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"La audacia tiene genio, poder y magia. Comienza ahora, ponte en marcha”. Johann W. Von Goethe


Historias

Perfiles de Don Alfredo

por el 6 julio, 2014 • 11:11

Di i la Vieja

Alfredo di Stéfano es una sublime, incomparable obra de arte futbolística reconocida por cualquier escuela, sea clásica, moderna, academicista o en el colmo de la heterodoxia, cubista, pongamos por caso. Perfiles, tantos como los que arroje gentilmente el calidoscopio con el que se le pretenda observar. Enseñanzas, múltiples, ricas y variadas. Molde, único, se acabó con él. Personalidad, de líder absoluto y evanescente, de caudillo si el término no comportara funestas asociaciones. Ha escrito la historia y sus tiempos se lo han agradecido guardándole indiscutible plaza en el Olimpo del sector, tan tacaño a la hora de repartir prebendas y alojar semidioses para la eternidad. Está él, primero en llegar, le siguió Pelé, se puso Cruyff, obtuvo Maradona y recién alcanzó Messi. Nada, un puñado de dedos en una mano que deslumbra sobremanera cuando empiezas a relacionar, aunque sea someramente, cuántos y cuán buenos resultaron los aspirantes rechazados, toda aquella legión de extraordinarios futbolistas de cualquier era que se quedaron en puertas, esperando en segundo nivel pese a sus fantásticos méritos contraídos. Por ejemplo, sin ir más lejos, y por iniciar relato y recorrido, su Pigmalión particular, su padrino y mentor, Adolfo Pedernera, ese a quien apodaban, sabia y perfectamente, El Maestro.

Iniciemos recorrido con él, gracias a la excusa lineal e histórica que brinda Pedernera. Prescindiremos aquí de logros, títulos, estadísticas y galardones, los pueden hallar en cualquier otro lugar, para dedicarnos a lo tangible y, sobre todo, lo intangible, poesía y prosa del personaje. Alfredo di Stéfano es argentino como un asado, lo fue, lo seguirá siendo en posteridad, fruto de mil potreros, astuto como el hambre. Y es Gardel, perdonen la blasfemia, pero es Carlitos con un cuero al pie, también. Se cruzan dos referencias bibliográficas básicas para su mejor y más profundo conocimiento, el Gracias, vieja en hagiografía de Alfredo Relaño y el imprescindible El caso Di Stéfano de Xavier García Luque y Jordi Finestres, dejémoslas en los estantes, al alcance de interesados en ahondar. Decíamos que Pedernera era faro y guía descomunal para el sensacional futbol argentino de la década de los cuarenta, exageración en cualquier sentido sobre la que, por desgracia, tan poco conocemos aquí. Dabas una patada al suelo y surgía prosperidad y talento, se llenaban las canchas de figurones y apodos, de equipazos y locura por el balón. Lo máximo, ya saben, la Máquina de River Plate con Moreno, Muñoz, Pedernera, Labruna y Lostau para cautivar miradas e imaginaciones del aficionado entregado sin reservas morales, del fanático que era feliz gracias a los genios coetáneos del balón. Para mayor realce de su leyenda, dícese que la Máquina apenas carburó junta en diecisiete actuaciones a lo largo de cinco campañas, las suficientes a fin de edificar eterna literatura. Al fin y al cabo, aquí también Basora, César, Kubala, Moreno y Manchón solo cupieron juntos en veintidós alineaciones y aún parecen magdalena proustiana para generaciones de culés.

Di Gol Ein

El caso es que Alfredo, aún con frondoso tupé rubio, se fijó horrores en las maneras, andares y procederes del gran Pedernera, enorme incluso para inventar. No nos pondremos aquí a pontificar qué fue primero, si el huevo o la gallina, para el caso, quien debería llevarse la gloria como inventor del falso nueve, de ese delantero centro que dejó de ser estático para echarse atrás, colaborar en la creación, tirar paredes con los interiores, arrancar de cara a gol dispuesto a asestar el tiro de gracia en carrera. Los herederos del Imperio Austrohúngaro podrían argumentar que fue el gran Sarosi, otros votarán por Sindelar, los italianos presentarán candidato propio y, sin duda, en la América de habla hispana dirán sin admitir discusión alguna que fue Pedernera quien patentó la figura y sus dones característicos. También a él y a su aventajado alumno de apellido trasalpino se le debe la reivindicación de los derechos para futbolistas. En aquella edad de oro se forraban los directivos, más que los clubes, saliendo a taquillazo por velada hasta que Pedernera, Di Stéfano y Néstor El Pipo Rossi mandaron parar. O tocamos más pasta o aquí os quedáis, que los auténticos protagonistas del show se largan en huelga de botas caídas y se os va el invento al carajo. Lo hicieron, vaya si lo hicieron. Tres cabecillas para la revolución, con uno de ellos apenas llegado a la condición de veinteañero, detalle a realzar si queremos saber a ciencia cierta cómo se las ha gastado siempre La Saeta Rubia. Menudo carácter.

Y con sus goles, partieron a otra parte. A la Colombia del avispadísimo Alfonso Sénior, el hombre que convirtió  a los Municipalistas de Bogotá en míticos, eternos Millonarios, y sentó las bases de su pingüe negocio compartido hasta legarnos, también, las excelencias del llamado Ballet Azul, auténtica exageración semidesconocida, otra desgracia, en el Viejo Continente (lean el artículo enlazado y verán que, en efecto, no hay nada nuevo bajo el sol. Ni siquiera el Cosmos de Kissinger…). Cuando la Liga Dimayor resultaba una clara afrenta a la FIFA, cuando el fútbol argentino languidecía al perder el pulso con sus jugadores, cuando las estrellas de la conspiración ganaban en Colombia el dinero debido a su sensacional aptitud, un club llamado Real Madrid decidió invitar a Millonarios para estrenar el nuevo aforo de su estadio de Chamartín, ahora inmenso, y celebrar de paso el primer medio siglo de vida. Di Stéfano los lideró de extraordinaria manera y desde la grada tomó buena nota el secretario técnico del… Barcelona, un tal Pepe Samitier, ni más ni menos. A la que Ladislao Kubala enfermó de tuberculosis, infección capaz de retirar a prodigios físicos en aquellos primeros años cincuenta, el bueno de Sami supo que solo Alfredo sería capaz de llenar ese inmenso hueco.

Di Clàssic

En vuelo rasante, a la velocidad de la luz y pudiendo dar pie a equívocos, sabemos la historia y también sabemos cómo se la tergiversa. Di Stéfano puso pies en polvorosa de Millonarios, se largó a la francesa de allí convencido de que debía hacerlo, tarde o temprano, por decisión de la mismísima FIFA, dispuesta a terminar con mercenarios y piratas. Se avanzó a la jugada, tomó a su esposa e hijas para llegar corriendo a Barcelona, primavera del 53. Los azulgrana pagaron cuatro millones de pesetas al poseedor de sus derechos, River Plate, con problemas añadidos para sacar las preceptivas divisas del país y, de paso, sin atender a las reclamaciones de Senior y Millonarios, que también exigían pedazo de pastel. Resaltemos el papel que se otorgó el régimen franquista, sus estrategias, filias y fobias. El resto, es historia e hizo historia, textualmente, porque nunca en ningún lugar se vio caso semejante, el de un solo futbolista capaz de cumplir con la mitológica tarea de cambiar cómo se redactarían a partir de entonces los renglones de la posteridad balompédica en España, Europa y, por ende, el mundo, como si eso fuera coser y cantar. Tanto significó Di Stéfano, tanto marcó ese fenomenal líder que, sesenta años después de su aterrizaje, aún resulta asignatura pendiente de afrontar. A unos, no les interesa atender. A otros, se cansaron de protestar, pero aún hoy lamentan la alcaldada, especulan con lo que pudo ser y no fue, la unión de dos apellidos de fenomenales resonancias, incluso fonéticas, al servicio del mismo club. Kubala y Di Stéfano nunca se alinearon juntos y aún hoy seguimos sin aceptar los porqués, seguimos sin aclarar lo vivido por nuestros ancestros debido a que lo pasional siempre tapa la fuerza de los hechos, a que la democracia no se impone al dictado del interesado autoritarismo vivido a la sazón. Da igual. Es otra preciosa metáfora cedida por el futbol para reflexión social, sabiendo que tal reflexión jamás se realizará ni aceptará. Ni nada que se le parezca porque España es así y no hay Dios que la pueda cambiar, pues buena está hecha.

Di CE 59

El caso es que don Alfredo se viste de blanco y luce aún medias negras cuando pasa a ser Bernabéu quien le dispensa el sueldo. Aún sigue en boga la vieja guardia nívea, los Muñoz, Zárraga, Molowny y Joseíto, ya acostumbrados al papel de segundones, resignados a dos décadas sin catar un campeonato de liga. A lo largo de doce años de formidable liderazgo se sucederán en el vestuario como compañeros de reparto en la superproducción un montón de glorias y algunos sonoros fiascos, siempre dispuestos a danzar al son que marque el hombre orquesta del balón, el que marca diferencias y define carácter. Porque lo suyo es puro carácter, por encima de cualquier consideración. Di Stéfano ha sido el mayor competidor que jamás haya pisado un campo de fútbol, humana exageración apenas comparable a Michael Jordan sobre los parqués de baloncesto. Si algo resume a ambos es que nunca quisieron perder ni conceder absolutamente nada, ni aire gratis, a los rivales, sin importar que aquello fuera la final europea o un amistoso estival de barrio. Superior a sus fuerzas, marcado a fuego como primer rasgo definitorio, la innata incapacidad de conceder margen para la derrota. Jamás. Alfredo seguía en el potrero, nunca se movió de ahí y de ahí que corriera por cualquier lugar del rectángulo buscando con afán ese balón que le pertenecía, que debía dominar y llevar por donde quisiera. Sacaban el córner en contra y allí estaba, casi bajo palos, alentando a voces su propia retaguardia, dispuesto a despejar por pura fe quitándole el papel al central. Bajaba al centro del campo, lugar donde se cocían los platos de ataque, dispuesto a despertar tanto a pinches como a cocineros si el condumio se retrasaba un ápice en llegar a las mesas, a los clientes, al frente de gol. Bronca a los interiores, piensen, corten, recuperen, suban, lleguen, estén a la altura, honren la zamarra, respeten el club y al que paga la entrada. Le pegaba recto o en diagonal para percutir el carrerón de Gento por la banda, largo el balón aunque preciso, letal para el infortunado lateral, hueso a seguir para el extremo que comenzaba a salivar tan pronto como veía que el líder se perfilaba delineando el lanzamiento en profundidad.

Di taquito

Alfredo Di Stéfano no solo marcó una época en el Madrid. Lo marcó de por vida. Le dio una personalidad de la que carecía, le hizo trabajador, inasequible a la rendición, amante de los arreones, furibundo como un mar en temporal, constante, terco, tozudo, dispuesto. Escribió sus memorias, su Quijote y su biblia. Después, cuando se dedicó a entrenar, redactaría otra enciclopedia de puro sentido común para divulgación entre las nuevas generaciones. El balón, al pasto. No se meta dentro las que vayan fuera, arquero. Todo lo hizo sencillo, sin alardes e incluso el momento de genialidad, un taquito aquí, una volea allá, le pilló sobre la cancha trabajando, como debe ser y obliga la honestidad del profesional. Un panzer de dos piernas, un corsario en perpetuo abordaje, una exageración de voluntad a prueba de cualquier bomba y contingencia, todas ellas superables, un montón de lecciones prácticas y de atajos para no complicarnos la vida, ir rectos, sin trampas y por el camino más corto. Eso era don Alfredo, el don conseguido por respeto a la hoja de servicios, por contemplar ensimismados, hipnotizados,  tan exagerada y honesta práctica. Él siempre ha sido así y no se ha movido un ápice. Él construyó la Capilla Sixtina en diversos lugares y jamás se pavoneó de ello. Cambió el curso de la historia y nunca se le oyó decirlo. Seguramente, porque tenía que seguir trabajando. Único. Excelso. Genio. Paradigma del trabajador decente. Estajanovista del césped. De River a Madrid pasando por Millonarios, catedrático curtido también en mil diversos banquillos. Don Alfredo di Stéfano, nada menos. Y el más, con él, acostumbra a quedarse corto. Pura exageración de personaje, de biografía, de aportación al futbol.

* Frederic Porta es periodista y escritor.





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