Tengo el cuerpo completamente agarrotado, noto un dolor en las piernas y el mismo miedo que debe sentir el condenado a muerte las horas previas antes de ir a la horca. No lo podré hacer. Mi mente intenta engañarme antes de dirigirme al pasillo. Lo veo muy estrecho, como si fuera una cuerda que el equilibrista del circo quiere cruzar, sin red debajo y con cientos de ojos con la mirada clavada en él. Visualizo mi meta, la arena del foso que los jueces arreglan para reconfortar mi caída.
Tantos años de esfuerzo físico para sentir la responsabilidad ante mí, tantos partidos de football ganados, tres años trabajando con mi hermano en el cuerpo de ingenieros en muelles y ríos de la costa sudeste para sentirme ahora derretido por los nervios. Aquí esta el rey Jorge I de Grecia, el Barón de Coubertin con su sombrero de copa y miles de personas gritando y dando palmas. Apenas una ligera brisa a favor, esto me reconforta. El cielo está claro, la temperatura perfecta. El estadio, restaurado para la ocasión, luce brillante con su mármol blanco. Hace apenas unas horas, la inauguración ha sido todo un éxito, los atenienses se han volcado en el acontecimiento. Hoy, 6 de Abril, lunes de Pascua, el estadio supera su capacidad, según me han dicho unas 80.000 personas escuchaban al príncipe Constantino cuando leía su discurso entusiasmado; 241 atletas en absoluto silencio hemos escuchado el himno. Mientras iniciaba los estiramientos he visto las primeras series de los 100 metros.
Recuerdo que decidí no estudiar en ningún high school. Quería ganar mis primeros dólares, ayudar a mi familia. Decepcioné a mi padre, que quería que yo fuera el primer Connolly con carrera universitaria en el país de las oportunidades. Más tarde, hace apenas un par de años, empecé a estudiar de nuevo y aceptaron mi solicitud en Harvard. Mis padres se alegraron; John y Mary, orgullosos y humildes irlandeses, llegaron como tantos otros a la tierra prometida en un barco enorme, hacinados en pequeños compartimentos. Eran muy jóvenes cuando partieron. Ya en el sur de Boston, se instalaron y formaron familia: soy el sexto de diez hermanos. No se imaginaban, en esos días de mediado el siglo XIX, cuando se movían al vaivén de las olas del Atlántico, que tendrían un hijo campeón.
Con las manos me masajeo los muslos, haciéndolos entrar en calor. Miro a derecha e izquierda, en este momento no hay ninguna carrera así que soy el indiscutible centro de atención. Percibo miles de ojos griegos observándome.
Una de las imágenes más antiguas que guardo en mi memoria es mi padre llegando agotado a casa con un olor horrible después de pasarse todo el día vendiendo pescado. Mi madre se dedicó a cuidar a los 10 hermanos. Nunca nos faltó comida a pesar de las dificultades. Apenas guardo recuerdos de mi primera infancia; aquellos dos meses de verano que pasamos en Irlanda por la tremenda enfermedad de mi abuelo; solamente algunos olores del prado donde correteaba y saltaba, algún pudín de carne de mi abuela materna. Ahora mismo, en el estadio solo huelo a competición, a reto personal, a superar una distancia digna con mis 3 arranques explosivos.
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Si quiero hacer algo grande debo correr más que en toda mi vida, mucho más que aquella tarde en la que me enteré de que mi buen amigo John había muerto en una pelea, acuchillado en el costado. No éramos más que jóvenes de 16 años, grandes amigos desde que empecé a estudiar. Compartíamos afición por el deporte, confesábamos nuestros primeros encuentros con chicas y fantaseábamos con una ocasión como la que tengo enfrente de mí. Todo fue un sueño para él, coqueteó demasiado con el peligro, mezclándose con lo peor de la ciudad por el simple placer de sentir la adrenalina correr por sus venas. Se desvió, cayó en las redes del alcohol desmesurado y olvidó su talento para la actividad física. No tenía suficiente con el ciclismo, el football, los partidos en el parque con los vecinos, las competiciones de los fines de semana y nuestras carreras por el barrio. Si hubiese seguido mi camino, quizá podría estar hoy en este estadio de curvas cerradas. Cuando me enteré de la noticia en el instituto, no quería que nadie me viera llorar, escapé de clase y estuve dos horas pensando en su rostro inundado de pecas, el pelo rojo rizado, sus ojos hundidos y la sonrisa de los mejores días. Estar dos horas recorriendo las calles y avenidas de Boston me vació de lágrimas.
Empiezo la carrera con entusiasmo, noto como mis mejillas tiemblan por la velocidad, creo que mis zapatillas negras apenas tocan el suelo y braceo con ímpetu intentando ganar algunas décimas de velocidad. Ahora mismo no veo nada más que la línea blanca en el suelo, completamente ausente a otros atletas que hacen estiramientos, a la bandera de barras y estrellas colgando al fondo en las gradas del estadio o a mis concentrados rivales.
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Apenas rozar la tiza blanca en el suelo, mi gemelo casi explota del impulso que doy a mi primer salto. Se lo dedicó al rector de Harvard, que denegó mi solicitud para ausentarme a las clases durante mi estancia en Atenas.
—”Creemos en el deporte amateur” —me dijo en el despacho repleto de diplomas y condecoraciones—, “no podemos ayudarte, hijo, eso va contra las normas“.
Mi orgullo me hará rechazar cualquier propuesta que me haga cuando vuelva, aunque sea un doctorado de honor. Por supuesto, dejaré de ir a las clases.
Tuve que costearme el viaje trabajando en un puesto de venta de comida casera. Muchas horas al día cocinando por unos pocos dólares. Ahorrar todo lo que pude para pagarme el billete, no tomarme ni una triste cerveza durante meses. Los directivos del club atlético tampoco me ayudaron: un par de palmaditas en la espalda (“ánimo James, puedes ganar”) y poco más. Si regreso vencedor, estoy seguro de que vendrán a recibirme; si pierdo, veré muecas de lástima en sus rostros cuando regrese a los entrenamientos. Tener un campeón siempre es buena publicidad.
Vuelo por delante del juez que ha de revisar mi pisada en la batida por si mi salto es válido. Con un buen segundo impulso de mi pie derecho creo que podré conseguir una buena marca.
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Me siento genial tras apoyarme e impulsarme otra vez. Siento que vuelo en este segundo bote, me siento libre. Espero que estén orgullosos de mí tantos irlandeses que ahora mismo malviven por una vida mejor pues nuestro país oprimido no levanta cabeza. Mi tocayo, James Connolly, estará luchando ahora mismo por nuestra patria, la que siento mía a pesar de no haber nacido allí. Estará intentando devolver la integridad a nuestro pueblo, oprimido por el Imperio Británico.
Es en este espacio de tiempo donde me siento completamente excitado, sin ninguna presión encima y disfrutando de mi actuación. El premio a un largo viaje en barco carguero hasta Italia es disfrutar de esto. Las horas pasaron rápidamente, ya que escribí a mi amada Mary en la cubierta. “Debo vencer esta competición, cariño, es el momento que tanto esperaba. Puedo notar ya el cosquilleo en mi estómago ante el reto. A pesar de todo, me siento confiado. Tú ya sabes cómo me he cuidado estos últimos meses, cómo he luchado por esta oportunidad y no pienso desaprovecharla. Cuando regrese tengo una propuesta que hacerte. Supongo que ya sabes cuál es. Te quiero”.
Escribí también relatos de inmigrantes irlandeses: el viejo Tom con sus problemas con el hijo, de pocas aptitudes en el trabajo en el almacén y devoción por la poesía; la relación amor-odio de dos hermanas interesadas en el mismo chico italiano, también inmigrante y de mirada altiva; la viuda Peggy, gruesa, aún joven con cuarenta y tantos, viviendo sola y recordando a su hijo asesinado por unas deudas de juego; el grupo de jóvenes fascinados cuando se compran su primer revolver; el sobresalto de mi abuela cuando llegó a la ciudad y, aterrorizada, vio esos edificios tan altos que parecían acercarse al Señor al que tanto adora. Sumergido en esas piezas de mi realidad, el viaje no me ha supuesto tanto sacrificio después de todo. Esta vez el viaje es por aire y el objetivo esta cada vez más cercano a mis botas.
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Con el tercer impulso creo que me acercaré a mi récord del mundo. Si lo hago, estoy convencido de que nadie podrá arrebatarme el primer puesto.
El viaje en barco hizo escala en Nápoles. Allí, salí a pasear con algunos compañeros y, sentados en un extremo de la bota italiana, me distraía un compañero hablando sobre sus sensaciones ante la competición. Mi petate, a mi espalda, fue presa fácil para un joven con boina que salió disparado tras agarrarlo. Corrí tras él, y, al alcanzarlo tan rápidamente, se derrumbó por el agarrotamiento en sus piernas. Me rogó que no lo llevara ante la policía y me devolvió mis cosas, entre ellas, el billete hacia Atenas. Le regalé una de las camisetas que nos cedieron los miembros del comité americano cuando nos despidieron en New York. Mi aventura italiana no acabó allí, ya que casi pierdo el tren hacia Grecia.
Ahora ya nadie me podrá robar la sensación de haber hecho un gran salto. Algunos de mis rivales aplauden en el momento en que aterrizo en la arena, con mis piernas completamente estiradas tras darme unos centímetros extra. Estoy en mi minuto de gloria, por fin la oportunidad no llega a destiempo. A punto estuve de vivir la sensación de llegar tarde pues nos despistamos con el calendario juliano y preveíamos llegar a Atenas unos días antes para aclimatarnos; en realidad, apenas llegamos con 24 horas de margen.
Me levanto con una gran sonrisa de satisfacción, dando saltos de alegría y limpiándome la camiseta ceñida y los pantalones blancos llenos de los granos de arena del foso. Solo me falta esperar la medición. El juez confirma que el salto es válido: 13,71 metros. Solo falta esperar a que acabe el concurso, aunque, me siento genial, alzo el puño al aire con un gesto de rabia. Sé que nadie superará ya mi marca.
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Una hora después recibo en reconocimiento a mi victoria una rama de olivo, un diploma y una medalla de plata de manos de Pierre de Coubertin, orgulloso de ver cumplido su sueño. Me alegra ver tan de cerca su largo mostacho. Soy el primer ganador de los Juegos Olímpicos de la era moderna. Desde el último campeón olímpico han pasado ya más de 1.500 años. Arriba, en lo alto del podio y viendo ondear la bandera americana, recuerdo los ojos de John antes de estar permanentemente borracho, el sudor de mi abuelo agonizando, la sonrisa de Mary diciéndome “sí, quiero” y los abrazos de mis padres y hermanos ilusionados cuando regrese.
Los días siguientes conquistaré un segundo puesto en salto de altura y el tercero en longitud. Cuatro años más tarde, en París, quedaré segundo en mi prueba preferida, el triple salto. En Sant Louis 1904 regresaré a los Juegos, esta vez con un bloc de notas y sentado en las gradas.
Me dedicaré al periodismo, viajaré a distintos lugares de Europa y América, seré corresponsal en la Guerra de Cuba y en la I Guerra Mundial. Publicaré cientos de cuentos y 25 novelas. Rechazaré el doctorado de honor en Harvard.
* Oleguer Solsona. En Twitter: @Narradorcurioso. En la web: http://www.narradorcurioso.blogspot.com.es/
– Fotos: Archivo olímpico –
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