"Hay que recordar que quienes escriben para los imbéciles siempre tienen un numeroso público de lectores". Arthur Schopenhauer
Decía A. A. Milne, un escritor británico de comienzos del siglo XX, que el golf era tan popular porque se trataba del mejor deporte del mundo para ser malo. Puede que se refiriera a la empatía que existe entre los aficionados, incapaces de enviar la bola a donde desean, o a lo poco en que se parecen sus vueltas a las de los profesionales. Cada vez que se disputa un grande se aprecian todas estas enormes diferencias. Van más largo, muy rectos y acostumbran a sacar lo mejor de sí mismos en los momentos determinantes; golpes imposibles que desafían a la lógica. Son tan buenos y han entrenado tanto que parecen practicar un juego distinto, en el que no conseguir birdies en cada hoyo es una afrenta contra sus posibilidades.
Pero de vez en cuando, entre toda esta vorágine de aptitudes que rodean la élite, aparece un jugador capaz de decir: “No tengo tanto talento como otros”. Fue Jason Dufner hace un año, pocos meses después de perder el PGA Championship en un playoff contra Keegan Bradley. “Necesito prepararme mejor que ellos. Tengo que ser sincero conmigo mismo, a pesar de que no es fácil”. Es probable que por ello este jugador que reside en Alabama (Estados Unidos) haya leído insistentemente las biografías de Arnold Palmer o Abraham Lincoln, intentando comprender, en sus palabras, “cómo están conectadas las personas con éxito”. A lo largo de su carrera, ha intentado conformar una especie de ciencia de la victoria, seleccionando aquellos comportamientos que transformaban el talento en resultados. “Han aprendido a explotar todo lo que tenían”, dijo una vez. “Siempre me he sentido como un reserva, y eso me mantiene con ganas”.
A sus 36 años, está lejos de ser el prodigio que gana por ocho golpes de ventaja en las grandes ligas, como Rory McIlory, o el hombre incapaz de fallar con el liderato en sus manos, como Tiger Woods. De hecho, Jason ni siquiera parece un atleta. “Mi gran problema es que me gusta comer comida basura”, bromeó un día cuando le preguntaron por su estado de forma. Sin embargo, cuando se trata de entrenar, siempre ha empleado más horas que el resto. Ha seguido la estela que dejó Ben Hogan en el golf profesional como el primer gran trabajador que vivía en una cancha de prácticas y, a pesar de que pueda parecer tarde, los éxitos le han ido llegando. De aquel PGA derivaron dos victorias en el circuito americano, un viaje a la Ryder Cup y una confianza cimentada en las horas de esfuerzo y en la convicción de que había elegido el camino correcto.
Su historia cobró más sentido cuando se plantó esta semana en el Oak Hill Country Club, sede del mismo campeonato que había tirado por la borda dos años antes. Las largas hileras de robles, el rough graduado a medida que se alejaba de la calle o los greenes típicamente rápidos recibieron a los mejores del mundo. El viernes, Dufner igualó la mejor vuelta de la historia de los grandes, 63 golpes. ¿Cómo lo hizo? Nada que ver con golpes imposibles o un constante derroche de talento. Fue algo más silencioso, más moderado. Al igual que su ídolo, Hogan, llegaba a la bandera de cada hoyo por la vía menos peligrosa, la hierba segada al ras. No se metió en líos, no dejó que los nervios le bloquearan los músculos; sabía que no podría escapar si fallaba, por lo que aceptó sus debilidades y se centró en poner en práctica una regularidad pasmosa.
A un impacto del líder, Jim Furyk, a falta de 18 hoyos, volvió a emplear de nuevo ese hipnotismo que parecen llevar consigo sus mejores días en el campo. Calcular la distancia, pedirle un palo a su caddie, moverlo diez veces antes de cada golpe, pegar a la bola contra la tierra, no variar la expresión de su rostro un ápice. Jason se paseó por los 18 hoyos de este diseño de Donald Ross haciendo siempre lo mismo, en cada impacto, ante cada una de las oportunidades de birdie que fue capaz de generarse. En 16 hoyos, consiguió cuatro y, al mirar la clasificación, es posible que se sorprendiera. Nadie había sido capaz de seguir su ritmo, a pesar de las supuestas diferencias de talento. El líder, mucho más conservador, se estancaba en el par; Stenson repartía golpes memorables seguidos de pequeños y costosos errores; Adam Scott sufría por sacar a relucir la brillantez que tiñó de verde una chaqueta de su armario. Dufner se estaba quedando solo en la cima.
“No podemos jugar bien cada semana”, explicó Phil Mickelson tras terminar con doce golpes sobre el par este PGA Championship. “Todo ha salido mal”, dijo Justin Rose después de llegar a los 77 impactos en la tercera jornada. Mientras los principales favoritos al título sufrían ante un recorrido venerable, el hombre sin talento desataba los elogios de una actuación normal. En su victoria suenan los ecos de la de Shaun Micheel en este mismo escenario hace diez años, cuando declaró: “Solo intentaba pasar el corte”. No le pega más que otros jugadores, no es tan efectivo con el putter en las manos y está muy lejos del físico de otros más fuertes y ágiles. Sin embargo, el talento de Dufner ha residido siempre en demostrar una gran inteligencia, quizá también la que le ha llevado a leer y a estudiar sobre la supuesta ciencia del éxito. Su triunfo es una rara dosis de humanidad en la élite.
* Enrique Soto es periodista.
– Foto: PGA Championship
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