Uno es serio y parece que está siempre cabreado; el otro no para de sonreír, dar saltos y pasárselo bien. Uno tiene especial predilección por la defensa y a partir de ahí construye sus éxitos; el otro solo tiene en su cabeza la canasta rival y para encestar a veces transita los caminos más insospechados. Uno permanece casi inmóvil en la banda, dando órdenes y tratando de que la orquesta interprete sincronizadamente la obra que él ha compuesto; el otro revolotea, desafina, cambia de instrumento pero es capaz de tocar acordes imposibles e incluso de protagonizar conciertos memorables. Uno es Tom Thibodeau y el otro es Nate Robinson. Y ambos forman una extraña pareja, mucho más compenetrada de lo que se podría pensar si se analiza a cada uno por separado. Ninguno de los dos imaginaba el pasado verano que a estas alturas de temporada iban a estar en la situación en la que están. Thibodeau, abrazado a un bomba de relojería, a un jugador que cree que siempre está on fire. Robinson, siendo seguramente el elemento más importante en los playoffs de unos Chicago Bulls cuyo mérito aumenta a cada segundo que pasa (solo falta por lesionarse la mascota).
Tom y Nate ya coincidieron en el 2009 en los Boston Celtics, pero el papel que desempeñaba en aquel entonces el jugador de Seattle poco tiene que ver con el de ahora. En los últimos cuatro años, Robinson ha cambiado, aunque no sería una locura afirmar que buena parte de ese cambio ha llegado esta temporada, con Thibodeau muy pendiente de él. “Es diferente. Tiene más experiencia. Y no tenía este tipo de rol en Boston. Creo que todavía está creciendo. Ha tenido algunos partidos realmente buenos, otros no tanto, pero quiero que sea consistente, y quiero que se concentre en su mejora y en el buen funcionamiento del equipo”, pedía el entrenador en diciembre. Y a fe que le ha hecho caso.
Entre ambos han conseguido que la evolución se haya producido sin alterar ninguna de las características del juego de Robinson, esas que lo convierten en imprevisible y espectacular. Precisamente ha sido el espectáculo lo que se ha comido al Nate jugador durante su carrera NBA, algo que de alguna manera él mismo propició a base shows en los concursos de mates. Con él no regía el principio de “sal ahí y haz las cosas bien”, sino el de “sal ahí y diviérteme”. Se esperaba que hiciera algo diferente, que sorprendiera. Eso no ha cambiado, pero hay una diferencia, y está en el banquillo: Thibodeau ha conseguido domar el espíritu salvaje de un jugador inclasificable para que actúe al servicio de uno de los equipos más admirables, duros y con más compromiso del deporte profesional.
* Darío Ojeda es periodista.
– Foto: Lynne Sladky (AP)
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