"El éxito se mide por el número de ojos que brillan a tu alrededor". Benjamin Zander
Admítelo, te encantan. No pasa nada por reconocerlo. Olvida lo que diga la opinión pública y esas corrientes tan ortodoxas aliadas con una virtud tan utópica como la perfección. Esas que saben, en todo momento, qué es lo correcto y qué no lo es. ¡Qué fácil es decirlo desde el sillón de tu casa! Que no os de vergüenza dar un paso al frente y expresarlo abiertamente como ahora mismo lo voy a hacer yo: DIOS SALVE A LOS LOCOS EN EL TENIS. Entiéndanse el atributo loco como ligeramente desequilibrados sobre la pista, proclives a hacer alguna que otra tontería en mitad de la partida, capaces de brillar con tanta luz que los focos se fundan tan solo un segundo después. ¿Ya saben a qué tipo de hombres me refiero, verdad? Yo los denomino jugadores gamba, debido a que al comienzo del convite aparecen de cuerpo entero y al final siempre acaban despojados de su cabeza. ¡Vaya elemento este! La cabeza, ese pilar sobre el que se construye el resto de la obra. Un misterio por descifrar que ha ido ganando peso tras muchos años de evolución y, sobre todo, cientos de casos prácticos que nos ha hecho concienciarnos de su importancia. ¿Se puede triunfar en este deporte sin una cabeza bien amueblada? Traducido en títulos, quizá no; calibrado según el afecto del espectador, no tardo ni medio segundo en afirmar que sí.
El tema me quedó botando después de lo vivido el pasado fin de semana, con las tres coronas puestas en juego el domingo cayendo en manos de jugadores gamba –sí, id acostumbrándoos al concepto–. Quiero centrarme en uno de mis preferidos, el reciente campeón en Bastad. Con Benoit Paire tenemos una buena muestra para desarrollar el prototipo de tenista que protagoniza el artículo. Francés, talentoso, buena planta y grandes condiciones para el deporte… pero una cabeza que dictamina el sino de cada encuentro que disputa, cayendo la balanza más veces del lado de la cruz que el de la cara. Raquetas destrozadas, un par de gritos a la grada o directamente una insoportable desazón por lo que hace, deambulando por la pista sin ni siquiera buscar la bola son algunas de las clásicas actuaciones del oriundo de Avignon, señalado en su corta carrera por su nula capacidad de sacrificio. En su caso, las lesiones también dieron buena cuenta para frenar una evolución que parece ha vuelto a situarse en el sendero adecuado.
Turno de Bernard Tomic, bicampeón en Bogotá, un individuo del que si nos ponemos a contar todas sus hazañas acabaríamos escribiendo una pieza aparte. Al australiano podríamos definirlo como un fenómeno, tanto dentro como fuera de la pista. Con 19 años se metió en los cuartos de final de Wimbledon, donde cayó ante el futuro campeón, Novak Djokovic. Además, también se haría un hueco en el top-30 al mismo tiempo que la prensa ya le vestía como el futuro rey del imperio oceánico, un traje que acabaría descosiendo su delicada mentalidad. Problemas con la ley, desacuerdos con la federación australiana, disputas con su familia, detenciones, denuncias… un sinfín de polémicas para escoger y un hombre empeñado en degustarlas todas. La presión y la fama le tendieron una trampa, su cabeza hizo el resto. En la actualidad, a punto de cumplir los 23 –¡todavía es un niño!– los episodios turbios se mantienen pero con menor asiduidad, así como sus éxitos deportivos, del mismo modo intermitentes.
Con Dominic Thiem, último conquistador de Umag, he sido algo injusto metiéndole en este saco de imprudentes sin apenas motivos. Los siento, Dom, pero había que escribir el artículo sí o sí. El austriaco es el ejemplo más evidente de la irregularidad a la que te obliga tener 21 años y ser considerado para muchos el futuro del tenis a nivel mundial. De momento no cuenta con grandes aventuras para no dormir; su joven pasaporte y su inexperiencia en el circuito es suficiente para hacer que el barco pase por más tempestades que calmas. Pero no se escandalicen, esto ha pasado hasta en las mejores familias. El mismísimo Roger Federer ha rememorado más de una vez sus pataletas a principios del presente milenio, cuando todavía usaba cuerdas de leche. “Fue en Roma, en 2001. Jugaba con Marat Safin y cada uno de los dos se portaba peor que el otro. Tras el segundo set mostraron (en la pantalla gigante del estadio) cómo él se enfurecía, luego cómo me enfurecía yo. Él y yo, él y yo, él y yo… Mientras lo veía, me sentía profundamente avergonzado. Ahí fue cuando me dije: ‘Esto realmente no puede seguir así”. Hasta el mejor escribano echa un borrón, dice el refrán. Solo los mejores dejan de usar la goma.
Por suerte para todos, Roger Federer supo poner remedio a esta serie de comportamientos y lo hizo hasta el punto de convertirse en un ejemplo de elegancia y profesionalidad para millones de jóvenes en el mundo. Pero claro, no todos gozan de esa facilidad para incendiar el disfraz de Mr Hyde. Casos como los de Fabio Fognini, Nick Kyrgios, Fernando Verdasco, Aleksandr Dolgopolov o Ernests Gulbis nos acompañan cada semana con más borrones que versos, ¿por qué? Esa es la gran pregunta y, seguramente, si dejáramos de articularla, los sujetos perderían todo su encanto. Es justo ahí donde reside ese misticismo que rodea a los jugadores gamba, tan impredecibles, tan auténticos, tan habituados a darnos una de cal y siete de arena. Lo sé, reconozco que a veces se pasan de la raya faltando el respeto a los presentes, no he venido aquí a defender lo indefendible. Pero me mantengo: aun con todos esos hándicaps y deslices, me rindo a ellos. Si uno inspecciona detrás de ese largo etcétera de inconvenientes y carencias, se da cuenta de que todos coinciden en una cosa (y me van a perdonar por la expresión): lo jodidamente buenos que son. Ya está, ya lo he dicho. Por supuesto, ninguno se acercará ni un ápice a alcanzar la técnica de Federer, el físico de Nadal o la táctica de Djokovic. Ni nosotros se lo vamos a exigir ni ellos se lo van a proponer. Pero simplemente el hecho de tener en el poder –aunque lo usen a cuentagotas– de dar guerra ante cualquier jugador del vestuario, merece la pena acompañarles en sus éxitos y, sobre todo, en sus frustraciones.
Genios con malas pulgas han existido siempre, no se crean que Gulbis es un pionero en esto de partir raquetas. Aunque sí hay que decir que, en toda esta vorágine evolutiva que ha sufrido el tenis en los últimos 20 años en su búsqueda de la igualdad y la máxima competitividad, hemos perdido grandes dosis de carisma en nuestros players, incluso en la de los bad boys. Hasta para representar el papel de malo hace falta clase, como la tuvieron McEnroe, Safin, Nastase o Ríos, todos acogidos bajo la divinidad del arte de la raqueta y condenados a dejar el deporte con esa etiqueta de impresentables que les impidió ser más grandes de lo que ya fueron. Ahora su legado lo cogen otros como Fognini, Kyrgios, Paire o Tomic, semejantes que, cuando menos lo esperemos, darán un pelotazo y se colocarán al frente de la clasificación. Siempre que la cabeza se lo permita, claro. En cierto modo les entiendo, todos guardamos una ligera cuota de locura ahí dentro, tan fácil de estallar en situaciones de presión como es el deporte. No sé si alguno de estos muchachos llegará a ser leyenda, seguramente no, de lo que estoy seguro es de que son imprescindibles en el circuito. Hoy y en cualquier época. Habrá quien los critique –yo mismo, en muchas ocasiones– por su indolencia e inmadurez, pero no intenten erradicarlos porque los necesitamos. ¡Que no me los quiten!
* Fernando Murciego es periodista.
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