Se lo dijo Tyler Durden (Brad Pitt) a Jack (Edward Norton) mientras le destrozaba la mano provocándole una quemadura química en El club de la lucha: “Únicamente cuando se pierde todo somos libres para actuar”. De la misma forma que Durden le alentaba para que abandonase la rutinaria y monótona vida de la que era preso, empujándole a empezar de cero como única forma de soltarse y llegar a ser él mismo, Simeone consiguió en el Bernabéu, por un momento, que Fernando Torres se liberara de todas las ataduras, de todas esas presiones en forma de expectativas creadas –víctima inocente del precio absolutamente desproporcionado que el Chelsea pagó por él hace cuatro años– y volviera a jugar al fútbol con la mente limpia, condición sine qua non para poder alcanzar la inspiración en todos los artes de la vida. Venía de tocar fondo, sin nada que perder, y ver lleno el Calderón el día de su presentación fue una acción más que sumar a toda esa sinergia positiva en la que se ha convertido todo lo que rodea al Atlético de Madrid y el primer paso para potenciar el alma del fuenlabreño, algo mucho más importante de reparar incluso que su estado de forma. Torres es el penúltimo matiz del Cholo. La penúltima variante para seguir siendo imprevisible dentro de ese orden tan asimilado por los jugadores que es capaz de dibujarse de distintas maneras (4-4-2, 4-2-3-1, 4-5-1…) sin perder productividad.
Le preguntaban a Simeone en la Cadena SER hace un par de meses que cómo encajaba que le arrebataran los pilares maestros del equipo a final de temporada –Falcao, Diego Costa, Courtois, Filipe…–, y su respuesta no pudo definir mejor una personalidad tallada en pasión: “A mí me motiva el doble cuando me quitan tantos jugadores. Me encanta. Me encanta porque el fútbol es esto. El fútbol es volver a empezar. Hace que me sienta vivo”. Ese discurso esconde detrás una filosofía muy marcada que se sostiene en el afán de reinventarse para no caer en lo previsible, para tener alerta a sus jugadores; buscar una renovación puntual y continua del plantel que fomente la competencia interna dentro del vestuario, eso que explicó de forma tan cruda en una entrevista a El Gráfico tras ganar la Copa del Rey en el Bernabéu:
«.Si no hay competencia interna, muere el plantel. Es la única situación que fortalece al entrenador después de ganar. Que los dirigentes compren y potencien al grupo. Competencia interna. Es como en cualquier trabajo: si te traen uno que trabaja bien, el culo se te hace así de chiquito; si no te traen competencia, vos hacés lo que querés».
La misma idea que desarrolló unos meses después en una magnífica charla que tuvo con la gran Mónica Marchante:
«La caducidad del discurso del entrenador en un grupo depende del club, porque si sus dirigentes no mejoran el plantel la relación se aplasta. ¿Por qué? Porque siempre es la misma. Si vos sos mi jugador, vos me escuchás todo el tiempo; viene un jugador nuevo, que viene con la cabeza vacía y todo lo que yo le cuento es nuevo para él. Lo voy llenando, lo voy llenando… y el otro si quiere seguir compitiendo sabe que me tiene que seguir escuchando. Ahora, si no viene nadie el jugador que me conoce sabe como pienso porque con el tiempo todos nos vamos conociendo, se va relajando y eso es veneno para el club. El aire fresco te lo dan esos dos o tres jugadores nuevos porque el mismo plantel se va autopotenciando con esa renovación continua».
Si dice esto es porque se sabe bueno, valiente y carismático. Valiente para atreverse a cambiar de perfil de delantero –y por ende la forma de atacar– cuando la plantilla tiene interiorizados ya todos los automatismos para potenciar las características del nueve que abandona el club (Diego Costa), bueno para desarrollar estas nuevas directrices que marcan ahora el ataque colchonero y carismático para convencer al vestuario de que su idea vale. La zancada, vértigo y contundencia de Diego Costa han dejado paso a los centros laterales y a la sublimación de las jugadas de estrategia como armas para marcar diferencias en el marcador.
La banda derecha del Atlético se ha convertido en indescifrable. La sociedad que forman Juanfran y Arda Turan, a la que se suma Gabi descolgándose para crear superioridad –cuando esta no es numérica acaba siendo posicional porque su complicidad, ese saber qué va a hacer tu compañero, es una mina de generar ventajas–, es un martillo pilón que consigue una lluvia constante de balones colgados a distintas alturas que potencia esa insultante superioridad aérea y da sentido a ese ejercicio constante de cargar el área con los Mandzukic, Raúl García o Tiago. Ni la calidad ni el precio pagado por Griezmann nublaron el itinerario del Cholo, que en un principio puso por encima el rendimiento que le daba tener a Raúl García bajándole a la maquinaria armada en el costado derecho los balones largos que llegaban de su defensa y ejerciendo de acertado rematador en el área rival, sabedor de que el momento del francés llegaría más pronto que tarde. Y ya lo tenemos aquí.
Todavía más decisivo que esta mejora en el ataque organizado con las bandas como puñal por donde dañar, en lo que a los resultados se refiere, ha sido la estrategia. De los 19 goles marcados por el Atlético en liga que han cambiado el signo del marcador (que empataban el partido o le ponían en ventaja), 11 han sido a balón parado. Cuesta recordar un equipo tan dominante en esta faceta. Contra esta variedad de jugadas infinita y ante semejantes maestros en la ejecución no hay antídoto. El Atlético huele el miedo de los rivales en estas jugadas, les genera un complejo de inferioridad que le coloca en clara ventaja, y hace bueno aquello que decía Bobby Fischer de que la táctica fluye desde una posición superior.
Todos estos cambios respecto a la temporada anterior se han logrado manteniendo intacta la identidad del equipo, y ahí radica parte de la grandeza de Simeone, que sobre la base de esos espartanos que ponen esfuerzo y talento al servicio del colectivo ha creado un grupo de jugadores inteligentes cuyas ideas ya se confunden con las de su entrenador. Como bloque agotan las virtudes que se le pueden exigir al equipo perfecto: estructurados dentro de una organización de máxima calidad, líneas juntas, capacidad para mantener intensidad y lucidez defensiva prolongadas en el tiempo, estudio del rival para orientar su ataque hacia donde les conviene, presión ordenada, coberturas machacadas en la pizarra, despejes orientados, nadie se descuelga en transiciones y elección de dónde perder el balón evitando arriesgar en zonas comprometidas. Un espectáculo colectivo donde se disimulan los defectos y se potencian las virtudes de cada individuo. Demasiado para ser solo un gran motivador. Demasiado para un equipo que solo juega al pelotazo.
El cubano José Raúl Capablanca es para la mayoría de expertos en ajedrez –incluido el maestro Leontxo García– el mayor talento que se vio jamás sobre los tableros. Su patrón de juego no podía ser más desesperante para el adversario ni más extraño para un tipo tan superior al resto. Ni era un jugador ultraofensivo, ni buscaba jugadas brillantes de cara la galería ni gastaba un estilo recargado, sino que sosteniéndose en un talento innato para no cometer errores y en el desgaste que esto supone para el oponente, detectaba la debilidad del rival y la castigaba hasta conseguir una ventaja que mantenía hasta el final de las partidas. Sobre este modelo de control absoluto de todos los matices –llegó a preguntar de qué equipo iban a ser los recogepelotas en la final de Copa del Rey en la que el Bernabéu ejercía de estadio neutral– Simeone comenzó jugando a ser grande con un equipo mediano hasta convertirse en un grande al que los grandes con pedigrí no quieren ver ni en pintura.
Ser grande estaba por encima de ganar títulos porque implicaba afrontar la temporada como un todo, sin distinguir ni elegir competiciones ni partidos por importancia, siendo la meta inundar la primavera de partidos a cara de perro. No era tema de si jugaban titulares o suplentes porque es imposible encarar semejante desafío con once jugadores, sino de actitud colectiva en cada partido y de compromiso individual para aceptar el rol que se asignara a cada uno. En ese aspecto, desde que salió José Mourinho –esa forma de competir era la gran herencia que había dejado–, el Atlético ha superado al Madrid. Es imposible distinguir entre el nivel de intensidad del Atlético en la final de Champions y el de la ida de octavos de Copa del Rey, pero en el Madrid quizá no sea tan imposible. Como no lo es si se compara con los partidos de Valladolid y Vigo en el último tramo de la pasada liga.
Cuesta entender esa autocomplacencia de un sector importante de la opinión pública que ha encontrado una válvula de escape en el desahogo de partidos venideros para suavizar la eliminación del Madrid. Curiosamente el mismo sector que en agosto alimentaba la ilusión del madridismo ante la oportunidad única de ser el primer equipo en la historia en conseguir los seis títulos en una temporada (recordemos que el Barça de Guardiola no lo logró en una campaña sino en un año natural). Claro que todas las hinchadas prefieren ganar un título a quedarse con la miel en los labios en todos, pero es que esa elección es irreal porque el fútbol es demasiado frágil como para asegurar nada. Todas las campañas para la historia tuvieron equipos que llegaron al tramo final cogidos con pinzas y se sostuvieron porque la fortaleza de la idea colectiva pudo más que las bajas. Saturados de partidos, el Manchester del triplete de Ferguson ganó la Champions de 1999 sin Keane y Scholes; el Barça del triplete de Guardiola, la de 2009 sin Márquez, Abidal y Alves; el Chelsea del doblete de 2012 sin Terry, Ivanovic, Ramires y Meireles; el Atlético ganó la liga en el Camp Nou y rozó la Champions sin Arda Turan ni Diego Costa, y así hasta el aburrimiento, porque nadie dijo que fuera fácil. Cada competición en la que se llega a abril con opciones es una moneda lanzada al aire, y está claro que el que tira una vez y le sale cara vence al que saca tres veces cruz, pero a medio plazo sacara más veces cara el que tira tres veces cada temporada que el que tira una o dos. Y la verdad es que teniendo una plantilla de ensueño con 20 internacionales de primer nivel y un escudo con una responsabilidad y una historia detrás parece un pecado no echar el resto por tirar tres veces.
Pocas noticias mejores en el fútbol que un equipo que consigue bordear la excelencia en un estilo, porque exigirá la perfección del opuesto. Es decir, cuanto más se mejora el arte del repliegue, más se exige en ataque estático, convirtiéndose lo que alguno todavía denomina como antifutbol en el mal necesario –por favor, ¡más males como este!– para que el fútbol suba de nivel y continúe en continua evolución. Se cumplirá aquella máxima de Kasparov que decía –acerca del duelo hombre contra máquina en el ajedrez– que resolver problemas nuevos es lo que nos mantiene en continua progresión como individuos y como sociedad.
El que secuestra el término fútbol asociándolo únicamente con un estilo de juego le está robando la característica esencial a este deporte, que es precisamente donde radica su grandeza: en la posibilidad de poder jugarlo de muchas maneras. El antifútbol es una entrada que pretende lesionar, los piscineros y los indolentes que no se vacían por el club que les paga. A los que no alcanzan a ver un espectáculo en el arte de competir, Tarantino, sin saberlo, ya les respondió sobre ese juego tan aburrido del Atlético de Simeone cuando una periodista le afeó el día del estreno de Kill Bill que hubiera tanta violencia gratuita en dicha película: “Claro que Kill Bill es una película violenta. Pero es que es una película de Tarantino. Uno no va a ver un concierto de Metallica y les pide que bajen el volumen de la música”.
* Alberto Egea.
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