Jugar con once de casa no era, ni es, un fin. Ni era, ni fue nunca el objetivo deseado para el Fútbol Club Barcelona. Por mucho que ahora se recuerde a Van Gaal como el hombre que fijó el listón hace casi quince años, con aquella utopía pronunciada sobre la hipotética final europea disputada con once de La Masia, la historia refleja que el Barça ha visto transcurrir décadas de trayectoria en busca del estilo y producto soñados, ningún otro que mezclar a los canteranos con talento foráneo, unidos en la comunión por una forma de entender el futbol, a partir de la estética y el espectáculo. En el Ciutat de Valencia llegó el momento de confirmar lo que era secreto a voces, la posibilidad de alinear a once profesionales de máximo nivel curtidos en el mismo taller casi artesanal, educados en la idea, pero, en ningún caso, se alcanza la meta de planteamiento idéntico, por citar el más gráfico ejemplo, al del Athletic Club con sus once vizcaínos, vascos o asimilados.
Tal vez sea momento indicado para recordar la evolución del proyecto hoy (no tan) culminado. Y el larguísimo trayecto arranca con la visita de San Lorenzo de Almagro que deslumbró, a finales de los 40, a los antepasados barcelonistas aún instalados en Les Corts. Aquellos argentinos de técnica depurada, dispuestos a ganar desde la belleza como marchamo, entusiasmaron a los contemporáneos que pagaron la entrada mientras el discurso oficial y oficialista aún les insistía en la conveniencia de apostar por raza y furia, baluartes innegociables en cierta manera hispánica de comprender entonces la interpretación del balompié. Baldía, no hace falta insistir por disponer de historia y memoria reciente. Los aficionados de aquel entonces comprobaron enfebrecidos que existía otra manera mejor de aplicar teoría a la disciplina de sus pasiones. Y sin acabar el eco de tanta admiración, fracasado incluso el intento de Samitier por fichar a los azulgranas argentinos Martino y Pontoni como embajadores hacia la práctica de tal guía, el destino quiso que aparecieran por aquí Lázsló Kubala y Ferdinand Daucik, idea húngara, satélites de aquellos mágicos magiares del Honved que dominaron el Viejo Continente en el arranque de los cincuenta, la auténtica década prodigiosa para el Barcelona. Con las innovaciones técnicas importadas por Kubala y bajo la pizarra de Daucik, el Barça juega por vez primera desde la Guerra Civil de cara a la galería, con deseo y voluntad de agradar a sus incondicionales.
Tras esa base histórica llegarían las intuiciones características en Helenio Herrera, personaje de luces y sombras, que avanzó en el estudio de gustos, usos y costumbres hasta alcanzar la conclusión de que los defensas y medios debían ser de la casa y el gol, importado, traído de fuera a golpe de talonario. H. H. triplicó el sueldo de zagueros forjados en multitud de equipos catalanes de segundo orden, viendo en ellos el valor añadido que significaba el fichaje por el club de sus preferencias y llenó alineaciones de Olivella, Rodri, Gracia, Vergés o Gensana, siguiendo el camino antes labrado por los Seguer, Calvet, Biosca, Bosch y compañía. A la hora de defender la portería propia, nada como el compromiso de la tierra, el orgullo por la defensa de los colores. Delante, harina de otro costal, como si se partiera el concepto en dos mitades: el gol se paga y resulta imposible de enseñar.
Sin Herrera ya a bordo, en el arranque de los 60, el presidente Enric Llaudet vio llegada la hora de crear una escuela propia de futbolistas, reservada en principio apenas a los juveniles –bajo dirección encomendada al maestro Kubala–, que fracasó a causa de las penalidades económicas sufridas tras la construcción del Camp Nou. Hace ya medio siglo, no había dinero para montar La Masia, pero existía la intuición, camino de la certeza. La evolución histórica trae a Marinus Michels para conocer el modelo del Ajax y Johan Cruyff consigue avanzar la democracia en materia de balón sin necesidad del óbito del dictador. A partir de aquí, a pesar de múltiples bandazos derivados de la inmensa presión y fragilidad propias de la institución, el sendero se atisbaba meridianamente claro, igual que la luz al final del túnel. Poco a poco se va trabajando en ello hasta que irrumpe el Dream Team con su espectacular comprensión y aplicación de la estética. Durante largos años, el público del Camp Nou había expresado su inequívoco deseo de jugar así hasta que vio el sueño sublimado por el Cruyff técnico. Si algo le distingue es un fino paladar, a diferencia de otras instituciones que prefieren la garra, la representación nativa o cualquier variante que les parezca cercana a sus preferencias en cuanto a señas de identidad respecta.
De nuevo, otro salto histórico hasta dar con Joan Laporta y la revolución del 2003, también ideológicamente auspiciada por el holandés volador. Con Rijkaard y Ronaldinho renacen las esperanzas, combinadas en libro de estilo con las nuevas hornadas de promesas ya curtidas, por fin, en La Masia. Chavales que aprendían como esponjas de viejos pedagogos muy bregados en el conocimiento histórico de la entidad, preferencias e incluso nivel de exigencia. Hasta que llega Pep Guardiola al timón del barco y encuentra la última vuelta de tuerca a la fórmula tanto tiempo anhelada. Posición, posesión y un grupo humano inmejorable, fuera en alma o calidad. De repente, la Coca Cola encuentra su gusto característico, se escucha un eureka pronunciado a voz en grito por millones de seguidores con paladar y memoria e incluso se riza el rizo en la senda ya afianzada. Ahora que sabemos al cien por cien como jugar, ahora que esperan detrás nuevas hornadas que superan el arbitrario concepto de buena o mediocre generación, nada mejor que sublimar el molde buscando también una Masia de entrenadores cuyo primer exponente es Tito Vilanova. Tampoco aquí nada nuevo bajo el sol: ya en los 60, Llaudet apostó tozudo por los técnicos de casa, a pesar de que los resultados se empecinaron en llevarle la contraria y forzarle a decidir unos cuantos despidos. Entonces, tampoco en este sector, el fruto estaba ni mínimamente maduro.
Ahora sí, plenamente. Existe un libro de estilo, una ley de leyes, una Constitución blaugrana que sabe y ofrece la solución para cada problema que se pueda presentar en futuros relevos y variaciones en el modelo. Abajo, se preparan las nuevas generaciones con el mimo aplicado a los vinos con la mejor denominación de origen. Ahí, por ejemplo, Iniesta y el propio Messi sirvieron de indicado ejemplo desde sus particulares procesos de maduración. Empuja por abajo un montón de gente que, por una parte, servirán mediante vía de traspaso para sufragar la inversión anual aplicada a La Masia y los cracks que persistirán en la sublimación del modelo, con sus variantes puntuales, con su propia evolución. Una manera de jugar y de entender el juego que arranca en 1948, pasa por diversas estaciones y períodos de involución o evolución hasta llevarnos a lo visto en el Ciutat de Valencia contra el Levante. Nadie tirará un cohete por jugar con once hechos en casa. Prefieren hacerlo cada vez que cae un título gracias a haber topado con esa piedra filosofal largamente buscada, anhelada por generaciones y generaciones de aficionados que ayudaron a moldear el gusto por tal manera única de entender, primero, y jugar, en práctica asumida después, al fútbol. Puede venir Neymar, pueden subir Deulofeu, Sergi Roberto o Samper. A partir de ahora sólo variará la frecuencia de alineaciones nativas, simplemente. El modelo es lo innegociable, esculpido ya en mármol aceptado de manera unánime. Quién lo ejecute resulta secundario. Vengan de lejos, salgan de dentro, el caso es seguir fieles a la pauta, a la norma de éxito.
* Frederic Porta es periodista y escritor.
– Foto: Cordon Press – Blaugranas.com
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