Dos duelos en mitad de la hierba y un reloj divisando el horizonte. Tic, tac, tic, tac. El tiempo avanza, pero no de igual forma para todos. Unos hacen fuerza para que las horas pasen rápido, que el tiempo vuele, que el futuro llegue. Otros se aferran al presente, deteniendo las agujas, estirando cada segundo tanto como puedan. Es una guerra que ya está perdida, incluso antes de empezar, porque es ley de vida. Unos llegarán, otros se irán. Roger Federer y Novak Djokovic, semifinalistas en el tercer Grand Slam de la temporada y acostumbrados a devorar gloria, cabalgan a lomos de la experiencia para asestar un nuevo bocado de oro que engorde sus vitrinas. Milos Raonic y Grigor Dimitrov, tan novatos como precoces, estrenan traje en el banquete y amenazan con el arma más peligrosa en el deporte: un apetito descontrolado por triunfar. ¿Quién pagará el convite? Es la eterna batalla entre el antes y el después, el presente y el futuro, el comienzo y el final. Todo lo que empieza, acaba, dice el refrán. Wimbledon se prepara para el inicio de la revolución.
Muchos hablaban del inminente cambio generacional, pero nadie apalabraba ni fecha ni lugar. Por supuesto, solo podía darse en una de las cuatro grandes citas. ¿Australia? Demasiado temprano. ¿Nueva York? Demasiado tarde. ¿Roland Garros? Demasiado duro. ¿Londres? Perfecto. El pasto del All England Club ha sido la causa de los síntomas más evidentes de la renovación que está a punto de producirse. Son figuras que portan desde hace tiempo un par de mochilas: en una guardan decenas de títulos, en la otra esconden la presión del campeón. La trampa es que cuanto más crece la primera, más aumenta la segunda, hasta que llega un punto en que se necesitan espaldas y mochilas nuevas. La caída del número uno, la eliminación del vigente campeón, un joven haciendo historia con 19 años, un veterano de 32 disfrutando de una segunda juventud… son circunstancias que solo pueden ocurrir en el corazón de Gran Bretaña. Sucesos que explican por qué Wimbledon es el torneo mágico por excelencia
Como el que apuesta todo al rojo en la ruleta, aun sabiendo que puede volverse a casa con las manos vacías. Así se presentaron Milos Raonic y Grigor Dimitrov una temporada más en La Catedral del tenis. Sus anteriores participaciones (tres el canadiense y cuatro el búlgaro) vaticinaban desenlaces negativos, ya que ninguno sabía lo que era avanzar más allá de la segunda ronda, con lo que una eliminación en los primeros días de competición no sería la exclusiva del año. Quizás los resultados que hasta el momento han cosechado sí que podrían llegar a serlo. Tras adentrarse en la selva de la segunda semana, cualquier cosa era ya posible, tanto,, que aquellos tintes pesimistas al inicio del torneo han terminado convirtiéndose en sus mejores resultados en un Grand Slam: semifinales. ¿Quién se lo hubiera dicho cuando aterrizaron en Reino Unido? Sencillamente, cualquiera que haya seguido su progresión esta temporada. Ya sea a nivel de juego, de ranking o de títulos, Milos y Grigor llevan varios meses dando pasos al frente, acortando el camino hasta una meta que ya se refleja en sus pupilas. El primero se ha destapado como el mejor sacador del circuito, algo muy valioso viendo todos los peloteros que pasean en el siglo XXI por las canchas. El segundo es el mayor talento que se ha visto en el deporte desde la llegada de Federer, hombre con el que ya empezaron a compararlo cuando con 17 años levantó el campeonato junior en estas mismas pistas. Muchos ya se frotan las manos soñando con una final entre el alumno y el maestro.
El cambio llevaba anunciándose desde hace tiempo. Un dato revelaba su necesidad: 36 de los últimos 38 grandes repartidos entre solo cuatro hombres (justo antes del triunfo de Wawrinka en Australia) representaba un gobierno dictatorial en la que solo los elegidos tenían derecho a las joyas del reino. El agotamiento y relajamiento de unos, sumados al deseo y la ansiedad de otros ha terminado por confrontar a dos generaciones que buscan objetivos totalmente opuestos, pero con un mismo premio: la cima. Allí donde llevan encaramados unos cuantos años Roger Federer (el hombre que más semanas ha estado como número uno, 302) y Novak Djokovic, actualmente el tenista más completo del elenco y nombrado por la Federación Internacional de Tenis como mejor jugador masculino los tres últimos años. El suizo pelea por darle un último broche a su gran obra con el 18º Grand Slam, ese que pondrá en aprietos al mundo del periodismo en busca de un calificativo que le haga justicia. El serbio, en cambio, intenta solucionar una crisis en su cabeza y en su pulso, que le ha hecho inclinarse en cinco de las últimas seis grandes finales que ha disputado. Una victoria del helvético significaría recuperar el tercer escalón de la ATP. Dos victorias del balcánico, lo llevarían de vuelta a lo más alto del podio. Ingredientes no le faltan a estas dos batallas. Dos pasarán el corte y dos quedarán en la lona.
«Ha ganado torneos en cada superficie esta temporada. Su juego ha mejorado muchísimo. Me alegro por él, trabajar con Roger Rasheed le ha ayudado seguro. Es el hombre a batir». Son las palabras de un Djokovic que tendrá mañana al otro lado de la red a un hombre todavía invicto en hierba. Hasta diez victorias consecutivas suma Dimitrov en pasto desde que levantara el título de Queen’s hace tres semanas. Solo un hombre comparte este relato con él. «Cuando salga ahí fuera no voy a mirar al siete veces campeón. No voy a cruzarme con un hombre de 32 años. No voy a competir ante la persona que ha ganado lo que él ha ganado. Voy a batirme con el tipo que se encuentra entre mí y mi objetivo». Declaraciones esperanzadoras de Raonic que delatan el terror de enfrentarse ante el dueño del jardín.
Es Roger Federer, el hombre que más títulos ha ganado allí, el hombre de las 72 victorias en Wimbledon, el hombre que más finales, semifinales y cuartos de finales de Grand Slam ha disputado en la historia. El suizo llega acelerando desde que ganara su séptimo cetro en Halle y exhibe un 8-0 impoluto en hierba antes de verse las caras con el canadiense. Pero hasta un campeón de esta índole tiene sus temores: «Milos tiene un gran servicio. Claramente es la faceta más visible de su juego cuando le ves competir. Es el aspecto más duro con el que lidiar». Lo sabe Roger porque le ha visto sacudir hasta 147 saques directos en lo que llevamos de torneo, a años de luz de los 63 en la cuenta del suizo. Un arma que puede destruir hasta el tenista más aclamado en el pasto británico. El de Basilea ya no es aquel joven de 21 años que logró lo que parecía imposible: inclinar a Pete Sampras en el All England Club. Ahora es él quien arrastra esos números de escándalo y son otros, como Dimitrov, los que buscan dar el relevo. El de Haskovo se muestra valiente pese a tener una cita con el cabeza de serie número uno: «No espero un partido fácil, pero no tengo miedo. Voy a hacer todas mis rutinas durante el día y por la noche me sentaré a analizar la táctica». Sencillo y contundente. Como si todos los días te dieran la oportunidad de acceder a una final de Wimbledon.
La voz de la experiencia avisa de lo que está a punto de acontecer, mientras que los cachorros de alma irascible alientan con dar el mordisco definitivo al reloj biológico, ese que lleva casi una década parándose en las mismas posiciones, marcando ángulos idénticos y repartiendo las oportunidades de manera desigual. Son los 90 contra los 80, y no hablo de música, sino de cuatro hombres representando a dos generaciones sucesivas en la pista más emblemática del mundo. Con 23 años cada uno, a Dimitrov y a Raonic se les ha agotado la paciencia. Sus raquetas despiden magia, sus palabras derrochan seguridad y sus miradas destilan deseo. El top-10 ya se les queda pequeño, quieren algo más, lo quieren todo, y el primer paso es incendiar el palacio. Como hiciera Federer con Sampras y Nadal con Federer; e incluso el aviso de Kyrgios ante Rafa hace dos días, también puede servir como ejemplo. La nueva generación no solo ha llegado, sino que ya está dentro, midiéndose de igual a igual con las vacas sagradas. La arena se desliza suavemente por el reloj de la vida, llegó la hora. Tic, tac, tic, tac. Solo el tiempo pondrá a cada uno en su lugar.
* Fernando Murciego es periodista.
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