En el quinto partido, Emanuel David Ginóbili (1977) desató los elogios con una actuación normal. Metió 24 puntos, repartió 10 asistencias y le alivió la nostalgia al baloncesto, que venía suspirando por el gran hombre ausente de la final. Hasta ese día promediaba 7,5 en anotación, 3 en asistencias y una larga estela de impotencia. Todos le esperaban tarde o temprano, incluyendo, me atrevo, la parroquia de Miami, que suma la admiración merecida con la lógica contrariedad interesada. Es pésima noticia para los Heat que el narigudo haya recuperado el acierto, pues no son pocas las vías de agua abiertas en el perímetro de Spoelstra. Parker, Green, Neal y Manudo son una pesadilla periférica para cualquier equipo, incluido el vigente campeón, tan largo y atlético.
Ginóbili es un vibrante pedazo de historia con independencia del desenlace de la presente temporada. Actor principal de la gran dinastía baloncestística de los últimos 15 años, Manu siempre ganó. Campeonó todos los títulos posibles con la Kinder de Bolonia –incluida la Euroliga y su MVP– y comandó asimismo a la legendaria selección argentina de la pasada década. Por si fuera poco, protagonizó un aterrizaje modélico en Estados Unidos, aventura, ya se sabe, plagada de razones para el fracaso. Ingresó como promesa sudamericana en el gran equipo de Duncan y Popovich (aún también Robinson) y se ganó tremendo respeto como escolta total (nunca importó si titular o suplente). Listo, blanco y proteico, logró con méritos la compensación técnico-táctica de la inferioridad atlética respecto al jugador afroamericano. El mejor Ginóbili fue explosivo hasta sus límites estructurales –1,98 y 93 kilos– y tremendo lector y facilitador, especialmente en sus fases menos boyantes de motor y chasis. Cumplió los 30 hace tiempo y los años no pasan en balde, pero pese a todo Manu se mantiene en la élite sin mendigar nada. Como los Spurs, destinos unidos, interminables.
Tres anillos adornan esta verdad, que luce ganadora pero especial más allá de las victorias. Se ignora lo que sucederá en la final, pero Ginóbili es memorable al margen de lo contingente. Extrañamente, parece que él pudiera ser cualquiera de nosotros, tan ganador como mundano, como un talento comprensible. Su saña competitiva ha sido el motor de una carrera explosiva pero diésel plagada de complicidad con el espectador. Navarro con turbo y centímetros o el Jordan de Bahía Blanca, tal y como le bautizaron, a Ginóbili le asoma la coronilla despejada por el desgaste de la corona, que lleva más de una década prendida de su cabeza. Rico en honores y ayuno del vigor pasado, sólo queda disfrutarle el tiempo que dure en las canchas, que puede ser un sólo partido o algunas temporadas todavía.
* Carlos Zumer es periodista.
– Foto: Eric Gay (AP)
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