Llegará el día en que dar un pase será sospechoso y recibirá el abucheo del público. Un centrocampista decidirá pasarle la pelota a otro y las gradas, repletas de turistas llegados de ultramar, gritarán en su contra, convenientemente adiestradas por todos aquellos que reclaman más músculo. “¡Más músculo!”, escriben invariablemente, así cambien las décadas. Más músculo, proclaman, faltos de la gracia y el salero de Groucho cuando gritaba “¡Más madera!”.
La historia del fútbol empezó a torcerse el día en que Herbert Champan desatendió las admoniciones de la FA británica, que le reprobó públicamente el tipo de juego empleado por su equipo, el Huddersfield, para ganar la Copa inglesa en 1922. Alinear más defensas, cortar el juego y aumentar las brusquedades fueron algunas de las medidas que adoptó Chapman para triunfar, angustiado por la presión de su presidente y afición. Chapman abanderaba el juego ofensivo, pero tanta presión le hizo cambiar de idea y adentrarse en la ruta del conservadurismo. Inventó la WM y ya el fútbol nunca volvió a ser lo que había sido. El propio Champan describió esa amargura con que se reconvirtió: “El nivel de juego seguramente subiría mucho si el resultado final de los partidos no fuera tan importante. El miedo a la derrota y la pérdida de puntos corroe la confianza de los jugadores”. En los años 60 le apostilló el elegante Danny Blanchflower, delicioso centrocampista inglés: “La gran falacia es que el fútbol es en primera y última instancia algo que tiene que ver con el triunfo; el fútbol tiene que ver con la gloria, con hacer las cosas con estilo y elegancia”.
El triunfo es la droga que lo ciega todo: el talento, el estilo, y que impide valorar en su justa medida el progreso de un jugador, su esfuerzo medido en algo más que esfuerzos tribuneros o la solidaridad colectiva que sacrifica el “yo” por el “nosotros”. En estos tiempos en que el dribling ya es viltuperado, cualquier día oiremos que se abuchea un buen pase.
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