Cristiano nunca tiene suficiente. En la obstinada escultura de su cuerpo se revela la dimensión de su objetivo. Cristiano es un Heracles que quiere ser Apolo, por inmortal y victorioso. Los que ven en él únicamente a un astro arrogante suelen olvidar su insobornable determinación hacia el triunfo. Ronaldo siempre es peligroso porque siempre parece al borde de morirse de hambre, como si la noche anterior se hubiera conjurado a punta de pistola desesperadamente. Su fortaleza es su locura por ser el mejor. Los que le echan la foto en sus bravatas de zona mixta hacen como el tonto que prefiere mirar al dedo antes que contemplar la luna. El chico no parece el sueño de una madre para su hija salvo cuando Jorge Mendes pone negro sobre blanco todo el oro que la estrella portuguesa cotiza a su alrededor. En cuanto al fútbol, Ronaldo parece a veces no entenderlo del todo, pero lo juega como nadie.
En su cruzada personal le delatan sus raíces. El pequeño Cristiano nació a más de 800 kilómetros de la Portugal continental, en la isla de Madeira, y desde pequeño arrastró el estigma de su peculiar acento y procedencia. Para según qué cosas fue como esos lusos internacionales con trasfondo brasileño, como Deco, que coleccionan desprecios de sus colegas por no ser cristianos viejos en la España de los Austrias. Más portugués que nadie, sin embargo, Ronaldo ya lució orgullo macarra en la Eurocopa de 2004, donde él y el pornográfico Quaresma ponían la juventud y el descaro en los costados. Después, en Manchester, Cristiano aprendió a jugar al fútbol. Ferguson dio forma al talento suburbial de Ronaldo y le puso raíles y bielas a una bestia con una evidente falta de paciencia. Puestas las herraduras al potro, Balón de Oro de por medio, Cristiano Ronaldo fue a Madrid como el Bonaparte que dejó Egipto para tomar París definitivamente. Mourinho ha sido un mentor tan ideal para él que desde el primer día ambos parecieron padre e hijo, aunque Mou aún tuviera mucho acero con el que endurecer la voluntad de Ronaldo y no todo fueran carantoñas entre ellos. En España ha hecho dos cosas importantes: ha aprendido a usar al equipo para sí mismo, lo cual introdujo en sus esquemas los conceptos colectivos y vino muy bien a un Madrid convertido en apisonadora. Y en segundo lugar, ha conocido a su Mozart particular, Lionel Messi, que con su presencia formidable eclipsó todas las hazañas del portugués. Tal era el berrinche de Ronaldo que Leo parecía haberle quitado todas las novias, sacado mejores notas, hechos más amigos, plantados más árboles, escritos más libros, comprados más coches, metidos más goles, ganados más títulos.
De un vistazo, el cometido de Ronaldo parece providencial y personalista. Cuando yerra implora al cielo preguntando qué ha hecho mal, como un lamento trágico de reproche a los dioses sumarísimos. Su soledad es su individualismo. Ronaldo es un Atlas que sostiene sobre sus hombros todo el peso de las estaciones, aunque nadie le haya condenado a hacerlo y la situación convenga una mayor distribución de los esfuerzos. Cuando acierta reta al mundo y cuando cae parece a punto de echarse a llorar, tal es su dolor en la derrota. El orgullo de Ronaldo es ser el pobre chico de Madeira, perdido en medio del Atlántico, que se construyó a sí mismo y llegó a ser el mejor sin que nadie le diera por caballo ganador. Ese complejo de inferioridad explica su retórica de reivindicación constante. Interiorizado el rol de Salieri, sobre todo por la supremacía de un Barça de Guardiola por tiempos insuperable, ahora Cristiano espera que la FIFA y ‘France Football’ le devuelvan su chuchería. Si gana de nuevo el Balón de Oro puedo imaginarle como Napoléon en Notre Dame: grave y radiante, arrebatando el galardón a Platini y calando la pelota dorada en sus propias manos sin que nadie se la haya entregado. Sin que nadie pueda interponerse entre él, su vigor y su imperio.
* Carlos Zúmer es periodista. En Twitter: @CarlosZumer
– Fotos: EFE
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