"Se llama genio a la capacidad de obtener la victoria cambiando y adaptándose al enemigo". Sun Tzu
A la manera del cine, que nos legó el intrínseco romanticismo de Casablanca bajo la tierna caricia del “siempre nos quedará París”, hoy que el tsunami Armstrong amenaza con cargarse los carcomidos cimientos del ciclismo profesional, el club de los sentimentales podremos plantar cara a la situación apelando a que siempre nos quedará, en el corazón y en la memoria, la épica de este maravilloso deporte. Ningún deseo de entrar aquí a vueltas con la UCI, la USADA, los motivos, los argumentos, las pruebas o los siete Tours huérfanos, apenas ratificar –y espero que seamos miles o millones– que nunca nos plantearemos tomar a todos los ciclistas por tramposos y que nos negaremos sistemáticamente a creer que el núcleo básico de las dos ruedas transita herido de muerte, podrido sin remedio ni solución. Siempre nos quedará la mística para continuar creyendo en la bondad del pelotón, de sus practicantes de élite –podemos rendirnos ya si renegamos de eso–, y en la bonhomía de los ciclistas. Para decir el primero que se nos viene en mente, no dejaremos ahora de creer y admirar a Joaquim Purito Rodríguez. De esta no arrojaremos la toalla, aunque se trate del enésimo disgusto, como tampoco nos dedicaremos a trivializar sobre tan graves acontecimientos afirmando vitriólicos que ya nos han fastidiado las siestas de julio ante el televisor, por respeto al afecto que muchos profesionales sienten ante los pedales, sentimiento compartido por legiones de incondicionales de cualquier recóndito rincón.
Ni bromas fáciles, ni desánimo absoluto. Nos refugiaremos en el recuerdo y en viejos pasajes, en las epopeyas vividas o transmitidas de la mejor manera que siempre ha gozado el deporte buscando perpetuidad, la vía oral que explica grandes batallas, etapas enormes, de padres a hijos, entre cómplices aficionados amantes de todo tipo. No caeré jamás en la sospecha sobre las pócimas que pudiera tomar Mariano Cañardo para ser capaz de admirar a nuestros ancestros, como tampoco arrojaré ninguna sombra de sospecha sobre la capacidad en el sprint de Miguel Poblet o no revisaré a Pérez-Francés buscando entre los pliegues de su piel. No alteraré un ápice la admiración hacia la figura de Fausto Coppi, ni la reservada a su reverso Gino Bartali. Lejos del deseo ensuciar el recuerdo de cuanto significaron los pulsos entre Bahamontes y Loroño en medio de aquel paisaje gris, como tampoco se nos ocurrirá especular sobre la dieta de los Anquetil y Poulidor, de los Girardengo y Bobet, de los Gimondi y Fuentes, de los Indurain y Delgado, de este, de aquel y del último que subía bidones de agua al frente del pelotón en pleno esfuerzo de carrera. De ninguna de las maneras. Continuaremos ante las exhibiciones, las etapas, las clasificaciones, con ojos de niño, limpios y fácilmente impresionables, deseosos de que esta maravillosa disciplina nos continúa entusiasmando como lo ha hecho toda nuestra vida y mucho antes. La realidad será tozuda, pertinaz, pero a veces hay que soñar con imposibles; es necesario que la épica y el más estricto concepto de fe tomen el relevo a fin de motivarnos a mejorar el ánimo. Ha podido pasar por un montón de enfermedades, algunas graves, pero el ciclismo, tal como lo entendemos y apreciamos, es eterno, no morirá jamás, no puede hacerlo, por mucho que los equivocados quieran emperrarse en ello.
* Frederic Porta es periodista y escritor.
– Foto: AFP
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