficiente para hacer lo que cualquier otro hubiera hecho en su lugar: esconderse, bajar la intensidad, medir cada movimiento. Pero él no. Él tiene interiorizado que se debe al Madrid, al compañero que tiene al lado y al sueño de una afición que se había eternizado durante doce años, y ni sus galones ni su estatus le impidieron actuar como un peón que se sacrifica por el colectivo, poniendo el nosotros por delante del yo. Como la de Ballack, era la mala suerte de un héroe. Un héroe que el tiempo y los libros de historia se encargarán de situar en el pedestal que le corresponde.
* Alberto Egea.
– Foto: PA
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