Hace un par de semanas acabé mi anterior artículo, que hablaba de deporte y política, nombrando a Àlex Fàbregas, jugador internacional de hockey hierba que justo antes de los Juegos Olímpicos de Londres en los que iba a participar con la selección española dijo lo siguiente al diario Ara: «Juego con España porque es con quien me toca jugar, no tengo otra opción. Mi sentimiento es catalán, no siento lo mismo escuchando el himno español que ‘Els segadors’. Disfruto por mí, por los compañeros, por la gente que va a verme. En todo momento sé que juego para España».
El de las selecciones nacionales es, quizá, el aspecto deportivo más politizado que hay en España (después del Barça, claro). Y tiene su lógica. Es este un país con importantes fuerzas nacionalistas, unas más activas que otras, pero todas, en uno u otro momento, han reclamado la opción de participar con selecciones propias en competiciones internacionales, algo que solo ha sido posible en deportes muy minoritarios en los que no existe federación española o en competiciones al margen de los organismos internacionales más importantes.
Las palabras de Àlex Fàbregas pueden gustar más o menos, pero tienen gran parte de verdad. Si juega con la selección española es porque no tiene otra opción. Eso de «pues si no le gusta, que no vaya», no es tan fácil. Así lo dice la Ley del Deporte. En su artículo 47 especifica las «obligaciones de los deportistas federados respecto de las competiciones deportivas»:
Cuando dice que no le queda otro remedio, está en lo cierto. Solo puede jugar con una selección: la española. Y no solo eso: está obligado a hacerlo. Y su club, que es el que le paga, también está obligado a cederlo. Todo deportista federado tiene la obligación de acudir a la llamada de la selección, para la que trabajará sin cobrar.
Las federaciones son entidades privadas que, además, ejercen «funciones públicas de carácter administrativo», actuando como agentes colaboradores de la Administración pública. Ellas expiden las fichas federativas, sin las que no se puede participar en las competiciones oficiales, y ostentan la representación de España en las competiciones internacionales.
¿Podía haberse negado Àlex Fàbregas a jugar con la selección española? Sí, pero eso le podría haber generado algún problema, como una sanción. Es verdad que podría haber llegado a un acuerdo con la federación para que no lo volvieran a convocar. Pero, ¿por qué iba a hacerlo? Él dejó claro que no le suponía ningún problema jugar con la selección. ¿Debería un deportista quedarse fuera de un gran evento internacional por el simple hecho de no tener unos determinados sentimientos?
¿Qué pasaría si un deportista no acude a la llamada de una federación? Pues que puede ser sancionado e inhabilitado. Uno de los últimos casos es el de la jugadora de voleibol Sara González, que en el 2010 fue convocada por la selección española, con la que ya había jugado más de 100 partidos, y no acudió. En su caso fue por motivos de estudios: ese verano tenía que hacer prácticas. Avisó al seleccionador, pero aun así fue convocada. La sanción inicial fue de dos años, rebajada posteriormente a tres meses. Recurrió al Comité de Apelación y al Comité Español de Disciplina Deportiva, pero la sanción siguió en pie.
Este caso poco tiene que ver con motivos políticos o identitarios, pero muestra perfectamente cómo funciona la norma. Una deportista semiprofesional, cuya actividad deportiva no le da seguramente para vivir, que estudia para asegurarse un futuro y un mejor presente, es sancionada por no acudir para jugar gratis con la selección nacional. Juzguen ustedes mismos si es o no justo.
El problema es la confusión (o la mezcla deliberada) de conceptos como patria, nación, país, estado y selección nacional. De algunas de esas palabras ni siquiera tenemos claro su significado. Leyendo y escuchando a algunos, parece que la selección española es un equipo en el que se tiene que respirar sentimiento, sudar sangre y luchar por tu país. Pues no. Los deportistas compiten por ganar, como hacen en sus clubes. Ni más ni menos. Si además de eso sienten que lo que hacen es importante para su país (a mí que me perdonen, pero no creo que ganar un Mundial lo sea) y eso les hace implicarse más, pues mejor. Eso que gana el equipo.
Jugar en la selección es una aspiración de todo deportista por varios motivos, entre los que destacan dos. En primer lugar, sobre todo si perteneces a un deporte poco iluminado mediáticamente, es una manera de darte a conocer, tanto a posibles interesados en tus servicios como al público en general. Y en segundo lugar, te da la posibilidad de participar en grandes eventos internacionales, como campeonatos de Europa, del mundo o Juegos Olímpicos. Estos últimos, considerados por la inmensa mayoría como el sueño de todo deportista.
Hay quien puede considerar que los Juegos Olímpicos son un evento en el que deportistas de todo el mundo lucha por dejar a su país lo mejor posible. Opinión respetable, sin duda. Yo prefiero verlos como un negocio: una máquina de hacer dinero. En ellos, muchos deportistas luchan por una medalla que les permita instalarse en la historia del deporte y de paso conseguir unos miles de euros que le solucionen el año. El espíritu olímpico hace mucho tiempo que murió.
No se exige un carné de españolidad para jugar con una selección nacional, igual que no se pedía para hacer la mili. Ibas y punto (a no ser que consiguieras librarte). No hace falta demostrar tu españolidad para ponerte la camiseta, el bañador o el maillot de la selección. La época de «cojones y españolía», como le dijo el general Gómez de Zamalloa a Pahíño, ya pasó.
No se confundan: las llamadas patrióticas de Pau Gasol, Rafa Nadal o Andrés Iniesta que hace un tiempo inundaban nuestros televisores no eran sino un anuncio de Nike.
*Darío Ojeda es periodista.
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– Fotos: Mundo Deportivo
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