Un extenuante intercambio de doce golpes terminaba con la derecha cruzada de Stan Wawrinka rebasando por un palmo la línea de fondo. Novak Djokovic, con ventaja en el marcador, se adjudicaba el primer set de la final. En estos momentos, una operación a vida o muerte se estaba librando en el cielo de París. «Lo perdemos», se escuchó entre la multitud de la sala. El tenis estaba a punto de exhalar el último soplo de vida que aguardaba en su malogrado corazón. Un extraterrestre proveniente de Belgrado se había encargado, desde la primera hoja del calendario, a castigarle con numerosas lecciones de precisión y maestría, disminuyendo cada semana la cadencia de sus latidos y negando aquello de lo que vive el ser humano: las emociones. El escenario más carismático del mundo se había convertido en una dictadura con mano de hierro donde el yugo del jugador balcánico marcaba la pauta cada domingo. ¿Podría Roland Garros rescatar a nuestro damnificado paciente?
Después de tres horas y doce minutos de sufrimiento (4-6, 6-4, 6-3, 6-4) nuestro convaleciente protagonista terminó abriendo los ojos ante la incredulidad de los presentes. Le habían dado por muerto, incluso antes de que se iniciara la intervención. La extrema incompetencia e infinitas rivalidades transformadas en paseos habían acabado por enterrar cualquier pensamiento alejado de la estricta línea trazada por el Doctor Novak. Y de repente, allí se encontró el serbio ante ‘Guga‘ Kuerten, implorando que el brasileño, en vez de entregarle la bandeja de plata, le ofreciese la posibilidad de entregar cualquiera de sus títulos vigentes (Australia, Indian Wells, Miami, Montecarlo o Roma) a cambio de jugar una bola más ante las colmadas gradas de la Philippe Chatrier. Pero no, ya era demasiado tarde. Ahora mismo todo el terreno cosechado hasta aquí valía cero para Djokovic, todas las copas levantadas en seis meses, sencillamente sobraban. El gran objetivo del curso, por cuarto año consecutivo, volvía a escaparse. Y con él, el legendario Grand Slam.
Por la camilla del número uno del mundo han desfilado célebres raquetas como la de Rafa Nadal, Andy Murray, David Ferrer o Roger Federer. Todos pasaron por las manos del serbio y ninguno salió vivo de la ejecución cada vez que una gran cita se presentaba ante el respetable. Una racha de 28 triunfos consecutivos, imbatido sobre tierra batida desde hace más de un año y un registro de 16-1 esta temporada ante miembros del top-10. «¿Cómo afrontar esta barrera cuando, además, no le gano en polvo de ladrillo desde la temporada 2006?». Pensaría Wawrinka. O quizá no pensó nada y, simplemente, salió ahí fuera a buscar la victoria, sin importar quién hubiera enfrente. Cuatro sets después, descubrimos que el de Lausana había escogido la segunda opción, eso sí, no crean que fue fácil. Basta con escuchar las palabras del suizo al finalizar su gran obra: «He hecho el partido de mi vida». Donde otros recularon y pasaron la pelota al tejado contrario, Stan decidió agarrarla bien fuerte y no dejar de golpearla hasta que sus cuerdas dijeran basta. Quien no arriesga, no gana.
La historia de Wawrinka debe contarse desde el prisma que mejor lo define: su fascinante irregularidad. El talento que esconde su revés o la potencia que genera con su derecha ya no es secreto para nadie, como tampoco su incapacidad para mantenerse en la brecha más de cinco semanas consecutivas. Wawrinka será muchas cosas, pero jamás un jugador de medio pelo. Él no entiende de cobardía, es el todo o la nada. Magnus Norman, eminencia contemporánea en el rango de entrenadores, le viene ayudando desde 2013 a compaginar su pasión por el tenis con su vida privada, tarea complicada cuando, cosas del destino, coinciden tu versión más brillante sobre la pista con el capítulo más oscuro fuera de ella. Pero allí está el sueco, tripulando un transatlántico que, en ocasiones, necesita que enderecen su trayectoria. «Éste título también es tuyo, Magnus. Te lo dedico por la final que perdiste aquí en el 2000». Dar primero para recibir después. Una amistad originada en los banquillos, desarrollada sobre la pista y germinada en el vestuario. Allí donde ambos amigos posaron felices con la recompensa al trabajo bien hecho.
Después de ver la entrega de trofeos, una consigna quedó clara: ambos necesitaban ésto. Novak Djokovic, el cacique irreductible, merecía convivir, al menos por una tarde, bajo la mirada de los mortales. Diluir su escandalosa aura de divinidad, sollozar como un niño al que todavía le faltan deseos por cumplir y madurar como un hombre que afronta sin miedo sus debilidades. Sobre Wawrinka, ¿qué decir? Cientos de páginas preparaban ya el artículo de El octavo fantástico en el que Nole se uniría al club de los Perry, Laver, Agassi, Federer y compañía… y al final acabó imprimiéndose el de Dos mejor que uno, dimensión donde se juntan nombres como Hewitt, Rafter, Nastase, Murray, Kafelnikov, Safin… y Stan. «Pensba que jamás volvería a ganar un Grand Slam», afirmó el helvético una vez conquistada la Copa de los Mosqueteros y mostrarla a todos los periodistas. Demostrado queda, una vez más, que en ocasiones lo mejor es no pensar. Basta con soñar.
Pero más allá de los dos finalistas y sus narrativas particulares, quien de verdad necesitaba éste resultado era el intérprete más importante del show: el tenis. Las seis primeras páginas de 2015 relataban un soliloquio del tenista de Belgrado donde ni la sorpresa ni la igualdad tenían cabida en esta aventura. Uno de los deportes que más pasiones despierta en el cosmos se había convertido en rutina, en un producto inapetente, falto de emociones e inquietudes. «Lo perdemos», se temían los dueños del negocio, preparados para que Roland Garros diera la estocada definitiva al órgano central, cuando de repente… «¡Aún tiene pulso!», gritó el cirujano. Un revés fraguado en el Olimpo inyectaba aliento de manera constante al débil paciente, destruyendo la linealidad de la historia y restaurando el sistema sanguíneo. «Lo intentaste. Fracasaste. No importa. Sigue intentándolo. Fracasa otra vez. Fracasa mejor». El tenis se había salvado, estaba vivo y fuera de peligro. Un golpe de oxígeno que nos hizo recordar que, en la vida, solo podemos estar seguros del ayer. Bendita incógnita.
* Fernando Murciego es periodista.
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