"El éxito se mide por el número de ojos que brillan a tu alrededor". Benjamin Zander
La niñez es probablemente la fase de la vida en la que una persona es más feliz con menos. Cuando no se es más que un bebé, el contacto con la piel de la madre otorga una paz que a los mayores les cuesta encontrar. A veces, para hacer feliz a un chavalín de 3 años basta con sorprenderlo con un cochecito de juguete, poco más grande que un Micro Machine, para que esté entretenido y contento toda una tarde hasta que se toma su vasito de leche antes de irse a dormir con los angelitos.
Año tras año, las expectativas de cada niño son mayores por el simple hecho de ir conociendo cada vez más el mundo que le rodea. Algunos de esos jovencitos se vuelven locos con ver un partido de fútbol en el estadio, ese pequeño o gran campo, de la ciudad o del pueblo, donde descubren el olor de la hierba pintada con cal y comienzan poco a poco a darse cuenta primero del objetivo del juego, después de los nombres de sus goleadores favoritos y, tras asistir a muchos partidos, empiezan a reconocer al eterno rival.
James Lee Duncan era un niño de Liverpool. Nació en una familia puramente futbolera en la que su padre era el mayor enfermo por el deporte balompédico. Philly Carragher era entrenador de varios equipos amateurs del Merseyside y trasladó su pasión por el fútbol directamente a su hijo. De hecho, Philly llamó a su vástago como dos antiguas estrellas del fútbol británico, Duncan Edwards y James Jimmy Greaves. El segundo nombre, el de Lee, es un reflejo de la ferviente sangre blue que corre por las venas de Philly Carragher. En 1978, año en el que nació Jamie, Gordon Lee entrenaba al Everton.
Dos años después nacía en la misma ciudad costera de Inglaterra Stephen George, aunque sus amigos y familiares lo conocían como Steve. A Steve también le enseñaron desde que tenía uso de razón que una de las cosas más importantes en su vida tenía que ser el fútbol, aunque a su familia tampoco le costó demasiado convencerlo de ello. Steve se apasionó del deporte que inventaron en su país y disfrutaba viendo los partidos del Liverpool, así como los del Everton, inconsciente a su temprana edad de que aquella conjunción era casi una quimera. Lo que realmente se convirtió en una pequeña guerra fría en su familia fue convencer al chaval de a qué equipo tenía que apoyar por encima de cualquier otra cosa en el mundo.
Como le había sucedido a un ex compañero suyo y buen amigo, Jamie hizo caso a su padre desde muy joven. Tanto el señor Carragher como el señor Owen sentían muy adentro la llamada de Goodison Park y trasmitieron su ardor a su descendencia. “Yo era un loco del Everton”, dice sin cortarse un pelo Jamie Carragher en su autobiografía. Pero hay que mirarlo con perspectiva. ¿Qué hijo no seguiría los consejos de un padre que lo lleva a ver a su equipo allá donde juegue? No importaba que el partido se jugara en Goodison, o en Middlesbrough, ni siquiera en Múnich. Ahí estaba la familia Carragher apoyando a los toffees vestidos con sus zamarras blues. Pero cuando Jamie dejó de poder lucir el azul y el blanco, siguió llevándolos por dentro.
El padre de Steve era un auténtico kopite. “Liverpool, Liverpool, Liverpool, me decía mi padre”, recuerda el propio Steve. Pero su progenitor encontró un durísimo competidor en su propio cuñado, Leslie, un gran evertonian. Leslie empleó una táctica que extrañamente falla a la hora de convencer a un niño para elegir colores: comprar su cariño por un club. Leslie llevaba a Steve a todos los partidos del Everton en Goodison Park, le regalaba camisetas, banderas, bufandas y cualquier tipo de merchandising que pudiera encontrar del Everton. Pero por muy azul que fuera el cariño que le ofrecía su tío, Steve siguió el consejo de su padre y centró su amor por el fútbol en Anfield Road, entendiendo esta calle del Merseyside como templo red, ya que otrora lo fue de los toffees.
“Fichar por el Liverpool cuando yo era pequeño fue una motivación para mostrar mis verdaderos colores cada vez más, incluso aunque me pudiese acarrear problemas”. Así era y es Jamie Carragher.
“En un partido de tercera ronda de la FA Cup, el Everton jugaba en Stockport el replay de la eliminatoria. Durante el partido, yo estaba sentado en la parte de atrás del autobús de los juveniles del Liverpool, e iba escuchando como todos la narración radiofónica del encuentro. Cuando el Stockport se adelantó, Ronnie Moran, técnico de los reservas, lo celebró eufórico. Pero entonces llegó mi momento. ‘¡Toma!’ Grité cuando el Everton empató. ‘¿Quién coño ha dicho eso?’, espetó Ronnie. Al día siguiente me dieron una charla para que ‘aprendiera a comportarme como un auténtico jugador del Liverpool’ o no podría jugar en la primera plantilla. Abandoné la sala pensando que tendrían que hacerme cosas peores para que dejara de amar al Everton”.
Steve nunca negó su fugaz pasado toffee, era demasiado evidente, sobre todo teniendo en cuenta una foto tomada en la sala de trofeos del Everton, vestido de arriba abajo, calcetas incluidas, de blue, escoltado por la Charity Shield y el trofeo de la Football League que ganó el club en 1987. Pero como él mismo asegura: “Corta mis venas y sangraré rojo Liverpool. Mi único sueño desde pequeño era poder jugar con el Liverpool y con Inglaterra y levantar grandes trofeos. Anfield siempre fue mi primer amor y mi segunda casa”.
Al contrario que su buen amigo y compañero Jamie, que sigue recordando que juega con el Liverpool, se ha dejado y se dejará la piel por el equipo, pero su corazón siempre será blue, como quiso demostrar en su partido homenaje en Anfield ante el Everton. Aquel día, el Everton consiguió un penalti. Cuando Yakubu se disponía a lanzarlo, Jamie (luciendo el brazalete de capitán del Liverpool), se adelantó al nigeriano y marcó en su propia portería. No dudó en celebrarlo.
* Jesús Garrido es periodista.
– Fotos: The Sun
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