El teléfono móvil vibró sobre la mesa. Era junio de 2011 y José Mourinho descolgó sabiendo muy bien quién llamaba. Jorge Mendes fue breve al otro lado de la línea: “Vete buscando un central”. José estaba tranquilo, pues llevaba días esperando la noticia. De un tiempo a esta parte era la crónica de una muerte anunciada porque la renovación de Pepe se había fastidiado sin remedio. Quiso saber por cuánto lo habían vendido, pero Mendes se hizo el remolón. “No llega a lo de 2007”. Se refería a los 30 millones del Oporto. José apenas gruñó asintiendo y luego estuvo a punto de colgar. Antes, añadió sentencioso. “Tú sales ganando, como siempre. Y el Barcelona también. Del Madrid no hace falta que diga nada. Pero Pepe se va disgustado”. La maniobra de Rosell era arriesgada, pero todo un golpe de efecto. El villano de los cuatro Clásicos en dieciocho días cambiaba de casaca.
La prensa de Cataluña le dio la bienvenida en tres tiempos. Primero se pellizcaron la cara del susto. Saltó la sorpresa por el fichaje bomba y se dedicaron a preguntarse cómo podía haber ocurrido. Luego, superado el periodo de negación, los defectos de Pepe se convirtieron en las virtudes de Pepe. Lo ganó y agradeció con grandes partidos en el centro de la defensa culé, que ya por entonces lampaba con centrocampistas metidos a defensas y etcétera. Sacaba la pelota jugada con la convicción de haber aprendido a besar en la misma verja de La Masia. Pero la tercera etapa del proceso fue la más extraordinaria de todas. Se reubicó el relato de Pepe a golpe de revisionismo, bautizándole como central de raza y defensor redimido de sus pecados blancos de camorra. Se abrillantó su nombre con editoriales, debates radiofónicos, portadas de campanillas, montajes de vídeo apologéticos. Se le colocó en el sagrario de Montserrat. Algunos niños incluso pasaron de Messi y se compraron la camiseta de Pepe en la botiga de Ronda Universitat esquina Plaza Catalunya. “¿Por qué te gusta Pepe?”, le preguntó el padre a su hijo delante de las cámaras del informativo. “Porque Pepe no hace teatro”.
Con todo, el Madrid ganó la Liga 2011/2012. Cuando Cristiano marcó en abril en el Camp Nou, Pepe tuvo una pequeña crisis de fe, como Darth Vader delante de su hijo y el Emperador. Pero siguió mordiendo en el área el resto del partido, vestido de blaugrana con la única certeza de su profesionalidad. El día que su ex equipo se proclamó campeón, Pepe no salió de su casa de Castelldefels. Veía la televisión con la mirada torva de quien se hace demasiadas preguntas. Era mayo de 2012 y se sintió triste. Había vivido en sus carnes la penitencia del puente aéreo, pues ahora en Madrid lucía un cartel de Se busca en todos los salones merengues, mientras en Barcelona se le reivindicaba como un converso ejemplar. En su cabeza zumbó de corrido un carrusel improvisado de imágenes grandiosas con él vestido de blanco, nostalgia traicionera de bossa nova con Pepe en el Bernabéu tomando el área con los dientes afilados y ese furor mercenario tan suyo, de cuando su entrenador era un Bonaparte y no un esteta compulsivo. La melancolía le traicionó tantas veces como duró ese verano de 2012. La Eurocopa le distrajo un poco, pero cuando oyó que lo entrenaría Vilanova, el pobre señor del dedo en el ojo, por poco no sufre una recaída. Menos mal que estaban Xavi e Iniesta para apoyarle, y Dani Alves para sacarlo por ahí de vez en cuando. En diciembre todo terminó de empeorar. Ante la enorme insistencia de los periodistas dio sus tres nombres para el Balón de Oro. Fueron Iker, Messi e Iniesta; cosas del corporativismo. Cuando lo escuchó, Ronaldo borró a Pepe de su agenda y se lo hizo saber inmediatamente.
* Carlos Zúmer es periodista.
– Foto: EFE
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