Cuando Tiger Woods apenas había sobrepasado los veinte años, concedió una entrevista a Oprah Winfrey en la que reconoció querer convertirse en un overachiever, es decir, un jugador que alcanzara más éxito del esperado. De entre todos los deportes, el golf es de los que más dificultades plantea a la hora de conseguir un calificativo así. Cada semana se celebra un torneo en un campo distinto y el número de participantes acostumbra a ser tan alto que resulta inútil hacer pronósticos; todos están preparados para rendir bien durante cuatro días. Jack Nicklaus, unas décadas antes, lo explicó de la siguiente manera: “Es el único deporte en el que si ganas el veinte por ciento de las veces eres el mejor”.
El objetivo de Woods no era real, tan solo una imagen que en su día proyectó sabiendo que se desvanecería en el presente. Ni siquiera él puede vencer sin haberse convertido primero en aspirante, sin haber perdido muchas veces con anterioridad. Es por ello que la capacidad para olvidar es tan importante en un juego determinado por los errores, donde la más mínima imprecisión termina pagándose con derrotas. Hogan, un poco antes que Nicklaus, habló de los problemas que tenía para aceptar este sino inevitable: “Tengo la tendencia a recordar mis malos golpes ligeramente mejor que los buenos”. El golf es también una lucha del presente contra el pasado, de lo que puede hacerse en el día contra lo que antes no se había logrado.
La primera jornada del PGA Championship estuvo pasada por agua y el campo donde se disputa, el Oak Hill Country Club, notó los efectos de inmediato. Los jugadores se habían enfrentado a un temible adversario durante las rondas de prácticas, que escupía las bolas de unos greenes duros y ondulados y que contaba con un rough lo suficientemente fuerte como para provocar sudores fríos desde el tee de salida. La lluvia, sin embargo, arregló gran parte de estos problemas, humedeciéndolo y facilitando el cálculo de las distancias. Para acercarse al hoyo, solo hacía falta botarla cerca; nada de calcular comportamientos imprevistos. Curiosamente, fueron dos hombres que conocen muy bien el sabor de la derrota quienes se alzaron en primera posición.
El primero de ellos es Jim Furyk, un jugador con un swing tan extravagante que ha llegado a compararse con “un pulpo cayendo de un árbol”. Nada parece guardar armonía en su movimiento. Sus brazos se mueven por un lado y sus hombros giran por otro, mientras la cabeza del palo parece dibujar círculos en el aire. Sin embargo, se ha convertido en uno de los más consistentes del circuito americano. Su única victoria en un grande llegó hace diez años en el US Open, el examen definitivo de precisión. Desde entonces, no ha dejado de intentarlo, una y otra vez. Fue cuarto en el Open Championship en 2006, quinto en 2008, décimo en el Masters y estuvo a punto de rozar de nuevo el triunfo en el Abierto de su país en 2006 y 2007, donde fue segundo. Hace doce meses, salió como líder en el Olympic Club antes de desmoronarse en la última jornada. Sí, Jim sabe perfectamente lo que es ganar menos de lo esperado, pero su capacidad para olvidar y recomponerse le sigue otorgando oportunidades.
Sus primeros 18 hoyos en Oak Hill fueron un despliegue de previsibilidad; toda su vuelta se desarrolló bajo un estricto control. Seis birdies y un solo bogey le permitieron finalizar con 65 impactos (menos cinco), alzándose a primera hora del día como líder del torneo. “Es decepcionante, pero este deporte te puede tumbar”, declaró, como si de un boxeador se tratara. “Si jugara 25 torneos cada año y ganara solo uno durante toda mi carrera sería un enorme jugador. Si lo haces 20 veces en el PGA Tour vas a perder otras 24”. Era el porcentaje del que hablaba Nicklaus llevado al mundo real. “Siempre he sido bueno analizando la situación y descubriendo qué podía hacer mejor. Nunca siento lástima por mí mismo. Un par de días después, me levanto y vuelvo a trabajar duro”.
Dispuesto también a arreglar el lado más oscuro de su pasado se ha erigido Adam Scott, el hombre de la chaqueta verde. Todo parece haber cambiado en su vida tras su victoria en el Masters, pero apenas ha pasado un año desde que el triunfo en el Open se le escurriera de entre los dedos, en los últimos cuatro hoyos de Royal Lytham. Hay algo en sus palabras que recuerda a las de Furyk o a las de cualquier otro que haya perdido una de las oportunidades que Tiger no pensaba desaprovechar, como si hubieran ido a la misma clase. “Cuando consigues que las cosas fluyan en un grande no debes tener miedo, hay que dejar que salgan. Lo hice en Lytham y hoy lo he hecho durante diez u once hoyos”, dijo tras llegar también a los 65 golpes. Durante un tramo de su vuelta, el australiano jugó tan bien al golf que parecía estar dispuesto a desmoronar todos los récords establecidos hasta la fecha. Hasta cinco birdies seguidos, entre el 4 y el 8, le valieron para sacar algo de ventaja ante las tres próximas jornadas, además de para enviar un mensaje a sus rivales: “Sentí que podía hacer el swing libre, pegando justo los golpes que quería dar”. Cuando eso sucede, resulta muy complejo igualarle.
David Hearn y Lee Westwood se han situado terceros con menos cuatro, mientras que Garrigus, Casey, Kuchar, Fraser, Piercy y Day les siguen desde el menos tres. Esto no ha hecho más que empezar, e incluso Tiger desde el más uno tendrá la ocasión de luchar también contra sus oportunidades perdidas, que últimamente son más de las que se esperarían de un portento como él. En esta pugna, entre lo que pudo ser y lo que verdaderamente sucedió, quedará en pie el que recuerde en algún momento lo aprendido, y no lo que se quedó atrás.
* Enrique Soto es periodista.
– Foto: Derek Gee (The Buffalo News)
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