"Volved a emprender veinte veces vuestra obra, pulidla sin cesar y volvedla a pulir". Nicolás Boileau
Lo mejor del penalti no es el lanzamiento en sí, sino la reacción de Pirlo tras ver cómo el balón se aloja suave en la portería. Ese perfil griego o romano, milenario en cualquier caso, permanece incólume, como una escultura de mármol. Acaba de clavar un gol perfecto y sublime y no está para nada alterado. Avanza dos o tres zancadas más, por la inercia del trotecillo tranquilo con el que ha atacado la bola y se da la vuelta, sereno y en paz. Ya de por sí es reveladora la forma en la que cruza el campo. Su andar es relajado y con una punzada casi imperceptible de orgullo, como el de “Antoñito el Camborio” cuando caminaba soltando limones para dorar el camino. Ese aplomo contrasta con la urgencia con la que sus colegas, a lo Nino Manfredi en “El Verdugo“, salvan los metros entre el centro del campo y el área. El gesto con el que coloca la pelota, contenido, grave y seductor, encierra una sabiduría melancólica ante la que es imposible no sucumbir, como le sucede al sobreexcitado Joe Hart, con el baile de San Vito metido en el cuerpo hasta que Pirlo lo fulmina con la mirada. La desidia con la que golpea la bola, la escasa altura que coge y la exactitud con la que divide en dos partes exactamente iguales la línea de la portería hacen que sea el mejor penalti a lo Panenka que se ha lanzado nunca, mejor incluso que el del propio Antonín.
La tanda de penaltis, zafia e histérica como lo son todas, queda en silencio cuando Pirlo apaga el fuego que había prendido Inglaterra con una ola de agua helada, como su sangre, que recorre el pasto de punta a punta y deja al estadio sumido en una tibieza humeante que aletarga y atonta, que nos hace babear.
En estos tiempos de histrionismos, crestas y tatuajes, de encararse con cualquiera, de fingir agresiones, de un fútbol atlético e individualista, Pirlo, maduro y reposado, un señor, un hombre, un caballero, reconduce la ruleta de los penaltis y acaba dándole la victoria a Italia. A once metros de la portería saca su tarrito de esencias, apenas moja la punta del pañuelo y lo sacude embriagando a todo un estadio, como hacía Jean Baptiste Grenouille antes de poner a follar a todo París.
* Jorge Martínez es periodista. En Twitter: @JorgeMartnez12
– Foto: Reuters
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