“La historia de Marco Pantani, su vida, invita a realizar un serio examen de conciencia sobre todo aquello que es el deporte y sobre lo que se mueve a su alrededor”. La frase la pronunció Monseñor Antonio Lanfranchi, obispo de la diócesis de Cesena-Salsina, en el funeral del ciclista, ante más de 20.000 aficionados que acudieron a darle el último adiós a su ídolo. Fue el 19 de febrero del 2004, cinco días después de que el campeón italiano fuera encontrado muerto por sobredosis en un hotel de Rímini, a la edad de 34 años.
La muerte de Pantani no pilló por sorpresa a quienes le querían, que llevaban cinco años observando cómo se destruía lentamente. Un agónico recorrido por el mundo de las drogas que acabó de la peor manera posible. Deprimido, atormentado y enganchado a los tranquilizantes y la cocaína, el ciclista italiano se consumió con la misma velocidad que escalaba montañas. «Me miro al espejo y por más que lo intento me veo siempre con la cabeza debajo del agua», le había confesado dos años antes del fatídico día a su fisioterapeuta Fabrizio Borra.
Antes de todo aquello, Marco Pantani se había labrado un brillante lugar en la historia. Le denominaban el Pirata por la cinta que lucía en la cabeza cuando competía, y ni queriendo hubieran conseguido un apodo que le describiera mejor. Como buen corsario, se desorientaba en tierra firme, lejos de su hábitat natural. Lo suyo era la bicicleta y fuera de ella, en la vida cotidiana, el italiano era un hombre poco afable, cerrado y sumamente desconfiado.
No era alto, ni guapo, ni tenía detrás una historia de superación personal digna de un libro. Ni cánceres, ni enfermedades, ni traumas de infancia. Tuvo una niñez humilde pero feliz y era un estudiante normal, tirando a malo, aunque sin ser un bala perdida. Padecía alopecia desde muy joven, tenía unas orejas enormes y aparentaba 10 años más. Pantani era un hombre normal, lleno de inseguridades y miedos, que se transformaba sobre dos ruedas.
Probablemente, la vorágine de la sociedad actual hubiera devorado a una persona tan frágil. No tenía cualidades para destacar prácticamente en nada, todo lo contrario. Y, sin embargo, siendo niño descubrió en las rampas de Cesenatico que quería ser ciclista y en ello empeñó todo su tiempo. Fue la mejor decisión de toda su vida.
Porque cuando a los once años cambió el fútbol por un sillín nació uno de los mejores escaladores que se hayan podido ver en el ciclismo. Claro que entonces el pequeño Marco no era consciente de aquello. Dejó de lado la pelota porque no era bueno y porque sus compañeros se metían con sus grandes orejas y baja estatura. Haciendo kilómetros en el asfalto, Pantani superó sus primeros tormentos. Así, poco a poco, pedalada a pedalada, fue haciendo de su mejor medicina una forma de vida.
Destacó en la alta montaña, la modalidad más compleja de todas. Hay una realidad innegable en el ciclismo: la montaña es capaz de derrotar a cualquiera. Cuando los corredores afrontan desniveles inhumanos, el aire se acaba, los riñones duelen y un simple kilómetro puede parecer interminable. Por eso, los días de grandes puertos, el aficionado se sienta delante del televisor desde bien pronto. El magnetismo que despiertan las etapas de altura está justificado, ya que las grandes páginas del ciclismo se escriben cuesta arriba. Y el Pirata fue protagonista de unas cuantas.
Allí, cerca de los dioses, donde no hay aire que respirar ni amigos a los que recurrir, Pantani no era frágil ni inseguro, no tenía miedos ni se sentía feo. En las mayores cimas, un hombre normal y menudo, que creció en la casa de sus abuelos entrenando con una bicicleta de mujer que su madre utilizaba para ir a trabajo, derrotaba a la montaña.
Su mito nació en 1994, cuando con 24 años el escalador demostró en el Giro de Italia que Miguel Indurain era humano. Pinchó al navarro y le hizo sangrar como ninguno antes de aquello. Todo ocurrió en la decimoquinta etapa de la carrera, donde los ciclistas ascendían el Stelvio y el Mortirolo, cimas míticas. Pantani venía de ganar el día anterior, pero lejos de desfallecer reventó la carrera con un ataque en las faldas del Paso de Mortirolo.
En aquella subida, de doce kilómetros y un desnivel medio del 11 %, el italiano batió el récord de ascensión y provocó que Eugeni Berzin, campeón a la postre, reventara. Todo quedó de cara para Indurain, que dio caza al Pirata y, con más de 3 minutos de ventaja sobre el ruso, tenía en su mano sentenciar la carrera. Quedaba por delante un pequeño puerto de tercera, de apenas 5 kilómetros, cuando llegó la imagen del año.
Pantani apretó el ritmo e Indurain, un tanto inquieto con su acompañante, intentó seguirle. El esfuerzo le costó una de las mayores pájaras que se recuerdan. Berzin, hundido en el Mortirolo, fue capaz de recortarle dos minutos y medio al español en esa última subida, donde Pantani ganó la etapa y accedió al segundo puesto de la clasificación, que ya no abandonaría. El Pirata había fulminado cuesta arriba a los dos grandes favoritos de la carrera. Aquella presentación en sociedad fue la primera exhibición de muchas.
Fue tercero en el Tour, con el premio al mejor joven de la carrera. Al año siguiente, con 25 primaveras, volvió a la Grande Boucle y se hizo con dos etapas, una de ellas en el mítico Alpe d’Huez. Parecía el despegue definitivo de un ciclista meteórico, cuando un espectacular accidente en la Milán-Turín le dejó al borde de la retirada.
Pero Pantani no perdía contra la carretera. Era un hombre frágil e inseguro con los pies en el suelo, pero no sobre dos ruedas, y por eso peleó. Mucho. Un mes, dos, tres… así hasta pasar todo 1996 en blanco y volver un año después confirmado como el gran ídolo del pueblo. Ya sin pelo y con el pañuelo en la cabeza, volvió a ganar dos etapas en el Tour (de nuevo Alpe d’Huez), donde fue tercero. Nada pudo hacer ante un joven contrarrelojista llamado Jan Ullrich. Con todo, el italiano, con sus ataques lejanos, se ganó la admiración del mundo entero.
Y entonces llegó 1998, su gran año. El Giro de Italia no estaba diseñado para él, y algunos incluso le recomendaron guardar fuerzas y reservarse para Francia, pero fue inútil. Pantani era italiano y nunca diría no al Giro. «Con la montaña no le valdrá», pensaron algunos, pero se equivocaron. Ganó la carrera en lo alto (dos etapas) y viajó al país galo con la intención de hacer doblete.
La hazaña parecía imposible. El Tour era una carrera diseñada para corredores completos, que se defendían bien cuesta arriba y destacaban especialmente en la contrarreloj. Indurain, Riss y Ullrich, últimos ganadores, eran la prueba viviente de que el ciclismo había cambiado. ¿Podía un escalador puro, que perdía minutos y más minutos contra el crono, proclamarse campeón?
Todo se resume en la decimoquinta etapa, entre Grenoble y Les Deux Alpes, una de las más grandes que se recuerdan en el ciclismo moderno. Ullrich era líder, con más de tres minutos de ventaja sobre Pantani, a cinco días de una contrarreloj de 52 kilómetros en la que podía meter una buena minutada a su adversario. No parecía que el liderato del alemán corriera peligro, ni siquiera pese a la infernal climatología de aquel día. Lluvia, niebla y frío, mucho frío. El mejor de los escenarios posibles para la épica y un Pirata con ganas de pelea.
En las primeras rampas del Galibier, con muchos kilómetros por delante para la línea de meta, Pantani agarró los cuernos de su manillar y, balanceándose sobre la bicicleta, lanzó un ataque que ningún favorito quiso seguir. El líder alemán aguardó paciente. Un minuto, dos, tres… en la cima del puerto Pantani ya era líder, abriendo una brecha de 30 segundos por kilómetro. Ullrich estaba tranquilo; quedaba mucho y una contrarreloj.
Pero nada pudo hacer. Pantani volaba, parecía ir cuesta abajo, mientras el líder alemán se hundía en su batalla contra las rampas. Cuatro minutos, cinco, seis… así hasta un total de nueve. Ullrich pedaleaba agonizante, completamente descompuesto por las carreteras francesas. Pantani ganaba de nuevo a la montaña, a la climatología y a rivales con mejores cualidades. Sólo los dioses por encima suyo. El ciclismo le había desafiado y él había salido victorioso. Indurain, Berzin, Tonkov, Zülle, Ullrich… todos superados por un pequeño gigante. La montaña, capaz de derrotar a cualquiera, no podía con él. Giro y Tour en el mismo curso, con apenas 28 años.
El cuento de hadas se truncó meses después en el Giro de Italia. En los Dolomitas, anteúltima etapa, Pantani marchaba líder con una ventaja insultante tras lograr cuatro victorias en alto. Confirmado ya como el mejor escalador de su época y uno de los mejores de la historia, el italiano iba a lograr su segunda maglia rosa sin despeinarse. Y entonces llegó el escándalo. 50’2 de hematocrito en un control. Alto, muy alto. El dopaje, el maldito dopaje, que había teñido de negro el ciclismo un año antes con el caso de Festina, aparecía de nuevo. Expulsado de la carrera y arrastrado por la policía ante miles de cámaras, el ídolo de todo un país comenzó un declive imparable.
Llegó el turno de la prensa, la misma que le encumbró a los altares. Esa mal enfocada tolerancia cero que no tiene piedad. Pantani fue la diana de firmas influyentes que no dudaron en hacer de él un juguete roto. Los paparazzi le perseguían allá donde iba. La destrucción total del mito, mientras Italia lloraba. Un castigo feroz y quizás desproporcionado.
¿Por qué, Marco? ¿Por qué tomar EPO con la carrera sentenciada? Él lo negaba y aún hay quienes lo niegan. Se habla de apuestas ilegales. Se dice que alguien apostó dinero a que el Pirata no ganaría aquel Giro cuando iba líder con más de 5 minutos de ventaja. Ni una sola prueba. Tampoco de dopaje, ya que nunca se pudo demostrar. Daba igual, porque el daño ya estaba hecho. Aquella mañana de junio de 1999, el Marco Pantani que había nacido a los 11 años en Cesenatico murió para siempre.
Porque Pantani era frágil, inseguro y miedoso. No era Jan Valjean ni Edmon Dantes. Capaz de derrotar a la montaña, sólo era un hombre normal con los pies en el suelo. Decía Rocky que nada golpea más fuerte que la vida y al italiano le endosó un impacto mortal.
Él, que no había conocido más que la bicicleta, se vio perdido sin ella, igual que un pirata en tierra firme lejos de su barco. Sin equilibrio, no necesitó condenas ni sanciones largas. De hecho, ni siquiera fue sancionado, pero daba igual. El acoso de la prensa italiana y las acusaciones sobre su figura le habían torturado sobremanera. Se refugió en su novia y amigos, que entendieron que la cocaína era el mejor remedio para su atormentado corazón: «Toma esto, te sentará bien». Y tras aquella primera raya cayó en las fauces de un monstruo que lo devoró.
Deprimido, comenzó entonces a matarse a sí mismo, aunque aún tuvo tiempo para una última exhibición en el 2000, donde ganaría dos etapas del Tour, lo que fue una pequeña venganza, después de que un año antes le dejaran fuera de la carrera. Llegó sin prepararlo, sin un objetivo, y aun así fue un quebradero de cabeza para Lance Armstrong, campeón final.
Juntos firmaron otra de las páginas más recordadas del ciclismo, cuando Armstrong, vestido de amarillo, dejó ganar en la línea de meta de Mont Ventoux al campeón italiano. Aquello, lejos de ser una muestra de respeto, fue una humillación, ya que al finalizar la etapa el americano insinuó que le había regalado la etapa porque era inferior e incluso vaciló a Pantani refiriéndose a él como il elefantino, apodo que hacía referencia a sus orejas y que el italiano odiaba.
Aquello encendió al Pirata, que se sintió insultado. Era un campeón, uno de los grandes, y no quería migajas de nadie. Así que hasta el final de la carrera se puso como objetivo amargarle la vida al sheriff norteamericano. Al día siguiente, Pantani volvió a atacar a Armstrong y entró por delante en línea de meta. El líder se enfadó y casi llegan a las manos.
Conseguiría su segunda victoria en la decimocuarta etapa, ascendiendo al sexto puesto de la general y con el segundo a menos de dos minutos. Tenía el podio a tiro, pero eso no le interesaba. Había echó sudar a Indurain, a Simoni y a todos los que se le habían puesto por delante, así que Armstrong, que le había humillado, no iba a ser menos, aunque pareciera imbatible.
Así, un día después de repetir victoria, Pantani intentó dinamitar la carrera con un ataque a 130 kilómetros de meta. Un ataque suicida, kamikaze, pero que puso nervioso al líder de la carrera, impertérrito hasta entonces. Probablemente, la historia hubiera sido distinta si algún aspirante a la victoria final hubiera acompañado al italiano, pero todos plegaron velas y se refugiaron en un pelotón en el que Armstrong cortaba el bacalao. Cobardes todos, ni siquiera el temor del resto nos privó de ver al americano nervioso, dando órdenes a sus hombres y gritando por el pinganillo. Fue una de sus peores jornadas encima de una bicicleta. El Pirata le había pinchado y le había hecho sangrar.
Aquel día Pantani desfallecería y abandonaría el Tour. Continuó corriendo, pero muy lejos de su nivel. Estaba inmerso en la batalla contra las drogas, que nunca ganaría. Muchos escándalos, demasiados. Para el año 2004, su novia, a la que amaba con locura, no le cogía el teléfono, los patrocinadores le habían abandonado, sus amigos, antes muchos, se contaban con los dedos de una mano y sus padres hacían lo imposible para evitar que tuviera acceso a las drogas. Imposible, una terrible depresión lo aniquilaba.
Sacó 20.000 euros y se fue a un hotel de Rímini. Pesaba 30 kilos más que cuando corría y cuentan los camareros del lugar que alternaba momentos de lucidez y locura. En una de sus mezclas de barbitúricos y cocaína su cuerpo dijo basta y Pantani murió. No habían pasado ni tres meses desde la muerte de El Chava Jiménez, otro brillante escalador consumido por la depresión.
Pantani murió solo, pero nunca estuvo solo. Por encima de patrocinadores, periodistas y escándalos, el italiano era el ciclista del pueblo, del aficionado, y aún muchos no dudan en situarle por delante de cualquiera. Un hombre normal que se convirtió en leyenda sobre dos ruedas.
* Gontzal Hormaetxea es periodista.
– Fotos: Christophe Ena (AP) – Roberto Bettini – AFP
©2024 Blog fútbol. Blog deporte | Análisis deportivo. Análisis fútbol
Aviso legal