Hace ya algunos años estuve únicamente separado por un cristal de Pep Guardiola. Fue en el Estadio de los Juegos del Mediterráneo, en un encuentro en el que acudió a la zona de prensa para ver el partido tras ser expulsado por Clos Gómez. Al percibir su presencia, todo el mundo comenzó a hacer fotos y a convertirle en el principal centro de su atención como si fuera un extraterrestre recién llegado a la Tierra. No se trataba de un club de fans suyo, tampoco del Barcelona, sino de un grupo de fieles abonados del Almería que tenía ante sí en el terreno de juego uno de los mejores partidos que jamás se hubieran disputado en esta tierra merced al duelo táctico Lillo-Guardiola. Seguramente ninguno de ellos sintiera una completa devoción por él, mas ello no fue óbice para que quedaran anonadados por su presencia. Y es que la masa social, en gran parte a causa de los medios de comunicación, ha convertido a los iconos futbolísticos, sean ídolos o no, en una especie de semidioses. Sin embargo, son tan humanos como tú y como yo. Simplemente poseen un don especial y la suerte de que se les haya dado la oportunidad de mostrarlo.
Claro que Pep tenía cierta aura mística, cierta presencia demoledora que favorecía ese reconocimiento cercano a la deidad. El mismo fue idóneo para invertir la tendencia autodestructiva de un equipo que lo tenía (casi) todo. Más aún, para cambiar el pesimismo y la negatividad inherentes hasta entonces a una afición y un entorno siempre pendientes del vecino, con una facilidad pasmosa para caer en el victimismo y la negatividad. Hasta tal punto llegó esta transformación que, en una de las derrotas más dolorosas, ningún aficionado culé se hubiera cambiado por uno del Chelsea. El cómo ahora también importaba.
Pero incluso el mismísimo Guardiola era humano. Tanto como para acabar agotado y necesitar tomarse un respiro. Igual que tú o yo muchas veces necesitamos unas vacaciones. Por suerte para el barcelonismo, estas llegaron cuando Pep ya había conseguido todo lo anterior, lo más importante. Para continuar siendo un equipo histórico en aquel momento no se requería de un nuevo líder carismático, sino de uno sencillo, pragmático. De uno completamente humano capaz de alejar del equipo el ensordecedor altavoz mediático. De Tito Vilanova.
Debo confesar que siempre sentí cierta simpatía por él. Tal vez por el hecho de nunca haber dado la nota y de estar en el segundo plano que, valga la redundancia, a un segundo entrenador corresponde -o debería corresponder-. También por ser la persona más cercana al principal arquitecto del mejor equipo que jamás he visto. Por ello, su nombramiento como técnico me pareció que compensaba en gran parte la marcha de Guardiola. No se trata de ser ventajista ahora, sino todo lo contrario. Como humano que soy, me es imposible alcanzar la objetividad, por más que trate de acercarme –aunque sea remotamente– a ella. Tal vez esa subjetividad fue la que me llevó a ver con buenos ojos en todo momento la dirección técnica de Tito Vilanova, llegando a escribir aquel Falsas verdades sobre el Barça de Tito contradiciendo las tesis de maestros como Óscar Cano o Martí Perarnau. Con ello no quiero decir que tuviera razón, ni mucho menos, pues la constante evolución futbolística que se ha producido en el equipo hace imposible saber si ha sido un fruto de un proceso continuo o de un giro de timón.
A lo que me refiero es a que esa subjetividad mía, implícita en cualquier ser humano, me llevó a empatizar con una persona a la que no tengo el placer de conocer. A que no son dioses, por mucho que se les idolatre. Pero que, pese a ello, los sentimos como personas cercanas. Porque un personaje público es un ejemplo, bueno o malo, para la sociedad, y se agradece que su manera de actuar sirva como modelo en nuestras, para el resto del mundo, intrascendentes decisiones. En todos los ámbitos, pues al fin y al cabo la mayor parte de materias de la vida se rigen por puntos comunes. Si El Arte de la Guerra de Sun Tzu es una guía práctica para infinidad de situaciones cotidianas, lo que vemos en el mundo del deporte lo es aún más. Por ello, los sentimos como seres cercanos, y nos es imposible sentir la misma abominable aunque prácticamente imprescindible indiferencia que sentimos por tragedias mucho mayores o por otras personas en las mismas circunstancias cuando la adversidad les golpea.
Porque son humanos, como tú o como yo, a los que la tragedia puede visitar en cualquier momento. Pero, al mismo tiempo, son seres que hacen de su carácter público una virtud al ejercer de manera honesta y brillante su profesión y afrontar con entereza y naturalidad la desgracia. Por ello, todos sentimos una gran alegría al conocer la recuperación de Abidal y una tristeza terrible al saber de la recaída de Tito. Suerte que está Zubizarreta para recordarnos cuál es la prioridad en estos momentos. Suerte que Vilanova va a volver a darnos una lección mucho más importante que las tácticas y que vayamos a poder tener una alegría aún mayor que la tristeza que sentimos ahora dentro de unos meses.
* Rafael León Alemany.
– Foto: Reuters
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