Réquiem por Cadel Evans

por CARLOS ZUMER el 21 julio, 2012 • 19:09

Canción para el ciclista mineral que nunca se rindió. Que con un martillo y un cincel levantó un Tour de Francia para él. Que nunca fue el mejor, pero que por momentos se le pareció bastante.

Habitual del podio pero supuestamente incapaz de ganar, Cadel Evans rondó tanta veces el primer puesto que acabó por parecer un perdedor. Al tiempo dejó su mountain-bike en las llanuras de Canberra y se echó a hacer pedales junto a los mejores corredores del asfalto ancho. Le dijeron tantas veces que nunca atacaba que su cara se volvió pétrea y llorosa, como un lecho de roca preñado de riachuelos. Le tacharon tantas veces de segundón que él, tan sordo como Larry Bird a su alrededor, respondió ganando sin inmutarse, muy honrado, haciéndolo cuando ya tenía 32 años. En efecto, los años le hicieron victorioso. El arcoíris de Mendrisio le dijo a Cadel bajito sobre sus oídos que claro que podía ganar, que la suerte era un fraude de ida y vuelta. En BMC pareció pesarle la urgencia y apostó más fuerte. Atacó. Se jugó más cosas. Lo hizo prácticamente solo, pues su equipo siempre fue un gallinero mal avenido incapaz de ponerse de acuerdo sobre el color de las servilletas.

De súbito, la fortuna le vino al regazo. Después de años de espantarla las cosas fluyeron para Evans. Ganó el Campeonato del Mundo en 2009 después del fiasco de la Vuelta apenas unas semanas antes, con un pinchazo que lo apartó del jersey oro. También ganaría Romandía, y Tirreno, e incluso una espectacular Flecha Valona subida a cuchillo. En 2011, por fin, llegó a París de amarillo, habiéndoselo enfundado justo un día antes en la última crono, con un exiguo margen de un minuto y pico sobre Los Hermanísimos. Muchos dijeron que ganó el Tour llorando, a los puntos. Creo que simplemente fue puntual. Nadie pudo decirle que no lo había trabajado. Había 34 años detrás de sus graves cejas y de su tierno gesto metalúrgico, mucho tiempo de destacar sin consagrarse.

Llegó al Tour 2012 con el respeto ganado y con el indiscutible cartel de vigente campeón. Se batió y fue delante como siempre. Atacó cuando pudo en la montaña. Por momentos, pareció quedarse solo frente al Sky, El Imperio del Cielo. Pero Evans acabó desfalleciendo y cayendo claramente por debajo de su nivel. No era 2009. No era 2010. No era la esquiva fortuna esta vez. Evans séptimo en París era un tierno guiño de ocaso. Evans doblado en la última contrarreloj por su compañero Tejay Van Garderen, maillot blanco reluciente de insultante juventud, era un crepúsculo reposado pero inevitable.

El réquiem no quiere enterrar a Cadel Evans, sino levantar acta sobre su noble cabeceo inexorable. El réquiem no quiere retirarle de la carretera pero sí advertir que, cuando ya has logrado tu gran objetivo, el Tour, a una cierta edad, todo se precipita hacia el final y todo parece encaminado a él. El réquiem no quiere tañer notas de adiós, sino servir digno homenaje a un ciclista que, por una vez, ha dejado de ser competitivo en julio. El réquiem no quiere matar a Mozart sino resaltar la obra de Evans, más de compositor-ciclista de perfil bajo, salieresco según Milos Forman, que de estrella rutilante del pedal. Cadel Evans fue siempre un ciclista unívoco que nunca jugaba de farol salvo por su tosca y esforzada manera de ir en bici, monocorde, que nunca dejaba translucir muy bien cómo iba. Si a los buenos hay que homenajearlos, a los campeones, aunque carentes del brillo catódico y popular, conviene ponerles una partitura que enjugue su austera música de victoria.

* Carlos Zúmer es periodista. En Twitter: @CarlosZumer

– Foto: AFP