Tanto se estaba demorando la derrota que lo explicara todo que los que renegaban del Madrid áspero de la solidez y los detalles –el que gana la Champions– se han encontrado con otro Madrid superior antes que con dicha derrota. Tenía difícil relato explicar la combinación de esa sensación que daba el Madrid de ser una obra inacabada con margen de mejora y la holgura con la que ha superado, no ya en el marcador sino en el juego, a otros gigantes con estilos marcados, más frescos y más fáciles de identificar. El Madrid de Zidane no se define desde un esquema concreto y un once fijo como el Chelsea de Conte, ni desde la presión alta como el Liverpool de Klopp o la salida de balón y el juego asociativo de Barça o el Sevilla. Por eso es tan confuso. Decía el campeón del mundo de ajedrez Sigbert Tarrasch, que uno no tiene que jugar muy bien sino que es suficiente con jugar mejor que el oponente, y aunque el fútbol no funciona con los mismos parámetros –se puede jugar mejor que el rival y perder– es con esa premisa como base con la que el Madrid ha acabado jugando muy bien al fútbol. El Madrid había mostrado tener en el repliegue su mejor arma, pero en el último mes y medio ha ido ampliando sus argumentos dependiendo de lo que exigía el rival y el momento –lo hemos visto ejercer una presión alta en distintas fases de partidos ante el Atlético, Barça y Sevilla, dominar desde el ataque estático al BVB en una gran primera parte, volver a la defensa en bloque bajo ante el arreón del Atlético al inicio de la segunda parte del derbi, exhibir contragolpe y finalizaciones rápidas tras robo, etc.–, logrando la misma seriedad jugando en 4-3-3 con Modric de pivote único en el Camp Nou, con Casemiro ante el Sevilla, con el 4-2-1-3 del Calderón o con el 4-3-1-2 ante el Granada. El Madrid ha crecido y se ha ido descubriendo a sí mismo de forma paralela, encontrándose un equipo suspendido en la imprevisibilidad, en el decisivo factor sorpresa, que puede jugar muy bien a lo que quiera con diferentes jugadores en distintas demarcaciones.
Cada rueda de prensa de Zidane es un llamamiento a la intensidad, a la entrega y al coraje, explicando por el grado de estos el jugar bien o jugar mal. Poniendo todos los valores del quiero por encima de la pizarra, de la toma de decisiones y de la interpretación del juego. Siempre se agradece que un entrenador intervencionista, que no deja de rotar jugadores, alternar dibujos e introducir variantes a lo largo de los partidos se adentre en el juego y explique las intenciones que le llevan a decantarse por cada decisión, pero Zidane no utiliza las salas de prensa para radiar análisis de los partidos sino para, con palo o zanahoria, espolear a esos jugadores a los que ha convencido de que no hay límites cuando la calidad depurada es tallada por esa actitud agresiva y comprometida. Tener a tantos jugadores en plenitud física y anímica –con la autoestima reforzada por ese sentimiento de pertenencia con los logros del equipo que provoca un reparto de minutos tan equitativo– rompe en la multiplicación de posibilidades para Zidane, en el práctico paso desapercibido de las bajas y en poder emplear como revulsivos a teóricos titulares, además del quebradero de cabeza que supone tanta incertidumbre para el técnico rival, que puede dedicar la semana a trabajar el cómo frenar a Cristiano y el día antes del encuentro enterarse de que el cuerpo técnico blanco se da el lujo de darle descanso.
Ser entrenador está por encima de tener conocimientos (saber), de enseñar (saber transmitirlos) y de liderar (gestionar con justicia) porque lo abarca todo. El dominio absoluto que está mostrando Zidane sobre lo tercero habla muy bien de su progresión en lo primero y lo segundo –los jugadores siguen al entrenador cuando les da soluciones que funcionan y está claro que este vestuario mataría por él–, virtudes que entrarán en el siguiente escalón de dificultad cuando cese una dinámica ganadora a la que no se le adivina final y de la que es máximo responsable.
* Alberto Egea.
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