Doce largos meses esperando al hijo pródigo, al elegido, al dueño del lugar. Es Andy Murray, el hombre que acabó con una maldición de 77 años que impedía a cualquier británico reinar sobre el All England Lawn Tennis and Croquet Club. Él fue quien destruyó esa penitencia de tres cuartos de siglo de duración, el que difuminó la pesadilla de millones de británicos que no se quitaban el fantasma de Fred Perry cada vez que junio asomaba en el calendario, el que frotó la lámpara mágica de los deseos para levantar la copa dorada de las leyendas. Ayer volvió a la pista central, donde 15.000 personas le recibieron con los brazos abiertos y, tras la victoria, le despidieron con las manos entre aplausos. Una ovación que pide a gritos la repetición de la hazaña de antaño. «Wimbledon para mí es el torneo más importante del año, así que es normal que la gente me espere para hacerlo lo mejor posible«, dijo. Es la vuelta del rey con un objetivo claro: la reconquista.
El reloj alcanzó las dos horas en punto y Andy Murray dejó de jugar. No le hizo falta más tiempo para apuntarse la victoria ante David Goffin (6-1, 6-4, 7-5) y empezar de la mejor manera posible su andadura en la 128ª edición de Wimbledon. Un triunfo con el que alcanza los 450 en su carrera y que, de no haberlo materializado, hubiera significado alejarse de los diez primeros del ranking por primera vez desde el año 2008. Número redondo en un torneo redondo. Un lugar donde le supieron cuidar, esperar y animar hasta que la tan ansiada gloria decidió aparecer. Cuatro estaciones después, las mismas credenciales sostienen la candidatura del escocés al título, con la misma ilusión, pero con una dosis menos de presión. El público sabe por lo que ha pasado y entiende que si quieren volver a ver a un británico campeón en la hierba londinense, ese es el tenista de Dunblane. «Sé que desde aquello ha habido más demanda entre los jóvenes para jugar al tenis, ellos quieren jugar, pero no creo que se hayan construido una gran cantidad de instalaciones a causa de ello«, reprocha con la boca pequeña nuestro protagonista sobre la situación del tenis en su país y al observar que ningún compatriota suyo le acompaña entre los cien primeros del ranking. Daniel Evans (143), James Ward (154), Daniel Cox (214) o Kyle Edmund (320) son algunos de los mejores tenistas del Reino Unido esparcidos por la clasificación. Todos fueron eliminados ayer. La penúltima bala la tiene Daniel Smethurst (324), que con 23 años disputa su primer partido en el circuito ATP. El panorama es desolador.
Pero esta copiosa diferencia no ha surgido de la nada. Tanta culpa tienen los que no han logrado dar un paso adelante como aquel que sí se propuso luchar por ser el mejor. La aventura de Murray empieza a escribirse desde que un imberbe pelirrojo de piel blanca pisó La Catedral del tenis con la mayoría de edad recién cumplida y comenzó a escalar hasta tocar la cima. En aquel 2005, año de su debut en el All England Club, su aventura llegó hasta tercera ronda, después de no ceder ninguna manga en las dos primeras citas y teniendo contra las cuerdas a Nalbandian dos sets arriba en la tercera. Finalmente, el argentino remontó el partido y Andy hizo las maletas hasta el año próximo. A partir de ese momento, y quitando 2007, cuando una lesión de muñeca le impidió volver, el escocés no ha sabido lo que es empeorar el resultado del curso anterior: cuarta ronda en el 2006; cuartos de final en el 2008; de 2009 a 2011 no se bajó de las semifinales; en 2012 accedió a la anhelada final;y en 2013, campeón. Un progreso gradual, casi perfecto, sin saltarse ningún escalón y obteniendo su premio en el lugar adecuado a la hora exacta. Nadie se lo ha regalado.
Con los datos en la mano podríamos decir que el tenista de Dunblane es un especialista en hierba y, concretamente, un especialista en Wimbledon, donde encadena una racha de catorce triunfos seguidos si sumamos su medalla de oro en los JJ. OO de Londres y su victoria ante Goffin. Pero el 2014 no se parece en nada al 2013. Si no, que se lo pregunten a Federer. Muchas cosas han cambiado en la vida diaria de Murray: una operación de cadera, la separación del entrenador con el que logró sus mayores éxitos, una eliminación en Copa Davis donde una derrota suya fue vital para que su país cayera eliminado… así hasta volver al punto de origen, al tramo donde todo empezó a girar. El torneo más prestigioso del mundo recibe al campeón en sus horas más bajas. El dato más escalofriante son los 365 días de esclavitud que mantienen a Murray sin pisar una final en el circuito, algo tremendo tratándose de un miembro del Big Four. Cierto es que la cadera lo mantuvo alejado varios meses de la competición, pero la recuperación y el regreso tampoco trajeron mucha mejoría. Diez torneos en el presente curso donde sus mayores alegrías han sido unas semifinales en Acapulco y en Roland Garros. Irrisorio si hablamos de un doble campeón de Grand Slam. Entre los quince primeros del ranking solo hay dos jugadores que siguen con las manos vacías esta temporada: Milos Raonic y él. Si abarcamos los veinte primeros, son, junto a Mikhail Youzhny, los únicos que no han alcanzado ninguna final. Por si fuera poco, desde que sentenciara a Novak Djokovic en aquel duelo sobre el pasto londinense, Andy Murray no ha vuelto a ganar a ningún tenista situado entre los diez primeros, arrastrando una marca de 0-6. ¿Está realmente preparado el británico para defender su corona?
Nunca es fácil volver de una operación. Algunos expertos como Paul Dorochenko no dudan en afirmar lo peor: «Ningún jugador vuelve a ser el mismo después de una cirugía«. Lo vimos en Kuerten, en Bruguera y en unos meses veremos si Del Potro es capaz de pasar la prueba del quirófano por segunda vez. Ahora Murray está en esa fase de olvido y adaptación, de borrón y cuenta nueva. No quiere oír hablar de su gran época con Lendl en el banquillo ni de sus grandes actuaciones en hierba rematadas con el título con el que había soñado desde que era niño. El escocés intenta despejarse viendo la Copa del Mundo. Una sola prueba servía para tomar contacto con el verde y demostrase a sí mismo que el año más oscuro de su carrera no iba a manchar su gira favorita. Esa prueba era Queen’s. El primer plato, más suave pero no tan dulce. La antesala a La Catedral. Allí también defendía cetro, pero la idea de conservarlo duró poco, justo hasta que Radek Stepanek, con 35 primaveras, apareció en segunda ronda y lo apeó del cuadro. Con dos partidos en las piernas, Wimbledon ya esperaba a su héroe.
Amelie Mauresmo dirige ahora la sala de máquinas de un hombre que rinde sobre el pasto con el cuarto mejor porcentaje de éxito de la historia (83,3 %). Solo Federer, McEnroe y Borg le miran desde la azotea. La extenista francesa sabe que tiene un diamante en bruto entre manos, pero hay que saber tallarlo y prepararlo para la causa. La situación de Murray ha evolucionado tanto que, de un año para otro, ha dado un giro de 180º. Antes peleaba por calmar a un país que llevaba 77 años esperando un relevo generacional. Ahora lucha por apaciguar el alma de un guerrero que se ha olvidado de lo que es ganar, de lo que es levantar una copa, incluso luchar por ella. Un espíritu que no recuerda aquello que se sentía al ser mejor que los demás.
Tras un año de fracasos y lamentaciones, la oportunidad de cerrar el círculo ha llegado. En casa, con su gente, en su estadio y con una copa que, hasta que nadie diga lo contrario, llevará su nombre. Semanas atrás, en Londres, una encuesta a pie de calle preguntaba sobre si sería capaz de repetir su victoria en Wimbledon, a lo que tres de cada cuatro personas negaron su confianza. Mal andamos si el eslabón más honesto hacia la victoria –la esperanza– empieza descolgándose.
* Fernando Murciego es periodista.
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