Todo ello

por el 27 marzo, 2013 • 20:06

La nariz sangrante de Luis Enrique. El penalti de Nadal. La mano doblada de Zubi en Nantes. La cara de Collina ante el fallo de Raúl. La desgracia de Amaya en Sídney. Los gritos desesperados de Helguera a Gamal Al-Ghandour. Nuno Gomes celebrando su gol. El llanto de un niño llamado Cesc Fàbregas sobre el AWD-Arena.

Todo ello era mi recuerdo de los veranos con la selección. Momentos llenos de dolor y tristeza por situaciones puntuales que habían cambiado el rumbo de España en la competición y nos habían devuelto a casa antes de tiempo. Muchos meses de ilusiones infundadas, de sueños incumplidos y de cuentos sin comer perdices. Cada año par, al llegar el mes de junio, me sentaba delante del televisor con la esperanza de que no fuera ese el día en que España iba a caer como siempre, a pesar de jugar como nunca. Daba igual quién estuviera en el banquillo y qué jugadores hubiera puesto sobre el césped. Fueran Manjarín, Morientes o Etxeberria, yo iba a apoyarlos desde casa para que mi aliento les empujara a marcar ese gol que siempre estaba a punto de llegar. Todo ello, hasta que Casillas paró aquel penalti a Totò Di Natale.

Una vez la realidad hacía su visita bianual y la selección se despedía más pronto que tarde del torneo que fuese, la rabia y la desilusión se apoderaban de mí y de aquellos que estuvieran conmigo viendo el partido en discordia. Llegados a ese punto, aquel en que veía a la Portugal o Corea de turno celebrando el pase que yo quería más que nada en el mundo, comenzaba a centrar mi ira en el hombre de negro, esa figura llena de maldad antiespañola que se hace llamar árbitro, que pasase lo que pasase, fuera el rival que fuera, iba a pitar en contra de España para rompernos el corazón en mil pedazos, una y otra vez. Y si nos cansábamos de señalar a ese individuo, enemigo público nacional, tocaba recordarle al entrenador que Alfonso debería haber entrado antes; que Juanfran es mejor que Romero; que Raúl no debía jugar por delante de Luis García; que qué hace el tal De Pedro éste jugando. Todo ello, hasta que Cesc le marcó el quinto penalti a Buffon.

Y de nuevo se volvía a empezar. Con la fase de clasificación para el torneo siguiente prácticamente impoluta y un gran amistoso en casa ante una Holanda o Inglaterra hacía que nos lo creyéramos, que esta vez sí, que el chavalín este que se llama Joaquín parece bueno, y es mil veces mejor que Figo y Beckham juntos. Un par de portadas de los grandes periódicos nos hacían sumergirnos de nuevo en el placentero REM en el que nuestro cerebro nos convencía sin esfuerzo de la más que probable victoria española ante los tuercebotas gabachos. Todo ello, antes del 22 de junio de 2008.

En Viena, España olvidó el penalti de Ambrosini a Villa en el minuto 15 porque consiguió eliminar a Italia un día gafado históricamente y a través del más cruel de los medios para nosotros, los penaltis. Ese día, España se quitó cien años de desgracias de encima y por una vez se creyó superior con razón. Desde entonces, dos Eurocopas y un Mundial nos permiten ponernos la camiseta roja de la selección en el extranjero con la cabeza alta, muy alta. Ahora, en vez de esperar al fallo del árbitro o al error del defensa español que nos manda para casa, sabemos dentro de nosotros que en cualquier momento aparecerá Iniesta, Xavi, Xabi, Villa, Cesc, Pedro, Casillas, Navas o quien sea para llevarnos a la siguiente ronda.

Ayer, en Saint-Denis jugó esa España, la que le da igual las decisiones que pueda tomar el árbitro, porque sabe que va a marcar. La que no tiene miedo de los ataques del contrario, porque sabe que Valdés estará ahí para parar. España tiene ahora ese espíritu competitivo que le hace olvidar rápidamente que era penalti y expulsión para Lloris. Hace cinco años, un partido con tamaña decisión equivocada habría desembocado en nervios, tensión y pánico a ser eliminados. Todo ello ahora no importa, porque España sabe que va a ganar.

* Jesús Garrido es periodista.

– Foto: Federico Scoppa




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