“Una sola foto podría cambiar mi vida pero, en Ciudad de Dios, si huyes te pillan y si te quedas, te comen; siempre ha sido así, desde que era un crío.”
De conservar el fútbol brasileño solo una mínima parte, todavía, de la magia legendaria con que nuestros padres llenaron ciertos vacíos afectivos en nuestra infancia, se me habrían ocurrido mil paralelismos para comparar su belleza estética con algunas de las representaciones más perfectas de lo hermoso, todas ellas originarias de ese país encantado que es Brasil; una Galicia gigante, mulata y orgullosa de su sinuoso seseo. Pero por desgracia, la propuesta de Luis Felipe Scolari no puede considerarse futbolística en un sentido estricto de la palabra, y mucho menos puede ser considerada brasileña en ningún sentido, por eso uno debería buscar en los partidos de favela, o en las playas, algún recuerdo de lo que un día aclamamos como el fútbol con mayúsculas, el imperio de la cabriola, el pelo afro y el toque corto; el fútbol brasileño, en definitiva.
“El del balón es Cabeleira. Para contar la historia de Ciudad de Dios primero debo empezar por él.”
A Cabeleira nos lo presenta Fernando Meirelles en su película precisamente así, jugando al fútbol con los niños de la favela, a la espera del resto del Trío Ternura para asaltar la camioneta del reparto de butano. En una escena que supera en mucho la triste ceremonia inaugural ofrecida ayer, Cabeleira patea el balón al cielo, se saca un revolver enorme del pantalón y dispara para acertar en la bola de trapo a la primera. Solo en esa escena encuentra uno más fútbol y más Brasil que en toda la canarinha actual, una selección tan irreconocible que bien podría ser Laos. O Camboya. “Del medio para atrás, Vietnam. Del medio para adelante, explosión”, recetaba el Bambino Veira a los suyos en las charlas previas a los partidos, hace siglos ya; esto es Brasil, hoy.
“Lo único que recuerdo del día que murió Cabeleira, es un montón de gente mirando y una cámara fotográfica. Crecí obsesionado por la idea de tener una.”
Del día que mataron el jogo bonito no recuerdo mucho, pues apenas contaba con cinco años y solo tenía ojos para Naranjito por entonces. Pero me han contado que sucedió en Barcelona, en el demolido Sarrià, y que de tanta sangre brasileña como corrió por las alcantarillas del condado aquel día, brotó casi una década después el joc bonic de Cruyff y el F. C. Barcelona, custodios únicos del fútbol respetuoso con el juego, amantes del pase corto y los centrocampistas por encima del zurriagazo y los delanteros tanque, tan de moda durante años que incluso Carsten Jancker pudo ganarse la vida como futbolista. Al mundial de su país se presenta Brasil con Fred, lo cual quizás no sea motivo suficiente para acudir a la justicia ordinaria, pero sí que debería ser un retrato suficientemente vergonzante para un país que un día se congratuló de ser la patria de Romario o Ronaldo. ¿Un consejo para disfrutar de esto? Calienten un plátano, alquilen Ciudad de Dios, y sigan los consejos de la vecina de Paraíba.
“Ay, hija mía, no conoces las cosas buenas de la vida… A los hombres les encantan estas guarrerías”.
* Rafa Cabeleira.
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