Mundial de España’82. Tarde del 5 de Julio. Sobre el césped del antiguo estadio de la carretera de Sarrià, Brasil e Italia despiertan de la siesta a millones de aficionados. Compiten por alcanzar las semifinales, donde ya esperan Polonia y Francia. Por la noche, la Selección española se despedirá del torneo como resignado juez que dirimirá el pase de Inglaterra o Alemania Federal.
Transcurre el minuto 24 de la segunda parte. Antognoni, el fantasista de Italia, controla el balón en la medular, ya en campo contrario. Abre el juego en diagonal a la banda derecha buscando la incorporación de Oriali, pero Junior, el teórico lateral izquierdo brasileño, se anticipa, recupera la posesión y monta el contraataque. A la altura del vértice del área pasa a Eder y este prolonga a Zico. Aparece Toninho Cerezo para apoyar la construcción; conduce más allá del círculo central. Sin dudarlo, el lateral derecho Leandro se suma raudo a la jugada. Recibe y hace la pared con Cerezo, que le devuelve la pelota cerca de la frontal del área italiana. Leandro amaga el control y deja pasar el balón entre sus piernas. Tras él, irrumpe Zico que dispara fuerte por encima del larguero.
Hace apenas un par de minutos que la selección brasileña ha logrado igualar a dos. Un empate que les clasifica para semifinales y elimina a una orgullosa y renacida Italia. Los espectadores están viendo el mejor partido del Mundial. Pero quizás no todos son conscientes de que, en estos minutos posteriores al 2-2, se vive el clímax de la tragicomedia de aquel Brasil del 82 dirigido por Telé Santana. Acaso el pasaje dramático y emotivo de un equipo histórico que no será campeón. Sí, aún falta el desenlace, el marcador cambiará, pero estos momentos grabarán a fuego en la memoria de muchos una forma única, vibrante, en verdad genética, de entender el juego.
Lejos de replegarse o de protegerse con la posesión del balón, Brasil busca el gol que sentencie el partido. Minuto 28. De nuevo Leandro, defensa lateral, se incrusta como falso volante. Pase medido de 30 metros para Junior que está en posición de extremo izquierdo. Le dobla Cerezo, que en aquel equipo es el centrocampista con mayor responsabilidad defensiva. Recibe el esférico y pone un centro que despeja la aguerrida defensa italiana. Cuatro compañeros buscaban el remate dentro del área: Sócrates, Eder, Zico y Paulo Isidoro.
En la siguiente jugada, Italia fuerza un córner, después de que Cerezo intentara ceder el balón de cabeza a su guardameta. Conti coloca un saque pasado pero muy alto. Sócrates salta con Bergomi y despeja de cabeza. La pelota llega a la corona del área donde Tardelli remata de primeras. Paolo Rossi recoge el disparo en el área chica habilitado por Junior y marca el 2-3 definitivo, completando con un hat trick su particular redención. Queda un cuarto de hora y la ofensiva brasileña topa con un muro infranqueable capitaneado por el veterano portero Dino Zoff. Contra pronóstico, la azzurra logra la proeza de eliminar al gran favorito al título.
Mucho se ha debatido sobre los motivos de la derrota canarinha, un equipo heredero natural del virtuoso Brasil campeón en 1970. Sócrates reflexionaría tiempo después que el grupo de 1982 estaba a la altura de sus predecesores, excepto en el oficio competitivo. Los despistes defensivos, la intrascendencia del portero Valdir Peres, la falta de efectividad en el remate -el delantero centro Serginho era un cuerpo extraño en aquel hábitat- o la falta de reflejos de Telé Santana para apurar los cambios y buscar algún revulsivo, son argumentos recurrentes en la obsesiva búsqueda de respuestas a la fatalidad de un equipo de ensueño.
Sin embargo, a la vez que se ha rendido un merecido homenaje a aquellos jugadores, también se ha caído en el error de subestimar y adulterar los méritos de Italia. No fue precisamente el equipo de Bearzot la quintaesencia del catenaccio. Sólo le servía la victoria para avanzar en el torneo y la puesta en escena aquella tarde de Sarrià fue valiente. Italia masticó la jugada que desembocaría en el primer gol: jugada de Conti por la derecha que atrae la atención de los brasileños, cambio de juego a la subida de Cabrini por la izquierda y centro preciso de este al segundo palo que culmina el oportunista Rossi con un testarazo. Billar a tres bandas bien ejecutado.
A partir de entonces, los italianos gestionaron las sucesivas ventajas en el marcador con inteligencia. No aparcaron el clásico autobús delante de la meta de Zoff. Defendieron con prestancia y sin brusquedad -Gentile, que había masacrado a Maradona, no pudo hacer lo mismo con Zico al ser amonestado a los 13 minutos-. Contragolpearon con criterio, sin rifar el balón, sostenidos por el eje Scirea-Antognoni-Conti-Rossi. Y castigaron sin piedad los errores individuales del rival con un Rossi en repentino estado de gracia. Los azzurri, peleados con la prensa tras una primera fase mediocre, alcanzaron la madurez colectiva en el momento oportuno. De Sarrià salieron impulsados hacia el tricampeonato, aunque en el último instante del partido las manos mágicas de Dino Zoff evitaron el cabezazo mortal de Óscar, jugada prodigiosa que recordamos en el presente vídeo:
Al Brasil de 1982 hemos de agradecerle eternamente que nos devolviera la mirada infantil hacia el juego. En aquella época de adolescencia democrática, en España eran escasas las oportunidades de ver por televisión fútbol internacional. A medida que se acercaba la cita mundialista, leíamos con avidez las crónicas de los equipos y los jugadores que iban a competir. Algún fugaz resumen audiovisual. Pero, en general, nos faltaban datos, referencias; nuestra percepción era parcial. Eso contribuyó a multiplicar la expectativa. Aguardábamos el Mundial con la curiosidad del niño que observa la llegada a su barrio de la gran caravana del circo e imagina con qué le sorprenderán los artistas.
Así que cuando se encendieron los focos y Brasil comenzó a jugar, los ojos del niño no pestañearon. La mueca de asombro se dibujó en el rostro, fascinado como estaba por el truco del ilusionista, la valentía del domador o la destreza del acróbata; fascinado por un regate sutil de Zico, un chut envenenado de Eder, una pared imposible entre Sócrates y Falcao, o una arrancada entusiasta de Junior.
El panorama futbolístico de aquellos años era más bien gris, por lo que la propuesta brasileña pronto sedujo a la mayoría de aficionados de todo el mundo. En España, la Real Sociedad había roto la hegemonía de Real Madrid y F. C. Barcelona con un estilo efectivo pero conservador. Sus jugadores eran la base de la Selección Española, que en los amistosos de preparación había despertado muchas dudas en sus prestaciones, lamentablemente confirmadas en el tránsito mundialista. A nivel internacional, el Aston Villa fue el sorprendente campeón de Europa; casi nadie recuerda ningún jugador de aquel equipo. Alemania era el vigente campeón continental pero la baja de Schuster -la pieza más talentosa junto al Balón de Oro Rummenigge- restaba aliciente a su juego, alejado ya del esplendor de los setenta.
Tan sólo Argentina -la fulgurante aparición de Maradona, secundado por Ramón Díaz, disimulaba la decadencia de los Kempes, Ardiles o Bertoni-, la Francia de Platini -que había apuntado buenas maneras en el Mundial’78 pese a caer en la primera fase- y Bélgica -la vigente subcampeona de Europa disfrutaba de su mejor generación de jugadores- parecían apostar por el espectáculo. A la postre, los franceses fueron los que, en una trayectoria ascendente, confirmaron las expectativas y sólo el panzer alemán y un mal arbitraje les privaron de estar en la final del Bernabéu.
Parábolas de la vida y de la suculenta lira, algunos miembros de aquella extraordinaria generación de futbolistas brasileños aterrizó poco después en el Calcio, con distinta suerte. Unos pocos volvieron con su selección al Mundial de México’86, también con Telé Santana en el banquillo. Pero ya nada fue igual. Excepto que el destino quiso que el mejor partido de aquel Mundial tuviera de nuevo a Brasil como coprotagonista, en los cuartos de final, esta vez contra Francia. Fueron los galos -con un estilo inspirado en el fútbol asociativo brasileño gracias al talento de Platini, Giresse y Tigana- los que eliminaron a la canarinha en la tanda de penaltis.
El tercer gol de Rossi hace treinta años fue como el timbre que anuncia el final del recreo. La vuelta a clase, a la academia, a la ortodoxia. La interrupción de un tiempo y un espacio para divertirse e imaginar, donde aquel niño intentaba emular el prodigio de los artistas del circo y de los ases del estadio. Futbolistas que no pudieron añadir una estrella en sus camisetas pero sí en la memoria de los aficionados.
* Gustavo Da Silva es periodista.
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