Hay victorias que nunca se acaban, victorias que nunca se apagan, victorias que nunca se olvidan.
Cada victoria tiene su propia vida, su duración y su longitud de onda. Las hay que duran lo que el vuelo de una mariposa, otras tienen memoria de elefante y las hay con vida de dinosaurio. Hay victorias que se agotan en sí mismas, sin tiempo para nada, consumidas como el cigarrillo de después. Hay victorias que parecen eternas, sobre todo para quien las padeció. Y victorias que se soñarán siempre porque son una eternidad en noventa minutos, como esta de Berlín.
Hay victorias amargas, ácidas y hasta insípidas. Las hay dulces, picantes o deslumbrantes. Ganar y volver a ganar tiene el riesgo de que te narcotices y puedas creer que no existe nada más que la victoria, con lo que algunas victorias son indigestas. También las hay que digieres con precisión de oftalmólogo. Ninguna te deja indiferente. Hay victorias que fueron eléctricas, otras magnéticas e incluso las hay electromagnéticas, de las que cien años después aún recordamos cómo nos erizaron la piel. Hay victorias para olvidar y las hay para recordar a todas horas. Las hay eternas, etéreas, gordas, gruesas o pírricas. Hay derrotas contadas con tanto detalle que parecen victorias y victorias tan anodinas que se grabaron en nuestro cerebro como derrotas, al fin y al cabo ¿qué diferencia la victoria de la derrota salvo la sonrisa? Hay vencedores que lloran y perdedores que ríen, quizás porque saben que su derrota será muy recordada y, al cabo, la memoria es el mayor de los triunfos.
Todas las victorias son históricas, lo que cambia es la magnitud de la historia de cada uno. La victoria es un drama magnánimo, una tragedia simpática, un dolor reconfortante. Un abismo pequeño y un lunar abismal. La victoria nos acompaña en el sentimiento porque es el siguiente paso hacia la derrota que inevitablemente llegará algún día. La victoria es un puñal en la quietud y un perfume embriagador.
Hay vencedores que jamás vuelven a vencer y derrotados que siempre pierden. Hay victorias irrepetibles y derrotas majestuosas. Victorias frágiles y derrotas de campeonato. Hay quien vence sin saberlo, sin enterarse, y quien pierde con todas las de la ley. Hay victorias que se arrastran como una condena y otras que llenan de flores y perfume toda una vida. Nacen, crecen, alcanzan el status de triunfo y son celebradas. Allí mueren, agotadas en sí mismas y en el recuerdo que nos perdura.
Hay victorias que pudieron ser amplias, abundantes, fecundas como era -dicen- el paraíso. Y que acaban siendo agónicas, estrechas, sufridas. Angustiosas. Victorias inmemoriales, que parecen tardar un mundo en fertilizar, una barbaridad en tomar forma, un tiempo eterno para levantar nuevamente la copa. Como ha sido la de Berlín, una espectacular victoria a cámara lenta en la que el más listo de todos ha acabado raptando a la más guapa: la pelota.
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