Un podio. Tres atletas. Dos japoneses y un británico. El estadio olímpico de Berlín enmudece con las primeras notas del Kimigayo (himno japonés). El atleta británico mira al frente respetuoso. Los otros dos agachan la cabeza, humillados. No defienden esa patria ni esa bandera que se erige majestuosa al cielo alemán. No son japoneses. El mundo los conoce como Son Kitei y Nan Shōryū, aunque esos tampoco sean sus verdaderos nombres. Engrosarán los libros de historia y estadística como algo que no son, que nunca serán y por eso se avergüenzan mirando al suelo, con un oro y un bronce conseguidos con sudor y lágrimas pero que les pesa cantidad. Estamos en la ceremonia de entrega de medallas de la prueba de maratón de los Juegos Olímpicos de la Alemania nazi. Es el 9 de agosto de 1936.
Veintiséis años antes, Corea era anexionada por Japón. El proceso había comenzado hacía varias décadas, cuando el tratado de Kanghwa permitió a los japoneses utilizar tres puertos coreanos para su comercio exterior. El país del sol naciente había posado sus garras en la península coreana y fue en 1910 cuando se rubricó el pacto, que se convertiría en un auténtico vía crucis para los coreanos. Cuatro años después, en Sinŭiju, capital de la provincia de P’yŏngan, actual Corea del Norte, nacía Sohn Kee-chung. Criado en el seno de una familia pobre, de muy niño trabajaba por las mañanas haciendo recados para una imprenta y por las tardes vendía frutas y verduras para ayudar a la familia, no pudiendo asistir diariamente a la escuela. No había autobús que le llevara a clase, por lo que los 4 kilómetros de distancia entre su casa y el colegio los recorría al trote. Todas las lecciones eran obligatoriamente impartidas en japonés, por lo que su idioma natal pasó a ser algo clandestino que todos los niños coreanos tenían que aprender en secreto. El régimen japonés se había propuesto a deshacer toda identidad nacional y prohibió al pueblo coreano hablar en su lengua, celebrar sus festivales tradicionales, utilizar sus vestidos típicos o cantar sus canciones. La prensa del país estaba atada de pies y manos y el control ejercido por las autoridades japonesas era total, monitorizando y aleccionando a las voces autorizadas del pueblo sobre lo que podían decir o no. La represión era brutal y todo movimiento antisistema era castigado con severidad. Ajeno a lo que sucedía a su alrededor, Sohn solo pensaba en una cosa al salir de la escuela: correr y correr, lo que no gustaba a sus padres, que le compraban zapatos de chica para que le hicieran daño y así no pudiera hacer lo que más le gustaba.
Comenzó a destacar en el colegio, ganando todas las competiciones de media distancia, lo que le animó a seguir con su pasión. Con 17 años Sohn decidió irse a Japón para hacer realidad su sueño de ser atleta. Su entrenador, Il-Sung Lee, pronto advirtió las cualidades de Sohn y se centró en convertir a ese enjuto coreano en atleta de élite. Le obligaba a correr con una mochila llena de piedras y le llenaba los bolsillos de arena para de esa forma aumentar su resistencia y potencia. Los entrenamientos tenían lugar bien entrada la noche, ya que durante el día Sohn trabajaba repartiendo comida japonesa. En su mente solo cabía un pensamiento, igualar los registros de su ídolo, el atleta finés Pavvo Nurmi, ganador de doce medallas entre los Juegos Olímpicos de Amberes, París y Ámsterdam. Estuvo dos años en Japón, volviendo a Corea desilusionado por el trato discriminatorio que recibió por la sociedad nipona y que reforzó aún más su sentimiento nacionalista. De nuevo en la península, con 19 años, Sohn fue admitido en el Instituto Yangjung, una edad tardía para estudiar pero que se había hecho esperar debido a los problemas financieros de su familia. El Instituto Yangjung tenía una gran reputación en formar grandes atletas, sobre todo maratonianos. Allí fue donde Sohn empezó a destacar en varias distancias como los 800, 1.500, 5.000 y 10.000 metros, proporcionándole la chispa de velocidad que luego le sería muy útil para combinar con la resistencia extrema que exige el maratón. En 1933, Sohn comenzó a probarse en maratón con grandes éxitos. Entre 1933 y 1936 participó en doce maratones, ganando nueve y nunca finalizando por debajo del tercer puesto. El 21 de marzo de 1935 estableció un nuevo récord del mundo de la especialidad con una marca de 2:26:14 que solo sería superada por Suh Yun-Bok, uno de los corredores que él posteriormente entrenaría, en la maratón de Boston de 1947, con un tiempo de 2:25:39.
Convertido en el mejor atleta de larga distancia del país, el sueño de Sohn de participar en unos Juegos Olímpicos cada vez estaba más cerca. El problema era que si quería cumplirlo, debía competir bajo bandera japonesa. Sohn quedó tercero en las pruebas clasificatorias para los Juegos de Berlín. Por delante suyo se colocó otro atleta de su país: Nam Sung-yong. Fue en esas pruebas cuando ambos atletas coreanos corrieron por primera vez con sus nombres japoneses: Son Kitei y Nan Shōryū. Los dos se clasificaron para los Juegos. Tamao Shiwaku, nativo japonés, se unió a ellos y los tres constituyeron la representación nipona para la prueba de maratón.
El 1 de agosto de 1936 se inauguraron los Juegos en el estadio Olímpico de Berlín. Corea llevaba 26 años sufriendo el régimen imperial. Desde su llegada a la capital alemana, Sohn Kee-chung intentó demostrar por todos los medios que él no era japonés. Todos los documentos los firmaba con su nombre coreano e incluso solía hacer un pequeño dibujo de su país al lado de la firma, pero todo era en vano. El 9 de agosto, día de la carrera, por mucho que le pesara, era Son Kitei y vestía el uniforme de Japón, con el dorsal 382 en su pecho. Cincuentaiseis corredores participaron en la prueba de maratón, en la que había un claro favorito: el argentino Juan Carlos Zabala, campeón olímpico en 1932 en Los Ángeles y defensor del título. Junto a él, los británicos Ernie Harper y Donald Robertson, los finlandeses Erkki Tamila y Väinö Muinonnen y los sudafricanos Coleman y Gibson eran los rivales a vigilar por los atletas japoneses. Zabala comenzó imponiendo su ley marcando un ritmo infernal que le aupó a la cabeza durante los primeros quince kilómetros, adentrándose en el bosque de Grunewald en solitario. Sohn trató de seguirle la estela, pero Harper, perro viejo en estas situaciones, le dijo: “Tranquilo. Dejemos que se agote”. En el kilómetro 28, Zabala no pudo más y fue superado por el británico y el japonés. Tal fue el esfuerzo del argentino que finalmente tuvo que abandonar. Sohn se puso en cabeza y no la abandonaría hasta llegar al estadio. Su compatriota Nam Sung-yong se aupó al tercer puesto, siguiendo la estela de Harper, que con ampollas en los pies luchaba por mantener su posición. El orden no cambiaría y Sohn Kee-chung se convirtió en campeón olímpico con un tiempo de 2:29:19, consiguiendo la primera medalla de oro en maratón de la historia de Japón y del continente asiático. Fue la primera vez que se bajó de las dos horas y media en una maratón olímpica. Pero no era su nombre el que aparecía en los marcadores del estadio y por mucho que insistía en explicar a los medios que él no era Son Kitei, sus palabras no eran consideradas relevantes por la prensa internacional.
Fue en la ceremonia de entrega de medallas donde los dos atletas coreanos encontraron el escaparate perfecto para reivindicar su orgullo nacional. En el podio, Sohn utilizó el roble en miniatura con el que premiaban al vencedor para tapar la bandera japonesa de su pecho, algo que, por desgracia, Nam no pudo hacer. Cuando sonaron los primeros acordes del himno japonés, ambos atletas bajaron la cabeza, en señal de protesta, para no ver cómo se elevaba al cielo la bandera de un país que no era el suyo. Esa imagen se convirtió en uno de los momentos más memorables de la historia de los Juegos Olímpicos y un preámbulo del poder que otorgaba la gloria olímpica, que luego Tommie Smith y John Carlos utilizarían en su icónico Black Power Salute. Tras la ceremonia, la delegación japonesa celebró una fiesta en honor a los campeones, pero ni Sohn Kee-chung ni Nam Sung-yong se presentaron. Como respuesta a este gesto y al anterior en el podio, las autoridades japonesas entregaron al Museo de Berlín el casco auténtico de la batalla de Maratón con el que Sohn había sido premiado por su victoria. Varias décadas después, en 1980, fue enviado de vuelta a su dueño, que lo donó al Museo de Seúl. Las imágenes de la discordia tardaron dos semanas en llegar a Corea, donde el diario Dong-a Ilbo decidió desafiar a las autoridades japonesas borrando las banderas del sol naciente del pecho de Sohn y publicándolas en portada el día 25 de agosto. La reacción japonesa no se hizo esperar y ocho personas fueron detenidas acusadas de propaganda subversiva y el diario fue cerrado durante un año. No era la primera vez que le sucedía esto al periódico, símbolo de la resistencia coreana al imperialismo japonés. Anteriormente había sido suspendido por celebrar los movimientos civiles coreanos en contra de Japón o por criticar ciertos elementos sagrados de sus colonizadores.
La rebeldía y reivindicaciones de Sohn y Nam les relegó al más completo ostracismo, forzados a abandonar el atletismo por “riesgo a verse envueltos en un movimiento nacionalista a través del deporte”, según Japón, aunque Nam Sung-yong participó en algún maratón tras la capitulación japonesa que puso fin a la Segunda Guerra Mundial. Sohn Kee-chung se apuntó a la facultad de Derecho y trabajó en un banco hasta que no pudo contener más la fiebre del atletismo y se convirtió en técnico del equipo nacional de maratón. En 1947, Suh Yun-bok, uno de sus pupilos, batió su récord del mundo en la maratón de Boston. Un año después, Corea participaría por primera vez en su historia en unos Juegos Olímpicos, ya como país independiente. En Londres’48, Sohn Kee-chung fue el abanderado y se encargó de llevar con orgullo la Taegeukgi (bandera coreana), en un hecho cargado de simbolismo. La delegación coreana inauguró su casillero medallista con dos preseas de bronce en boxeo y halterofilia. Ese mismo año, Sohn se convirtió en el presidente de la Asociación de Deportes de Corea, para la cual reclutó a su compañero y amigo Nam Sung-yong. Sohn continuó toda su vida ligado al atletismo como miembro del Comité Olímpico Coreano y entrenando a jóvenes talentos para la maratón. El momento de mayor alegría en la vida de Sohn se produjo en 1988, en los Juegos Olímpicos de Seúl. Con 76 años, entró en el estadio como último relevista portador de la antorcha olímpica, recibiendo una grandísima ovación de los 80.000 asistentes al evento, reconociendo a Sohn como héroe nacional, una figura inspiradora y el deportista más grande de la historia del país. Se cumplía así uno de los sueños por los que tanto había luchado: el reconocimiento de una nación que cincuenta años atrás vivía oprimida bajo el yugo imperialista y que ese día llamaba a las puertas del mundo con la llama olímpica en sus brazos.
En 1992, Hwang Young-Cho, uno de sus atletas, se proclamó campeón olímpico en los Juegos de Barcelona. Era el primer coreano que conseguía una medalla de oro en maratón según los libros de estadística, aunque su entrenador opinara lo contrario. Para su doble satisfacción, Hwang se coronó medallista por delante de Koichi Morishita, un atleta japonés. En las gradas del Estadio Olímpico de Montjuic se encontraba Sohn Kee-chung, que ante la victoria seguramente afiló la mirada y se imaginó a sí mismo en lo alto de aquel podio cinco décadas antes, con la rama de laurel en la cabeza y esta vez la mirada orgullosa, adivinando el futuro. Sohn Kee-chung falleció de neumonía el 15 de noviembre de 2002 y fue condecorado a título póstumo con el dragón azul, la máxima distinción coreana a nivel deportivo. En su honor se creó en Seúl el Parque Memorial Sohn Kee-chung, donde se escuchará el eco de su voz, altavoz para generaciones y generaciones de deportistas coreanos: “Podrán frenar a nuestros músicos, silenciar a nuestros portavoces, pero no podrán conseguir que dejemos de correr”.
* Sergio Pinto es periodista.
– Foto: Comité Olímpico Internacional – Press Association
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