Que gane el mejor

por el 28 enero, 2017 • 4:02

Han pasado casi 24 horas y todavía sigo en blanco. Quisiera analizar por completo la situación, comprender el significado real de un milagro, el que se ha dado en la presente edición del Open de Australia. ¿En serio? ¿En serio Roger Federer y Rafael Nadal van a disputar la final del primer Grand Slam de la temporada? ¡¿En 2017?! […] Igual tendría que haber dejado pasar otro par de días antes de escribir nada. Me gusta el término ‘milagro’ para definir este partido. Hablamos de algo extraordinario (seguramente los dos mejores tenistas de la historia), algo maravilloso (siempre es una delicia verles), y en definitiva, un acontecimiento que no se rige por las leyes de la naturaleza y que se atribuye a la intervención de un Dios o algún ser sobrenatural. En este caso, dos.  Un episodio que en su momento nos hartamos de presenciar, que parecía un saco sin fondo, inagotables ambos, hasta que llegaron las vacas flacas. O mejor dicho, los toros bravos -Novak Djokovic y Andy Murray- para firmar el cambio de turno en el gobierno. La cuestión es que llevábamos desde Roland Garros 2011 sin ver a estos dos pelearse por un major. En 2016, por ejemplo, no les vimos coincidir en ningún tipo de pista o certamen. Llegó a parecer hasta una época muerta, una página leída, superada, olvidada. Los que seguimos fielmente este deporte, solemos decir que nuestra pasión reside en ese factor sorpresa que el tenis contiene y protege hasta el último segundo. Aquí, sin embargo, nos dieron bastantes días para soñar, pero era tan bonito que no podía ser real.

El envite llega en una etapa de máxima puntualidad por parte de los dueños del vestuario. O bien Djokovic o bien Murray se han ido repartiendo el botín durante los últimos años sin ningún tipo de condescendencia hacia el resto. Llegó incluso a peligrar la autoridad de la ATP sobre el circuito limítrofe, la WTA. No hay que irse tan atrás, el pasado Open de Australia. El serbio revalidaba corona repitiendo hasta rival. En el cuadro femenino, Angelique Kerber se licenciaba la misma tarde como finalista primeriza y a la vez campeona de Grand Slam. En aquel momento muchos espectadores giraron la cabeza 180 grados y descubrieron un universo paralelo al que acudir. Siempre había estado ahí, pero nunca amenazó con la revolución. Sin embargo, lo que se nos plantea ahora es un salto emocional hacia el pasado. Recuperar la década más gloriosa del tenis moderno aunque solo sea por un día, por un momento, hasta que el reloj rompa el hechizo. No hace mucho, los habituales insurrectos rabiaban al ver cómo cada domingo, independientemente del torneo, un suizo y un español ampliaban unos metros mas su sendero hasta el Olimpo. Ellos fueron los primeros culpables del presente siglo en transformar la competición en un juego de dos, aunque de una manera tan brillante que no escocía. Ahora, ya con la treintena instalada en ambas carteras, celebramos el penúltimo baile [con estos dos, vete tú a saber].

¿Por qué quiero que gane Nadal? Sencillo. Ante nuestros ojos aparece uno de los deportistas que más ha sufrido el azote de las lesiones y que, sin embargo, nadie se atreve a discutir como mejor deportista español de la historia. Esto, si nos paramos a pensarlo, da un respeto agobiante. Un niño que pasó a ser hombre sin pagar ningún peaje, sin frenos, superando tantos límites y obstáculos como la vida quiso ponerle. Nunca antes el sobrio sonido de una pelota cruzando una red nos había puesto la piel tan altiva, casi pétrea. Claro, era Rafa quien la golpeaba. Llegó un momento en el que solamente oír su nombre ya te llenaba de orgullo, evocaba una armonía y a la vez una fuerza que te despojaba de todo lo demás. Estabas KO, a su merced. Si él corría, tú sudabas. Si él fallaba, tú sufrías. Si él ganaba, su fortuna era también la tuya. Nadal llegó a ser, de alguna manera, parte de cada uno de nosotros, por eso ahora sonreímos al ver que la bestia todavía guarda voz para rugir. Teniendo en cuenta que lleva desde los 16 años poniendo el grito en el cielo, es casi un fenómeno paranormal que no le tengamos ya completamente afónico. No están aquí todos los motivos pero sí las suficientes razones como para sangrar una lágrima al imaginar al balear volviendo a tocar el cielo.

¿Por qué quiero que gane Federer? Muy fácil. En el escenario se abre paso la mayor muestra de talento y perfección nunca antes concebida. Tendríamos que volver a nacer varias veces para encontrarnos semejante caballero dentro de una pista de tenis. Técnica, elegancia, maestría, se viene febrero si sigo enumerando características de este prodigio. El suizo nos enseñó que el trabajo no solamente debe ser efectivo, también puede ser fascinante. Quien más, quien menos, habrá soltado alguna babilla viendo jugar al de Basilea, asombrándose de la manera tan práctica y directa en la que un ser humano podía ir recolectando títulos casi sin despeinarse. Pero si Supermán tenía un punto débil, Federer no iba a ser menos. La llegada de Nadal cambió por completo la facilidad de su ejercicio, llegando a originar ansiedad en la máquina más tranquila y sosegada. Este verano se cumplirán cinco años desde su última gran conquista, un objetivo que hace tiempo evolucionó en utopía. Como si metemos en la nevera a un señor de 35 años durante seis meses y luego le soltamos en las marañas de un Grand Slam. ¿Se imaginan el resultado? Pues denle a suprimir porque igual precipitamos. La realidad de Roger no entiende de números o estadísticas, él siempre estuvo por encima de estas nimiedades. Y aunque el anhelo del #18 lleva más retraso de lo esperado, resulta difícil no volver a hacer chiribitas cada vez que se presenta una oportunidad como ésta.

Igual estos dos últimos párrafos exhiben propiedades contradictorias pero, ¿qué hacer cuando ninguna opción te asegura paz? Qué hacer si veo esa imagen de ahí arriba (Miami, 2005) y me emociono al pensar que pasaron ya doce calendarios desde que se tomó. Saber que ya no volverán aunque todavía estén aquí y que, sin embargo, la vida fue tan benevolente en agregar un nuevo episodio a esta rivalidad. ¿Qué bonito, verdad? Ahora recuerden que uno de los dos tiene que perder. Sí, uno de los dos saldrá de la Rod Laver Arena destruido y ustedes no crean que se van a escapar. Estarán allí, hipnotizados frente al televisor, seguramente confundidos por el choque de emociones. No digo que vaya a ser un día triste, pero tampoco completamente feliz. Os seré sincero, más de uno va a acabar realmente jodido. Del tenis me gustó siempre las etiquetas que arrastraba de deporte sano y justo. Sobre todo justo. Aquí no hay trampa ni cartón, siempre gana el mejor. Pero, ¿y ahora? ¿Qué pasa el domingo? «Disfruta de ambos, Fernando, nos lo pasaremos bien«, me insistió ayer un compañero. ¿Bien? Se olvidaba que estos no son dos desconocidos. Les hemos visto crecer, encontrarse, castigarse, caer y ahora, regalarse un homenaje. Son parte de nosotros. Si uno gana, nosotros ganamos. Y viceversa. ¿Asustados? El lunes me cuentan.

* Fernando Murciego es periodista.

Twitter: @fermurciego




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