Wlodzimierz Lubanski difícilmente olvidará en toda su vida el 6 de junio de 1973. Era miércoles y la selección de Polonia se veía las caras con la poderosa Inglaterra, dirigida aún por Sir Alf Ramsey y formada por futbolistas que ganaron el Mundial de 1966 como Bobby Moore, Alan Ball o Martin Peters. Lubanski, la estrella polaca, el mejor talento del país, estaba en su apogeo. Con 26 años era el capitán y máximo goleador de un combinado en el que había debutado 10 años atrás.
El encuentro se disputaba en el estadio Slaski de Chorzow y 90.000 almas soñaban con una victoria de su equipo para mantener sus opciones de clasificación para el Mundial’74. En el primer partido del grupo, Polonia había sido derrotada por Gales (1-0). Inglaterra llegaba al duelo como líder y máximo favorito para acudir a Alemania a batirse con las mejores selecciones del mundo.
El enfrentamiento, sin embargo, se les complicó rápidamente a los ingleses porque los locales se adelantaron en el minuto siete. Falta sacada por Lubanski y gol de Robert Gadocha. Y la cosa no acabaría aquí. En el minuto 47, el número 10 polaco, el gran capitán, le robó la cartera a Bobby Moore y encaró en solitario a Peter Shilton, al que batió con un potente y colocado disparo al palo corto. El 2-0 desató la locura en las gradas. Polonia estaba dando la sorpresa. Todo era alegría pero, en siete minutos, la desgracia.
Lubanski recibió un balón en la banda y saltó para superar la enésima entrada de Roy McFarland, su sombra durante todo el partido. La caída fue fatal. Apoyó todo su peso en la rodilla derecha y esta no aguantó. Mientras los ingleses le acusaban de perder tiempo, la estrella local se retorcía en el suelo. El estadio enmudeció mientras su mejor jugador era llevado a peso hasta una ambulancia. El héroe de Polonia, el jugador insignia, se acababa de romper los ligamentos cruzados.
Para tratar la lesión se optó por un tratamiento conservador que no funcionó y a finales de 1973 acabó siendo operado en dos ocasiones casi consecutivas. Era el inicio de su particular calvario, el que puso en peligro su maravillosa carrera y que le impidió participar en un Mundial que le llegaba en el mejor momento de su carrera. Polonia certificó su clasificación con un sufrido empate (1-1) en Wembley, donde el portero Tomaszewski se convirtió en leyenda y Domarski, sustituto de Lubanski, consiguió un gol importantísimo.
Nadie sabe exactamente qué hubiera aportado Lubanski al lado de Zmuda, Deyna, Lato y compañía en el decisivo encuentro ante Alemania Federal. Bajo un diluvio, mereció ganar el conjunto polaco, pero careció de suerte y se encontró con un Maier portentoso. El solitario tanto de Gerd Müller en el minuto 76 permitió a los germanos disputar la gran final ante la Holanda de Cruyff. Polonia, la gran sorpresa del torneo, un equipo subestimado, el invitado inesperado, había logrado un éxito histórico pero se marchaba para casa con la sensación de haber podido conseguir más.
Porque nadie puede negar que la ausencia de su mejor futbolista fue significativa. Es como si Brasil se hubiera quedado sin Pelé en el 70 o Argentina sin Maradona en el 86. Y, aun así, el combinado polaco fue el más goleador del certamen con 16 tantos. Pero Lubanski era el jugador diferente, hábil, inteligente, capaz de resolver cualquier encuentro con una individualidad. Aparecía siempre en los momentos importantes y tenía un tremendo olfato de gol: había anotado la friolera de 44 dianas en 62 encuentros internacionales desde que debutó marcando ante Noruega (9-0) el 4 de septiembre de 1963.
Con 16 años se enfundó por primera vez la camiseta de su selección tras superar una dura infancia en un país que había pasado de sufrir los horrores del nazismo a quedar bajo el yugo del comunismo. El fútbol fue el mejor aliado de Wodzimierz Wlodek Lubanski para olvidarse de las penurias de la posguerra. Nacido el 28 de febrero de 1947 en Sosnica, una pequeña y gris localidad minera de Silesia, en el sur de Polonia, a Wlodek solo le interesaba el balón. Bañarse en el río, fumar cigarrillos a escondidas o beber vino barato eran actividades que, a diferencia de lo que ocurría con otros chicos de su entorno, no le atraían lo más mínimo.
Desde la mañana hasta la noche jugaba con la pelota en un gran patio en medio de los edificios de viviendas, vigilando no romper ninguna ventana para no recibir las reprimendas de los mayores. Durante horas golpeaba el esférico contra una pared. Primero con la derecha, después con la izquierda. “Me encantaba lo que hacía”, explica el propio Lubanski en sus memorias. Cuando creció un poco pudo participar en los feroces partidos que se disputaban en un parque rodeado de árboles. Cuatro contra cuatro, cinco contra cinco, la rivalidad siempre era tremenda.
Wlodek era el más joven del grupo. Físicamente débil, su talento con el balón era ya inmenso. Por eso sus amigos le apodaron Kici, que era el sobrenombre de Lucjan Antoni Brychczy, uno de los mejores jugadores del Legia de Varsovia de la época. Tanta calidad no le valió a Wodzimierz para actuar como delantero, la posición donde podía sacar mayor provecho a su calidad, en estos partidos callejeros. A él le dieron a elegir entre ser defensa o portero. Y escogió lo segundo.
¿Recuerdan aquel anuncio de Pepsi en el que a Ronaldinho, por ser el más pequeño de su familia, le tocaba ser el árbitro? Pues a Lubanski le sucedió algo parecido. Su pasión, sin embargo, era tan elevada que no le importaba qué posición ocupar mientras pudiera jugar. Un día, unos vecinos entraron corriendo en el apartamento de la familia Lubanski y requirieron a Wladyslaw, el padre de Wlodek, que acudiera rápidamente al parque. Preocupado, sin recibir más explicaciones, se puso el abrigo y bajó con rapidez las escaleras para averiguar qué estaba haciendo su hijo. Se temió lo peor.
Bajo la lluvia, en medio del barro, el niño se lanzaba a los pies de sus rivales una y otra vez para evitar que le marcaran un gol. Llevaba puesto un chandal comprado solo unos días antes y que difícilmente iba a superar la dura prueba a la que era sometido. Mangas rotas, fango hasta los codos. “Estaba mojado y muy sucio pero era feliz porque ese día, en presencia de mi padre, nadie fue capaz de marcarme un gol. Entonces, cuando nos fuimos a casa, no me dijo nada. Sólo me dio una palmada en la espalda“.
Wladyslav Lubanski era un hombre muy vinculado al fútbol. Durante muchos años fue vicepresidente y presidente del GKS Gliwice y siempre se llevaba al pequeño Wlodek al campo para ver jugar al primer equipo. Incluso acudían a los desplazamientos, viajando en un destartalado camión cubierto por una lona, sentados en bancos de madera. “Miraba a los jugadores como héroes, escuchaba las discusiones, memorizaba cada palabra, cada gesto. En ese momento no había nada más importante para mí en el mundo. Luego trataba de imitarles en el patio de mi casa“.
Como estudiante, solo le gustaba aprender idiomas (habla polaco, ruso, holandés, inglés, checo, francés y alemán). Pero como futbolista se quedaba hasta con el detalle más insignificante. Wlodek quería jugar en el Gliwice, pero su padre no quería darle ningún trato de favor. Un día, cansado de esperar una oportunidad, el chico se armó de valor y acudió a ver al técnico que reclutaba a las promesas. Tenía apenas nueve años y le descartaron porque solo aceptaba a muchachos con 11 primaveras cumplidas.
Se marchó a casa desesperado, con lágrimas en los ojos, pensando que nunca podría hacer realidad su sueño. Él no quería esperar, quería jugar inmediatamente. Al cabo de seis meses se le ocurrió una idea para solucionar su problema. Por la noche se deslizó en silencio hasta al cuarto de baño para tomar una hoja de afeitar de su padre. Se sentó en el escritorio de su habitación y cortó su identificación de la escuela para cambiarle la foto y la fecha de nacimiento.
Wlodek confiaba que los problemas de visión del técnico que debía aceptar su fichaje le ayudarían a certificar el engaño. Y así fue. Fue admitido en la escuela de fútbol del club y, en solo unas semanas, dejó maravillado a todo el mundo. En 1963 abandonó la entidad para fichar por el Górnik Zabrze, con el que vivió la época dorada del equipo ganando siete ligas (cinco de ellas consecutivas) y seis Copas de Polonia. Fue cuatro veces pichichi y en dos ocasiones resultó elegido futbolista del año.
En 1970, además, llegó a la final de la Recopa de Europa, donde cayó (1-2) ante el Manchester City de Francis Lee y Colin Bell. Las semifinales frente a la Roma fueron especialmente dramáticas y se acabaron decidiendo por sorteo después de tres intensos duelos (1-1, 2-2 y 1-1). Lubanski, con siete goles, fue el máximo goleador del torneo.
Dos años después, tras ganarlo todo en su país, tenía un espléndido futuro por delante y los grandes clubes europeos, con el Real Madrid a la cabeza, se interesaron por sus servicios. Eran otros tiempos y los fichajes se hacían de otra forma. “Amancio y Velázquez, con quien jugué representando a Europa en un amistoso ante una selección de Sudamérica, querían que jugara con el Madrid. Coincidimos en el bar y, mientras tomábamos una cerveza, me convencieron. Lo que no sabía es que el presidente del Madrid ya había enviado a un emisario que ofreció un millón de dólares por mi traspaso”, explica Lubanski.
Si el Gobierno polaco hubiera aceptado la operación, el delantero se hubiera convertido en uno de los futbolistas más caros del mundo. Pero las autoridades comunistas solo aceptaban negociar en caso de jugadores con una larga trayectoria internacional. Era una forma de pago a los servicios prestados. A partir de los 28 años se les permitía abandonar el país para ganarse la vida en otros campeonatos, pero nunca antes. Y Lubanski se tuvo que quedar en el Górnik Zabrze.
Fue una decepción para él, sobre todo si tenemos en cuenta que ya se había ganado el ‘premio’ tras conquistar la medalla de oro con Polonia en los Juegos Olímpicos de 1972, un hito del que ahora se cumple el 40º aniversario. Lubanski era el capitán de un equipo que dejó en la cuneta a España en la fase de clasificación y que superó a Hungría en la final (1-2) con dos tantos de Deyna.
El COI solo permitía que participaran amateurs en los JJOO, pero los países comunistas se las ingeniaban para ‘disfrazar’ a sus profesionales como aficionados. Aunque esto no resta mérito al conjunto polaco, que dejó en la cuneta a los dos favoritos: la Unión Soviética de Oleg Blokhin y el cuadro húngaro liderado por Antal Dunai, segundo máximo goleador del torneo.
Tras el grave infortunio sufrido en 1973 ante Inglaterra, Wlodek temió por su carrera. Hace poco, el artillero polaco reconoció que McFarland no tuvo nada que ver en su rotura, que fue una lesión anterior mal curada la culpable de su desgracia. Dos años tardó en recuperarse y, cuando su rodilla le permitió volver a jugar, las autoridades polacas le autorizaron finalmente a enrolarse en un equipo extranjero.
Maltrecho y fuera de forma, nadie confiaba que pudiese volver a su nivel. Por eso no es de extrañar que solo encontrara acomodo en el modesto Lokeren belga. Pero Lubanski, que nunca había dejado de ser aquel niño que solo pensaba en jugar a fútbol, que se desvivía corriendo tras un balón, renació de sus cenizas para convertirse en la estrella indiscutible de su equipo durante siete temporadas, disputando 205 partidos y anotando 83 goles.
Los tricolores pasaron de ser un equipo de segunda categoría a debutar en competiciones europeas disputando la Copa de la UEFA en las temporadas 1976/77 (eliminado por el Barça en dieciseisavos), 1980/81 (derrotado en cuartos por el AZ Alkmar) y 1981/82 (vencido por el Leverkusen en octavos). En 1980 se unió al equipo Grzegorz Lato para firmar un veterano pero aún temible dúo de ataque con su compatriota y compañero de selección.
En esta etapa, Lubanski vivió un terrible atentado que casi le cuesta la vida. El célebre jugador fue atacado en su domicilio por varios hombres armados. Wlodek recibió una llamada telefónica de alguien que preguntó simplemente si estaba en casa. Minutos después aparecieron en su puerta cuatro desconocidos. Cuando el compañero de vivienda de Lubanski les impidió pasar, los asaltantes hicieron cuatro disparos, que perforaron la puerta pero no hirieron a nadie.
Totalmente recuperado de sus problemas físicos, el nuevo seleccionador de Polonia, Jacek Gmoch, ayudante y sustituto del mítico técnico Kazimierz Gorski, decidió escuchar el clamor popular y llamó de nuevo a Lubanski, que aún era uno de los jugadores más queridos del país, para un duelo contra Chipre en 1976. Repitió en tres ocasiones al año siguiente, en las que anotó dos tantos. Sus actuaciones dejaron tan buen sabor de boca que entró en la lista de convocados para el Mundial de 1978. Ayudó probablemente el premio al Fair Play que recibió por renunciar a marcar un gol frente a Dinamarca en un partido de la fase de clasificación, porque el portero rival estaba en el suelo lesionado. Con 31 años llegaba por fin su oportunidad de mostrarse en el mayor torneo de fútbol del mundo.
Pero el envejecido combinado polaco no acabó de cuajar en Argentina. A hombres como Lato, Szarmach, Tomaszewski y Deyna les pesaban las piernas tras tantas emociones vividas y los jóvenes como Boniek aún estaban demasiado verdes para tomar las riendas del equipo. Ser eliminados en la segunda fase, donde solo pudieron vencer a Perú y fueron derrotados por Argentina y Brasil, fue visto como un fracaso. Y la inclusión de Lubanski en el grupo se entendió como un error. En 1980, el delantero disputó su último encuentro internacional, un amistoso contra Checoslovaquia en Chorzow. Como no podía ser de otra forma, se despidió marcando una diana.
Wodzmierz Lubanski cerró su carrera profesional jugando en dos equipos de la segunda división francesa. Primero actuó en el Valenciennes, donde se proclamó máximo goleador del torneo con 28 chicharros en 31 partidos en la temporada 1982/83. Luego estuvo dos campañas en el Quimper, colgando definitivamente las botas en 1985. Recientemente fue reconocido como el mejor futbolista polaco de los últimos 50 años.
* David Ruiz Marull es periodista. En Twitter: @DavidRuizM
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