"Hay que recordar que quienes escriben para los imbéciles siempre tienen un numeroso público de lectores". Arthur Schopenhauer
Iniesta y Verdú / Foto: Jordi Cotrina (El Periódico)
El Barça grande es juego agregado y viaje colectivo. Es una cordada de montaña, donde todos avanzan atados, con pasitos cortos, sin dejar a nadie rezagado. De ahí que el contragolpe no sea una herramienta abundante en el equipo de Guardiola y que el pase horizontal resulte el intermedio imprescindible para sentenciar en vertical. El Barça es el mejor en fútbol agregado, del mismo modo que el Madrid lo es en juego disperso. Ni a uno ni a otro les sienta bien invertir los papeles y eso es lo que provocó el Espanyol: que el Barça jugase disperso, con las líneas muy separadas y constante verticalidad. Hacia arriba buscando el gol o hacia atrás para evitarlo, la peor especialidad blaugrana: sus defensas odian correr mirando a Valdés.
Sin ninguna duda, es mérito españolista haber impedido la pausa blaugrana. El Barça grande es un equipo que transita con suavidad hasta los últimos 15 metros y ahí acelera. Es el único momento en que lo hace. El resto es control y pausa. Xavi controla y su equipo somete al rival. Con Xavi van Buquets y Messi pegados en el molde. Si el de Terrassa impone su ritmo y el equipo viaja en grupo, atado en la cordada, Busquets es el ancla sobre el que todo gira y Messi es la lanza que aplica el vértigo. Pero el Barça de Cornellà no fue ni un instante ese Barça, sino un conjunto disgregado, encomendado a la verticalidad genética de Cesc, caballito galopante, auténtico cañonero, reconvertido en Platini 2.0 por su llegada golpeadora.
Esa verticalidad no ha sido premeditada (o quizá sí, a la vista de las dificultades para controlar partidos fuera de casa en Liga, Bernabéu al margen), sino consecuencia de las líneas separadas. Es como si el Espanyol hubiese logrado cortar la cuerda que ata a los escaladores del Barça y cada cual hubiese quedado suelto y perdido en medio de la montaña, desperdigados y alejados unos de otros. Y así, la defensa se ha multiplicado como nunca en todo el curso, recibiendo oleadas blanquiazules que los centrocampistas no podían cortar de raíz, incapaces de descifrar el juego entre líneas de Verdú y Sergio García. Y arriba, la verticalidad rayana en precipitación: vértigo sin control. De este modo, el centro del campo, seña identitaria indiscutible del Barça, ha sido sobrepasado por el rival y por el propio Barça, atolondrado en el eje vertical en cualquiera de los dos sentidos, impotente para juntarse, agruparse, viajar juntos y hacerse dueño del balón. Hasta 88 veces perdió el cuero el equipo de Pep, todo un récord negativo, un dato que explica mejor que las palabras esa falta de control y pausa en la que el Barça entregó otros dos puntos, quizá decisivos.
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