De vez en cuando (casi nunca) algún futbolista saluda nazi. Suele ser en medio del éxtasis de la celebración del gol, que el tipo, enfervorecido por la emoción del momento, saca a pasear el brazo en riguroso ademán. Otras (las menos) basta con que lo sustituyan o expulsen o termine el partido para que enfile el túnel de vestuarios despidiéndose con maneras de senador romano. Y es que los jugadores de fútbol, en tanto que personas, tienen su propia ideología, y siempre se cuela alguna más trasnochada que otra. Lo normal no es mostrarla pero, en ocasiones, la pura felicidad que sigue al tanto hace que el goleador pierda la compostura y ensaye respingos raros, como de Dr. Strangelove.
A día de hoy, ver a un hombre dirigirse al público de esa forma disparatada debería resultar, más que violento u ofensivo, algo bufo, ridículo, de no ser por lo aceptados que están en el fútbol este tipo de comportamientos. Sorprende el modo en el que los estadios han metabolizado como parte de su decorado las manifestaciones fascistas –sean estas del extremo que sean–. Las pancartas, los cánticos y la estética ultra forman parte de la liturgia casi eucarística de cada domingo. Y hay que reconocer que le dan ambiente al asunto.
Las actividades que estos hinchas llevan a cabo cuentan con la connivencia de los directivos de los clubes, de los medios de comunicación, de los aficionados y de los jugadores. Lo aceptamos.
Puede ocurrir entonces –de hecho, ocurre– que el futbolista que comulgue con esas ideas se sienta lo suficientemente respaldado por el ambiente como para atreverse con un gesto así. Puede ocurrir que el tipo se envalentone y acuda raudo al fondo del estadio para arrojar un puñado de alpiste sobre el gallinero de turno.
Enric González lo explica mejor en su libro Historias de Roma y, aunque hace referencia al fútbol italiano, el ejemplo se puede extrapolar –en mayor o menor medida– a cualquier país: “El fenómeno ultra no es espontáneo. Más bien lo contrario. La preparación de coreografías y cánticos, la confección de pancartas, el espionaje de lo que prepara el rival y la coordinación de actividades extrafutbolísticas (por llamar de alguna forma a las batallas campales contra la policía) requieren un mando, una estructura jerárquica y una financiación abundante. Los clubes italianos han sido tradicionalmente generosos con sus aficionados violentos: han pagado trenes especiales, han guardado material bélico de los ultra en sus propios locales y han permitido que gente como los Irreducibili o los Curva Sud vendieran productos del club en el mismo estadio”.
Se impone, por tanto, no fijar la vista exclusivamente en el energúmeno, sino en la ligereza con la que se trata el tema en los despachos. Y no solo allí. También en los periodistas que comparan a entrenadores con dictadores y se quedan tan tranquilos, y los entrenadores que dedican gestos cariñosos a los ultras para quedarse también bastante tranquilos. O, sin ir más lejos, en el primer párrafo de este artículo. A fuerza de caer en esa tibieza, el verdadero significado de los símbolos que adornan las gradas se diluye en la fiesta del partido. El problema no solo es que Giorgios Katidi, jugador del AEK de Atenas, estire el brazo con la palma de la mano extendida hacia abajo, sino que tenga que hacerlo para que nos podamos escandalizar de verdad. Todo queda en música de fondo hasta que en ese gesto (que casi nadie se atreve a hacer) cristaliza la parafernalia de las gradas. Toca entonces agarrar al jugador y pasarlo por la quilla mientras la gente se echa las manos a la cabeza. Como si nadie alcanzase a entender que algo así pueda ocurrir todavía en un campo de fútbol.
* Jorge Martínez es periodista.
– Foto: AP
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