Viernes por la noche y una sensación extraña se vincula a mis pensamientos. Sentado en la última plaza de un autobús desierto, pongo rumbo a Madrid después de haber vivido una de las mejores experiencias de mi escueta vida como periodista. Esas que recompensan tantas horas de estudio sin sentido y que representan la esencia de la profesión más bonita del mundo: estar en el lugar de los hechos y poder contarlo. Tres días en Barcelona fueron más que suficientes para enamorarme, todavía un poco más, de este deporte del que ya me es imposible desligarme. Son ese tipo de cosas que no hacen justicia con solo verlas por televisión. Ese tipo de acontecimientos que incitan a vivirlos en primera persona para descubrir realmente la magia que esconden. Dentro de este saco se encuentra, sin lugar a dudas, el torneo Conde de Godó, un certamen con más de 60 años de historia sobre el que se han cimentado las bases del tenis en este país. Me voy feliz por la experiencia, nostálgico porque se acabó, pero ilusionado porque volveré.
Hablamos del torneo decano en territorio ibérico, vigente desde el año 1953 y uno de las citas más célebres del calendario ATP. El ingrediente secreto se encuentra en el lugar donde se celebra, el Real Club Tenis Barcelona, un club de tenis activo desde hace más de un siglo. Por él han pasado jugadores de la talla de Roy Emerson, Ilie Nastase, Björn Borg, Rod Laver, Guillermo Vilas, Ivan Lendl, Mats Wilander, Thomas Muster, Marat Safin o, ya en la época contemporánea, Rafa Nadal o David Ferrer. Premiado como el torneo con mejor organización de la parrilla, el Barcelona Open Banc Sabadell también es el que más dinero reparte de entre todos los ATP 500, categoría a la que pertenece. Un emplazamiento legendario que, temporada tras temporada, ve cómo las mejores raquetas del panorama mundial prueban suerte sobre la tierra batida catalana. Siete días que hacen de la Ciudad Condal un epicentro de referencia deportivo y cultural.
Partimos de que el torneo, como ya he dicho antes, se celebra en un club de tenis oficial, el paisaje idóneo para llevar a cabo un evento como este. En un calendario con más de 60 paradas, apenas cinco se promulgan en un marco así: Wimbledon, Queen’s, Montecarlo, Kitzbühel y Barcelona. ¿Por qué tan pocas? Llevándolo al límite de la exageración, sería como si para organizar una exhibición de surf, en vez de utilizar el mar, construyéramos un océano nuevo, mucho más moderno y comercial. Tomás Carbonell ya avisó en una entrevista sobre el peligro que puede acarrear el poder del dinero en este horizonte: «Hay que cuidar y valorar esta especie en extinción o acabarán haciendo torneos en medio del desierto». Por supuesto que estamos ante un negocio y es lícito intentar sacar el mayor beneficio, pero ¿cuál es el precio a pagar? Parajes exóticos e intenciones mercantiles reunidas bajo la misma sombra que sacan el tenis del lugar donde nace para situarlo en un sector destinado a morir.
Dejando de lado las utopías y preocupaciones de cada uno –en este caso las mías–, vuelvo al caso que me remite a escribir el presente artículo. Era miércoles, acababa de aterrizar en suelo catalán y, tras un agradable paseo por la Avenida Pedralbes y un calor enemistado con mi voluminoso chaquetón, me encontré de frente con mi objetivo. Una sensación acogedora te atrapa desde el momento que cruzas la primera carpa. Ya puedes pasear por el Fan Boulevard, tomarte una copa en el Village, acercarte a la sala de prensa o disfrutar de un encuentro en cualquiera de las cuatro pistas, estés donde estés un hecho reincide indistintamente de la zona en la que te encuentres: respiras tenis. No existen construcciones delirantes ni sentimientos artificiales, aquello es de verdad y se palpa en el ambiente. Las paredes, los rincones, las personas y hasta el mismo aire desprende un aroma que se apodera de todo aquel amante del deporte de la raqueta.
La anécdota que acabó por confirmar esta visión fue cuando, situado en la Pista 2, me dispuse a ver el partio entre Nick Kyrgios y Elias Ymer. Mientras, a escasos metros de distancia, en la Pista Central, Rafa Nadal debutaba en la 63º edición del Conde de Godó ante Nicolás Almagro. Perplejo me quedé al ver a gente interesada en este encuentro pudiendo presenciar al ocho veces campeón al mismo tiempo. En la fila de delante, dos hombres rozando ya la jubilación, trasteaban con el móvil mientras intercambiaban datos: «Este Kyrgios es australiano, solo tiene 19 años y ya está entre los cincuenta mejores» (…) «Ymer, sueco, pone que lo entrena Galo Blanco, ¡vaya revés se gasta!» (…) «Luego juega un tal Rublev, dicen que promete un buen futuro».
Personas de cualquier edad interesadas, no en un jugador, sino en un deporte. He aquí lo trascendente del asunto, la esencia de este torneo, su gente. Individuos que devoran tenis los 365 días al año, no una sola semana aislada en el calendario. Aficionados que buscan aprender, conocer, descubrir nuevas raquetas y seguir disfrutando con las de siempre. Seguidores acostumbrados a convivir entre las estrellas, respetándolas en las distancias cortas, haciendo de este espacio un lugar de conexión donde el deportista y su admirador no remarcan su diferente estatus. Una tolerancia que hace sentirse cómodos a los jugadores, tratándolos como si estuvieran en casa. De hecho, la mayoría de los miembros de La Armada han crecido y se han formado en estas pistas. Un trato mutuo de deferencia y cordialidad que hace del Barcelona Open Banc Sabadell un torneo único.
Por supuesto, todo esto no funciona si luego los jugadores no responden. Este año han sido cuatro top-10 (cinco sin la baja Raonic a última hora) los que han disputado el cuadro final. Como siempre, las gradas se volcaron con el producto nacional, repartiendo sus vítores entre Nadal, Ferrer, Robredo y compañía. Entre tanto español, alguno tendría que amenazar el reinado de King Nishikori, una vacante que acabaría ocupando el menos esperado. Pablo Andújar, que no ganaba dos partidos consecutivos desde octubre, se plantó en la última jornada cediendo un solo set por el camino. El público tomó parte en el asunto durante las casi dos horas de batalla, aunque al final no faltaron los aplausos para el flamante bicampeón del Godó, un ejercicio de solemnidad y agradecimiento que se impone por encima de cualquier nacionalidad u origen. Esta filosofía solo se adquiere si la mamas desde pequeñito, asimilando unos principios de nobleza y deportividad que hagan de la atmósfera de tu torneo uno de los espacios emblemáticos del circuito.
Solo fueron tres días, la próxima vez serán más. Ahora recuerdo el paseo de cada mañana donde me quedaba embobado con el Princesa Sofía, las visitas a la Casa Club, donde podías encontrar a todos los jugadores, los mensajes fugaces al móvil avisándote de las ruedas de prensa, la complicidad con el resto de amigos periodistas, la jornada de luto tras la caída de Nadal en octavos de final ante Fognini, la alegría por volver a ver a Pablito Andújar recuperar su mejor nivel sobre la arena, la visita a la cabina de Teledeporte cortesía de un genio como Arseni Pérez, los bocatas de embutido que no faltaban cada mediodía o el helado Ben & Jerry’s que caía después. Demasiadas evocaciones para tan solo tres días de deleite. Pero sobre todo, el placer de haber formado parte, aunque solo fuera por unas horas, de la mejor herencia cultural que conserva este país en lo que a tenis se refiere. El próximo abril ya no tendrá que venir nadie a contarme lo que se cuece dentro de aquel recinto, aunque por si acaso se me olvida, procuraré presentarme de nuevo.
* Fernando Murciego es periodista.
– Foto: Barcelona Open Banc Sabadell
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