Un hormigueo recorre la bota. Los antagonismos entre el tacón y la caña se recrudecen, las distancias, lejos de acortarse en la era de la globalidad, aumentan, mientras una pasión se desborda desde los Alpes hasta el Etna. No hay mejor manera de regar una rivalidad. No hay, tal vez, otra forma de entender y conocer Italia que a través de la pelota. Esa que salta de Turín a Milán, de Verona a Parma, de Génova a Florencia o de Bolonia a Roma. Esa que atraviesa los Apeninos para alcanzar Nápoles y salir de la bota hacia Catania o Cagliari. Todas ciudades de un mismo país, por sorprendente que parezca, todas pendientes de un juego que los italianos se toman como una guerra. El fútbol allí revela la idiosincrasia de un país: las diferencias sociales, la cultura o la corrupción que tantas veces ha salpicado al calcio. Todas eso ya lo reflejó el maestro Enric González en sus Historias del Calcio; algunas, se siguen retroalimentando hoy.
Una de ellas es el Juventus-Napoli. Historia marcada tanto por el amor a unos colores, a un estilo, a una forma de ser y de sentirse italiano, como por el odio a todo lo que representa el contrario. Esa rivalidad que trasciende el resultado encontró su punto álgido en la década de los ochenta con la llegada de Maradona al sur de Italia. El Diego se erigió en la esperanza de la Campania frente a los tiranos del norte. No paró hasta decapitarlos y desde entonces la melancolía baña las aguas del Tirreno a orillas de Nápoles. Han pasado treinta años, pero la rivalidad norte-sur reverdece viejos laureles. De Laurentiis ha creado un proyecto que lleva varios años tirando al palo. Tras un cambio de timón, con Rafa Benítez a los mandos y unos fichajes que han dotado de más fantasía y competitividad al equipo, Nápoles vuelve a sentirse grande. ¿Y la Juve? Superados los últimos escándalos luce tan bella como siempre.
Ante una Roma histórica, turineses y napolitanos persiguen empatados a puntos (28) a los giallorossi, aunque estos no cuentan en esta guerra. Ni en la rivalidad geográfica, por su ubicación central, ni en la deportiva, porque para muchos los de Rudi García terminarán descarrilando en la carrera frenética hacia el Scudetto. Es precisamente en la región del Lazio donde la bota se parte en dos. Ahí donde yergue majestuosa la Ciudad Eterna aparece la línea imaginaria que separa el norte del sur. Arriba, frialdad europeizada entre cielos grises de niebla y chimeneas industriales; abajo, calidez campesina y miseria mafiosa bajo una bóveda celeste. Dos perfiles de la misma cara de un país que se reinventa alrededor de la pelota.
La rivalidad es más antigua que el fútbol. Italia es un conglomerado de pueblos, una reunificación de reinos de donde surgen las diferencias. De esa fragmentación quisieron sacar tajada desde la Edad Media las grandes potencias europeas. Las guerras italianas, la Guerra de Sucesión Española o el conflicto hispano-austríaco que tuvieron lugar a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII azotaron la península itálica, siendo los reinos de Nápoles y Sicilia dos de los territorios más anhelados. Tras ser conquistados por Carlos VII de Borbón, Duque de Toscana e hijo de Felipe V de España, llegaron las reformas y modernizaciones a unas tierras olvidadas en tiempos anteriores. Fernando IV, hijo de Carlos VII, cambiaría el nombre del reino por el de las Dos Sicilias. Mientras que Francisco II, tras perder el apoyo del pueblo, le entregaría el reino a los camisas rojas de Garibaldi.
Para entonces, mediados del siglo XIX (1860), el sentimiento nacionalista había germinado alrededor de la figura revolucionaria de Garibaldi. La derrota de los borbones ensalzó la unidad de los pueblos del sur ante un monarca absoluto que poco tenía que ver con sus predecesores. Entonces, Victor Manuel II, de la casa Saboya, gobernante en el Piamonte y Rey de Cerdeña, temeroso de que la revolución en el sur llegara hasta sus territorios, frenó a las tropas de Garibaldi antes de que asediasen Roma. El militar y político italiano pactó con Victor Manuel con el fin de conseguir su objetivo. La reunificación italiana vio la luz el 17 de marzo de 1861. Y la desolación se apoderó del sur al ver cómo su líder entregaba el poder al norte.
De aquellas batallas todavía supuran ciertas heridas, como las raciales o las lingüísticas. A los dialectos que todavía hoy se conservan (napolitano, grecocalabrés o siciliano) se añade las variedades de acento, otro signo más de identidad que ha dado para cánticos con mucha sorna en las gradas. Tal y como nos contó Tim Parks en su Esta loca fe, la canción de Guantanamera reversiona su letra para cabrear a los vecinos del sur: “Non si capisce / ma come cazzo parlate / Non si capiiiiiisce / ma come cazzo parlate!” (no se entiende, ¡cómo pollas habláis!). La respuesta tiene menos lírica: “Merde siete e merde resterete” (sois y seguiréis siendo mierda).
La Italia del norte mira desde la superioridad de la cercanía de las capitales del poder europeo a sus semejantes del sur, a los que califica como mafiosos rodeados de campesinos. El orgullo sureño les hace identificarse como los únicos y auténticos italianos, iniciadores de la reunificación, mientras que sus compatriotas norteños son unos ciudadanos europeos más, gente que poco o nada tiene que ver con la Italia tradicional. Cuando escuchan estas razones, en Milán, Turín o Génova sonríen con ironía para comparar a continuación la gran invasión de griegos en el sur siglos atrás con la que reciben en la actualidad procedentes del norte de África. “¿Y estos son los verdaderos italianos?”, se preguntan a los pies de los Alpes.
Ese norte lo componen las regiones de Lombardía, el Piamonte, Liguria, Friuli-Venezia-Giulia, Veneto y Emilia-Romagna. Son las regiones más importantes del país, donde encontramos ciudades como Milan, Brescia, Torino, Génova, Florencia o Siena. Allí están las principales industrias, las grandes empresas privadas y los mayores centros financieros. También las ciudades más opulentas (Milán y Torino), la más artística (Florencia) o uno de los principales puertos del país (Génova). Todas ellas ciudades tranquilas con horarios de marcado tinte europeo.
Dejando a un lado la región de Lazio, la sud Italia se compone de Campania, Puglia, Reggio Calabria y las islas de Cerdeña y Sicilia. Lugares todos ellos de marcado carácter rural, donde la ganadería y la agricultura son los motores económicos. La economía sumergida está aquí en manos de las mafias, una seña más de identidad de esta zona de Italia. En cualquier caso, territorios menos desarrollados y más dependientes de los subsidios del gobierno, con unas tasas de desempleo mayor que en el norte, aunque también hay unas pizzas inigualables para orgullo napolitano y unos granizados más próximos a un helado líquido o a un sorbete árabe.
En el terreno de juego, los equipos de las ciudades del norte han sido reflejo de la sociedad. Así, tradicionalmente han sido los más poderosos en términos económicos, los que más han arriesgado con sus propuestas futbolísticas y cuyos cambios han influenciado en el fútbol del sur. Si la Vecchia Signora sobresalía por sus excepcionales jugadores (Platini, Laudrup, Zidane, Nevded), el Milan revolucionó el catenaccio y el fútbol con Arrigo Sacchi, mientras el Inter, más intermitente, ha alternado épocas de esplendor con prolongadas travesías por el desierto. En el sur, solo el Napoli ha conseguido erigirse como un rival de enjundia para pelear el Scudetto a los tres tenores norteños. Por todo esto, el partido que divide a Italia es el Juventus-Napoli, y este domingo juegan sin espacio para el error ante el ritmo vertiginoso de la Roma.
Palabras mayores. El rey del calcio al que derrocó D10S. La estrella de una Juventus fantasiosa ante el redentor que alivió a todo un pueblo. La rivalidad norte-sur se hizo carne y verbo con ellos sobre el campo. Para entonces la Juventus ya era el equipo con más seguidores en toda Italia. Con la llegada de Maradona, el sur se hizo partenopei. Eran años en que todos los grandes jugadores querían jugar en la Serie A, la década de los ochenta fue una época dorada para el calcio tanto por el nivel de juego como por la competitividad de un gran número de clubes que se sumaron a los tradicionalmente grandes.
Con Diego Maradona se alteró el orden preestablecido. Cuando llegó a Nápoles ya era una estrella mundial, y allí trascendió su figura de jugador. Nada más aterrizar lanzó el órdago y se metió a la afición en el bolsillo: “Vengo a pelear el Scudetto a los del norte”. Una declaración a la altura del personaje. El Napoli era hasta entonces uno más de los arrodillados frente a los grandes clubes norteños. Los napolitanos apenas habían saboreado la gloria dos veces en toda sus historia. En sus vitrinas solo lucían dos Coppa Italia, pero la borrachera estaba a punto de llegar. Maradona, genio y figura dentro y fuera del campo, representaba a la perfección la rebeldía del sur, el hombre hecho a sí mismo. Él también había crecido en un lugar inhóspito, sin muchas esperanzas de futuro como cualquier napolitano, aunque a base de gambetas había llegado a la cima.
Su némesis llevaba varios años rompiéndola en Turín. Michel Platini destilaba en su elegante figura todo lo que representaban los habitantes del norte. Ese estilo señorial y aristócrata no le impedía poseer un instinto asesino para el gol. De hecho, cuando llegó Maradona, el ’10’ de la Vecchia Signora ya se había proclamado dos veces capocannoniere de la Serie A y acababa de ser Campeón de Europa con Francia, el mayor éxito de los franceses. La Juventus era la mejor squadra del momento. Durante esa década ganó cuatro Scudettos, la Copa de Europa de la trágica tarde de Heysel, una Copa Intercontinental, una Recopa de Europa y una Copa de la UEFA. Platini no estaba solo. Junto a él, Laudrup, Prandelli, Gentile, Paolo Rossi, Schillacci o Ian Rush, compartieron camiseta junto al genial mediapunta francés.
Contra todos ellos, y contra el Milan de Arrigo Sacchi y contra el Inter de los alemanes, compitió el ’10’ del Napoli. La rivalidad se recrudeció y en las visitas al norte de la bota Maradona y sus compañeros podían leer pancartas como ésta: “Bienvenidos a Italia, lávense”. La respuesta napolitana llegó a la vuelta: “Milano: 500 casos de SIDA, lávense ustedes”. En lo meramente deportivo, Platini alcanzó esa temporada su tercer trofeo de máximo goleador y la Juve se coronó en Europa, pero no pudo revalidar el título de liga. Maradona, que se había quedado a cuatro goles del capocannoniere, solo consiguió que su Napoli fuera octavo, pero él era ya la bandera de un equipo, la luz en San Paolo y la esperanza de todo un pueblo.
El trasvase de poderes no llegó hasta el 86. Mientras Platini seguía coleccionando Balones de Oro, Maradona iba haciendo grande al Napoli. Ese cambio de dinastía comenzó a producirse en el mundial. De allí salió coronado Maradona como el mejor jugador del mundo, acaso el mejor de todos los tiempos, con Platini en tercer puesto. Cumplido su sueño de niño, le quedaba por cumplir la promesa de Ottavio Bianchi, su entrenador en Nápoles: “Yo te entrego el brazalete, pero tú me ganas el Scudetto”. Con San Paolo como fortín, el sur conquisto la victoria y saboreó la gloria por partida doble: liga y Coppa en la 86/87. Aquel 1-3 en el antiguo Comunale con un recital de Maradona fue el golpe encima de la mesa. El Napoli se puso líder y ya no lo abandonó hasta el final de temporada.
Las noches napolitanas se alargaban entonces en Forcella, donde todavía se recuerdan las fiestas de Maradona, rodeado de mujeres y cocaína. Aunque como cantó Pino Daniele, Nápoles se lo perdonaba todo al héroe liberador. Memorables son también sus duelos en la Copa de Europa, frente al Real Madrid de la Quinta del Buitre, por ejemplo. Con la delantera MaGiCa (Maradona, Giordano, Careca) conquistaron el Viejo Continente. En la temporada 88/89 se alzaron con la Copa de la UEFA. Para entonces, con Platini ya retirado entre el hastío y la corona perdida, Maradona era D10S en Italia, tierra de pontífices y mafia. A todos sabía contentar el Diego, que llevó un nuevo Scudetto al sur en la temporada 88/89.
Seis años fueron suficientes para convertir a Nápoles en la ciudad más maradoniana del mundo. Y en la ciudad más mística de todo Italia (cuenta con más de 400 iglesias) la devoción se reparte entre dos santos: San Gennaro y Maradona. Hoy, esa necesidad de creer en algo que les saque de su angustiosa rutina ha llevado a los tifosi celeste a buscar nuevos profetas. En Rafa Benítez han encontrado su mejor guía. Apuesta ganadora de Aurelio De Laurentiis, que le ha dado un megaproyecto con ciertas reminiscencias al pasado. Los goles siguen sonando a tango gracias a Higuaín, la joya de la corona de un equipo al que el técnico español ha dado una pátina de competitividad y orgullo que recuerda mucho a la época dorada de los partenopei.
Su arranque por ahora es el mejor de la historia del Napoli (28 ptos. en once jornadas) y en Champions marcha segundo empatado a puntos con el Arsenal en el grupo de la muerte. Benítez ha terminado de golpe con el 3-5-2 de Mazzari y ha buscado un juego más ofensivo y dinámico. La explosión de hombres como Callejón y la reubicación de Hamsik, más cercano al área, han dotado al equipo de mayor pegada solo superada en el calcio por la Roma. Ambos son los máximos goleadores del equipo en la Serie A con 6 goles. Inler ha recuperado protagonismo en el mediocentro, mientras atrás la defensa de cuatro ha confirmado una de las mayores seguridades de los equipos de Benítez. Férreos en la retaguardia, Maggio, Albiol y compañía han puesto el candado a la portería de Reina. Algo a lo que también ha ayudado el cancerbero, muy cerca de su mejor nivel de la mano de un entrenador que confía plenamente en él.
Los napolitanos volverán a ser recibidos en el Juventus Stadium al grito de terroni (sureños) este domingo, en un partido que se presenta como piedra de toque para aclarar las aspiraciones reales en la lucha por el Scudetto. En esa lucha estará sí o sí la Juventus de Conte, un equipo que tras arrasar en los últimos campeonatos comienza a tener la percepción de que le crecen los enanos. A ello ayuda un inicio titubeante que ha sabido reconducir tanto en Italia como en Europa, donde, aunque último de su grupo, ya depende de sí mismo. Buena parte de esas dudas las genera el bajo estado de forma de Andrea Pirlo, la brújula sobre la que se ha guiado la Vecchia Signora en los últimos años. A falta del relevo, la suma de hombres como Vidal, Marchisio o Pogba han tapado carencias que sobre todo atrás hacen más inestable a los bianconeri. Arriba, la adaptación de Llorente y la irrupción de Tévez han dotado a la Juve de mayor dinamismo y recursos para decidir los partidos.
No será este un partido más. “Ningún país vive el fútbol como Italia y nadie es tan imaginativo, tan farsante y tan estupendo como los italianos”, nos contaba Enric González. Y lo tienen claro en el norte, donde Claudio Marchisio dice no conocer a ningún jugador antipático; otra cosa es cuando habla de equipos: “Ninguno en particular, pero sí un equipo: el Napoli”. También lo tiene claro en el sur, donde ya visten a Rafa Benítez de San Gennaro para reclamar la dosis divina siempre necesaria. Sueñan unos con repetir aquella machada del 86, anhelan otros acabar una vez más con las insurrecciones sureñas. El tiempo parece haberse detenido en Italia, que revive ansiosa y nostálgica un duelo de otra época, el duelo que divide a la bota, el enfrentamiento que resume la idiosincrasia de un país, más allá de la pelota.
* Emmanuel Ramiro es periodista.
– Fotos: Action Images – Reuters
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