Todos los caminos llevan a Roma

por el 24 diciembre, 2014 • 13:57

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Nueve de enero de 2012, Emirates Stadium (Londres). Corre la segunda parte del Arsenal-Leeds United y el marcador sigue 0-0. Arsène Wenger decide mover su banquillo y llama a Thierry Henry para darle las últimas instrucciones antes de entrar. En la grada, un niño de 8 años le pregunta a su padre quién es el jugador que va a entrar al campo; el padre le responde que es el jugador de la estatua que está en la entrada del estadio. Diez minutos después, Henry se desmarca por la banda izquierda y a pase de Alex Song marca el gol de la victoria con un suave toque con el interior de la bota al palo largo. Su gol más clásico para hacer enloquecer al Emirates a su regreso cinco años más tarde en una cesión por parte del New York Red Bull. Henry enloquece y lo celebra golpeándose el escudo del Arsenal con fuerza mientras el locutor de la ESPN afirma: «Puede que su figura sea de bronce, ¡pero aún produce momentos inolvidables!».

En las calles de Les Ulis, en los suburbios de París, no hay inmigrantes. Hay franceses, marroquíes, españoles, algerianos y de muchas más nacionalidades que viven aceptando que quienes viven allí son de ninguna y de todas partes a la vez. A ese barrio llegaron los padres de Thierry Henry a principios de los 70 como trabajadores invitados provenientes de Guadalupe y Martinica, territorios de ultramar franceses. En sus calles empezó a forjarse la leyenda de Tití (como le apodó ya de pequeño su padre). Para entender mejor lo que significaba criarse allí, nada mejor que las propias palabras del protagonista:

«Yo no me sentía pobre viviendo en Les Ulis, era todo lo que había conocido. Tampoco sabía lo que era el racismo, fue cuando empecé a jugar con las categorías inferiores de Francia cuando noté las primeras mirada extrañas. Mis padres me protegían de la noche en el suburbio. Yo miraba a mis amigos desde la ventana de casa y me sentía frustrado por no poder salir a jugar con ellos, pero mis padres no querían que entrase en ese juego y la realidad es que ahora muchos de mis amigos de infancia están en prisión».

Su padre estaba obsesionado con que su hijo llegara a ser profesional. Él lo había sido en Guadalupe y quería que diera un paso más allá y llegara a la fama internacional. Tal era la obsesión, que iba por los campos de entrenamiento explicando que era el padre de Thierry Henry cuando este solo tenía 13 años: «Mira bien a este niño, un día será internacional con Francia». Lo que no sabremos es si en sus mejores sueños llegaba a convertirse en el máximo goleador de dicha selección, como consiguió años más tarde.

El caso es que, a pesar de la enfermiza obsesión de su padre, Tití era un portento de técnica y definición, un delantero centro con infinidad de recursos muy por encima del resto de sus compañeros del equipo del barrio. Pero a la vez tenía un grave problema con los resfriados que hacía que se perdiera entrenamientos y partidos. Su padre le decía que tenía que sudar menos y dosificarse, pero eso es imposible cuando se trata de un niño que sueña a todas horas con el fútbol. Para suerte de Thierry, su hermano mayor, Willy, se convirtió en su ángel de la guarda. Después de los entrenamientos siempre le traía toallas secas para que se secara el sudor y sus padres no sospecharan nada. Willy siempre fue su confesor y a quién podía acudir cuando la presión de su padre se volvía demasiado dura. Años más tarde, cuando Henry ya empezaba a ejercer de profesional, le hacía de mánager, pero siempre sin pedir nada a cambio. La prueba es que hoy en día sigue siendo conductor de metros en París. «No quiero nada relacionado con el fútbol. Bueno, aunque a veces conduzco aficionados al estadio de Saint-Denis».

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A pesar de las ayudas de su hermano, los resfriados persistían y el padre de Tití decidió acudir a su madre en Guadalupe. Así fue como en una de sus estancias veraniegas, la abuela de Henry le hizo un brebaje a base de la leche de una planta llamada mallomé que hizo que nunca más volviera a coger un resfriado. Tití nunca olvidaría el origen de su familia:

«A pesar de haber nacido en Francia, nunca he olvidado de dónde son mis padres. Ellos me hablaban en criollo, conozco la música, la cultura… Uno siempre busca sus raíces, y cuando voy allí me siento en paz, me siento desnudo. Después de ganar la Copa del Mundo fui allí. Había celebraciones, pero la mirada de la gente era distinta, era normal. La gente venía a mi casa a cantar, lo celebramos, pero al día siguiente todo volvió a la normalidad. Me descalcé y salí a dar una vuelta con la Vespa, es el paraíso».

Pasaron los años y Les Ulis se le quedó pequeño a Henry. Después de pasar por distintas academias, un ojeador del Mónaco le vio jugar un partido en el que marcó los 6 goles de su equipo y le pidió a su padre que fichara por el club sin necesidad de hacer una prueba. De esta manera fue cómo en 1994, con 17 años, debutó como profesional a las órdenes de un Arsène Wenger que creyó que enganchado a la banda izquierda rendiría mejor por su velocidad, regate y definición. Tití se fue afianzando y contribuyó a la consecución del título de liga en la temporada 1996/97 y al título de campeón del mundo con Francia en 1998, siendo además el máximo goleador del conjunto. En la siguiente temporada fichó por la Juventus, en su peor etapa cómo profesional, ya que apenas se adaptó al juego físico de la liga italiana y al rol demasiado defensivo en el equipo de Carlo Ancelotti.

El momento que cambió la Premier League para siempre. Así es cómo muchos periodistas ingleses definen el fichaje de Thierry Henry por el Arsenal en la temporada 1999/2000. Arsène Wenger decidió rescatarle de la Juventus y darle un nuevo impulso a su carrera recolocándolo a la posición de delantero centro. Wenger quería recuperar su autoestima, hacerle un goleador de nuevo, en definitiva, devolverle el espíritu infantil de las calles de Les Ulis. Tití no daba crédito: había sido campeón del mundo como extremo. Pero como siempre, su admiración y fe ciega en el jefe se impusieron y en poco tiempo el engranaje del mejor Arsenal de la historia empezó a funcionar. Bergkamp, Pirès, Vieira, Adams… Los títulos que llegaron hablan por sí solos, pero el estilo es el que queda, y ese Arsenal no sería lo mismo sin la presencia de su fino estilista, una especie de felino en sus movimientos armónicos, lo más parecido a Roger Federer fuera de las pistas de tenis. «Mi referente siempre fue George Weah. Lo tenía todo, bueno, hasta que llegó Ronaldo, el auténtico, y llevó todo el concepto a un nuevo nivel».

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Con el tiempo, Henry dejó pequeño el viejo estadio de Highbury, igual que Kubala con el campo de Les Corts, y también igual que él tiene una estatua enfrente del nuevo estadio. Los paralelismos con el Barça se iban sucediendo, incluyendo la final de la Champions en París, donde un espléndido Víctor Valdés le sacó un mano a mano que podría haber sido definitivo. En su camino había eliminado al Real Madrid con un gol antológico en el Santiago Bernabéu. Podríamos decir que los caminos estaban trazados. O, parafraseando a Florentino Pérez, que Thierry Henry ha nacido para jugar en el Barça.

Digamos que al Camp Nou llegó tarde, pero a tiempo de redondear una carrera maravillosa: la deseada Champions en Roma, los dos goles el día del 2-6, su conexión con Eto’o y Messi… Tardes maravillosas que ya forman parte de un imaginario culé, una afición que recuerda ese equipo y de algún modo se niega a aceptar que esos tiempos ya son historia.

Después del Camp Nou se marchó a Estados Unidos, exprimiendo sus últimos destellos de calidad en el New York Red Bull. Esa sería ya su última camiseta de fútbol después de 20 años de carrera.

Muchas imágenes de él en el campo han inundado la red los últimos días. Pero yo me quedo con una un poco distinta. Es de la final del mundial de clubes de 2009, en Abu Dabi. Después de la victoria contra el Estudiantes, Guardiola llora en el césped, liberando la tensión de haber logrado lo que parecía imposible. Henry se le acerca y le abraza, y ese instante me recuerda que los grandes jugadores no solo lo son por sus goles, lo son por un legado que queda, que se transmite a los niños que empiezan a jugar en los suburbios de París o en la plaza de un pueblo remoto en las montañas. Ellos quieren llevar el 14 porque lo llevaba Henry y quieren parecerse a él. ¿Por qué? Por que es el delantero del que tanto le han hablado sus padres.

* Lluc Güell es realizador audiovisual.





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