Carlos Vela no es solo el jugador referencia de la Real Sociedad, tampoco es simplemente el descarado joven que le tiró un caño a Sergio Ramos en el Bernabéu con 19 años (pagó las consecuencias en la siguiente jugada). Ni siquiera es suficiente decir que se trata de la joven promesa mexicana que importó el Arsenal desde un título mundial Sub-17. Vela es en realidad, sin más, un niño que juega. Si se muestra inquieto, algo va bien; si le apetece trastear es que está feliz; si está tranquilo merece la pena preocuparse porque no es él.
La estrella de la Real juega en el campo al ritmo de su diversión y lo hace porque lo pasa bien, pero también lo pasa bien fuera, en una plaza, en un bar o en un pabellón. Carlos Vela es un joven y travieso futbolista al que no le gusta estar a la sombra. Lo fichó el Arsenal cuando lo ocultaba la alargada silueta de Giovanni Dos Santos, entonces en el Barça. Entre los dos (grandes amigos) llevaron a México a ganar el Mundial Sub-17 en 2005. La fama era para Giovanni, los goles para Vela. Su Bota de Oro en el torneo llamó la atención del Arsenal en su irrefrenable búsqueda de jóvenes talentos con los que llenar el vacío de las estrellas que marcharon. Pasó a la bolsa de pipiolos propiedad de los gunners, pero necesitaban un puente español para dejar pasar el tiempo y cumplir los requisitos para los papeles y reglas inglesas que le permitirían volver. Ese puente se alzaba sobre el Tormes y en las faldas de la incomparable Catedral de Salamanca.
A tierras charras llegó un adolescente sin mayoría de edad, sin ubicar a Salamanca en el mapa y con todo por descubrir. La cesión duró un año, demasiado corto para ambas partes. No llegó ni a los 365 días porque aterrizó en agosto y se marchó en junio, suficiente para que todos se quedaran con ganas de más. Vela vivió su primera experiencia como erasmus futbolístico sumergiéndose en la vida universitaria desprovisto de obligaciones y asumiendo los vicios. El papá Arsenal dictó normas que el chico se saltó; cuanto más controlado debía estar más rebelde se hacía. Lo dicho, un estudiante más fuera de casa.
Vela el travieso encontró un compañero de aventuras que se convirtió en su Zape o en su Zipi (según se mire). Braulio fue el gemelo perfecto de trastadas para Carlos. Las hacían en el césped, las hacían fuera, las hacían porque eran niños que solo querían pasárselo bien. El mundo profesional del fútbol era para otros, ni siquiera sabían qué era eso. Los dos pillos podían juntarse para cenar en el restaurante de un amigo y salir al campo un día después con el pelo teñido de rubio porque se lo habían prometido. Esa motivación era más importante que ganar un partido. A los tres minutos Vela había dedicado ese gol.
Vela y Braulio podían acudir a la Facultad de Comunicación de la Pontificia como invitados a un programa de radio y quedarse en la grada con los alumnos para ver, copa en mano, el partido entre los profesores y los estudiantes mientras les vitoreaban o abucheaban como si fueran integrantes de cualquier peña futbolística. Mientras tanto, radiografiaban la fisonomía femenina de las presentes sin que por su cabeza pasara ni por un instante que mañana había que entrenarse.
Eran guapos, eran jóvenes, eran pillos y era Salamanca, la ciudad perfecta para el joven que quiere pasarlo bien a cualquier hora del día, que necesita sentir el aroma de la eterna juventud y que sobre todo prefiere no crecer porque eso lo complica todo. El Arsenal prohibió a Vela dar su teléfono a la prensa y Vela el travieso cumplió: a él le bastaba con pedirlos y pidió muchos y se divirtió haciéndolo porque era una forma de jugar, lo que él quería.
Vela y Braulio, dos chicos que pidieron un balón de regalo de Reyes y que con el balón gozaban. Daba igual contra qué o contra quién, el estímulo era la pelota y tampoco importaba dónde. Un pabellón de las afueras salmantinas les vio llegar a lanzar unos tiros a la canasta. Los dos estaban sorprendidos con el interés que la ciudad tenía por un equipo de baloncesto femenino. Empezaron a convertirse en asiduos visitantes porque allí también lo pasaban bien. No era el partido, era el ambiente. La curiosidad por experimentar algo nuevo les hizo tirar unas canastas hasta que aparecieron en el otro lado un grupo de jóvenes proponiéndoles un partido de fútbol sala sin adivinar la identidad de sus rivales. Solo hizo falta escanear durante un segundo el cruce de miradas de Zipi y Zape para testar ese olor a travesura que impregnaba sus vidas. Iban a decir «sí» y todavía mejor si nadie sabía quiénes eran. “Vamos a darles su merecido”, afirmó entre risas Vela antes de iniciarse una improvisada pachanga de fútbol sala entre los dos mejores jugadores de la Unión Deportiva Salamanca y un equipo de ciudadanos anónimos. No importaban las consecuencias ni lo que pudiera pasar, solo se estaban divirtiendo: eran niños.
El mejor jugador que ha pasado en la última década por aquí terminó su año Erasmus con una mochila repleta de teléfonos, gamberradas y sobre todo risas y con esa dosis de nostalgia del que quiere seguir estudiando y teme encontrarse con la vida real. Osasuna le permitió hacer esa transición hacia Inglaterra menos dolorosa, pero la vía tenía tope y su destino era el Arsenal. En Londres todo era diferente y no brilló su luz; si no lo hacía fuera, tampoco dentro. Ese enorme talento lo desparramaba más en la nostalgia que sobre el césped. Todo era demasiado profesional, demasiado verdadero para juguetear.
Su destino era volver a la madre patria y San Sebastián le ofrecía la compañía de otros jovencitos con los que divertirse y jugar a la pelota. Griezmann, Illarra, Pardo… seguro que a ellos también les apetece desobedecer a los padres. Entonces luce en todo su esplendor un zurdo con un talento descomunal cual torbellino imparable si encuentra el ecosistema que le dé aire. Ese es Carlos Vela, un futbolista sin límite si le dejas pasarlo bien. No es más que eso.
* Alberto Pérez es periodista.
– Foto: EFE – Real Sociedad
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