"La audacia tiene genio, poder y magia. Comienza ahora, ponte en marcha”. Johann W. Von Goethe
En su aplicación al fútbol, la meritocracia consiste en que los jugadores que mejor han rendido en el pasado reciente sean quienes gocen de más oportunidades en el presente. Es un gran criterio, ya que estimula la competencia y evita la relajación. Sin embargo, al convertirse en un criterio absoluto e inamovible, se resquebraja. Lo hace porque parte del principio de que todos los jugadores son iguales, y esta es una de las máximas más absurdas que han imperado en este deporte.
Por suerte, maestros como Pep Guardiola se han encargado de refutarla. Basta con pensar un poco para darse cuenta de que un grupo humano constituido por individuos de distintas edades, niveles socioculturales, educacionales, capacidades intelectivas y sociales, niveles de autoestima… jamás puede ser entendido como homogéneo, y que es la comprensión de esta heterogeneidad la que lo llevará a constituirse como un ente relativamente homogéneo: un equipo.
La relación de lo anterior con el mérito es sencilla: hay jugadores que necesitan de una competencia voraz para sacar lo mejor de sí mismos, mientras que a otros la misma les coarta y les hace languidecer. Mientras unos toman una gran confianza como un motivo de relajación, para otros supone la inyección de moral necesaria para que su invariable trabajo redunde en actuaciones acertadas.
Vayamos más allá: pensemos en el jugador que no se ha esforzado lo suficiente y, en consecuencia, no ha rendido bien. Teóricamente, en este caso no habría excusa, ya que este futbolista ha traicionado la confianza otorgada. Volvamos a ir más allá. Pensemos en nuestra infancia, en nuestra adolescencia o bien en la de otros que tuvimos cerca. ¿Acaso el castigo consiguió corregir cada error? ¿O, por el contrario, mediante un voto de confianza lo reconocimos y, posteriormente, rectificamos? Por supuesto que hay personas con las que sólo funciona el castigo, del mismo modo que con otras no lo hace nunca. Y en la mayoría de los casos varía según las circunstancias. Si castigamos invariablemente al que es potencialmente mejor, estamos castigando invariablemente nuestro interés, que no es otro que alcanzar la máxima competitividad posible.
Siguiendo con el ejemplo del nuevo técnico del Bayern München, en su etapa en Barcelona se distinguió por otorgar un gran valor al mérito por encima de las jerarquías u otros factores, lo que fue un acierto indiscutible. Sin embargo, jamás cayó en la inmovilidad por la que desde ciertos sectores se clama. Si Guardiola hubiera tratado a todos los jugadores por igual, si hubiera hecho uso del principio meritocrático sin ponderarlo con otros, jamás se habría visto una gran versión de Thierry Henry en la ciudad condal, por ejemplo.
Otro caso distinto es el de las selecciones, pero en el mismo roza el absurdo. La mayoría de los aficionados clama por la presencia de los jugadores que más han rendido en sus clubes obviando el estilo de juego del combinado nacional e, incluso, el rendimiento de los mismos futbolistas al vestir la elástica de su país. Estos factores hacen que, en este ámbito, el principio del mérito deba ser mucho más matizado. Del Bosque lo sabe y los aficionados que en la previa le critican durante el partido ven cómo Cesc, Pedro o Arbeloa completan actuaciones que Michu, Rubén Castro o Azpilicueta jamás habrían protagonizado.
En definitiva, el mérito, siempre que se pondere en su justa medida, es un gran criterio para regir un equipo. Sin embargo, cuando se hace del mismo una regla absoluta e inamovible pasa de ser una gran verdad a una soberana memez.
* Rafael León Alemany.
– Foto: AFP
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