Como quien no quiere la cosa, lo primero que hace Kobe Bryant, ahora que se acerca su final, es constatar nuestra propia vejez. A Kobe lo vimos nacer, crecer, reproducirse (surgieron otros hombres sin miedo) y le vemos ahora retirarse con un digno ocaso, en el que por fin se confiesa finito. Hemos crecido con las críticas que su figura ha generado, una de las salsas de esta NBA que vendrá a ser sustituida por otra. Que si no sabía jugar en equipo, le decían, que cómo osaba tan siquiera imitar al más grande, que no sabía ganar un anillo sin Shaquille O’Neal, que no sabía convertir en un equipo perdedor en otro ganador. Sometido toda su carrera a discusión ha ido contestando con hechos cada debate, afrontando nuevos retos y escribiendo su propia leyenda.
En un mundo dominado por los gigantes (Duncan, O ‘Neal, Garnett o Nowitzki), nos hizo soñar al resto con que otra realidad era posible. En el universo donde nadie podía desafiar a Michael Jordan, ni su legado, ni su trascendencia, él lo hizo asumiendo que jugaba contra un público algo más que hostil. Ya no era que jugaras contra una leyenda, jugabas contra la configuración de un recuerdo, contra la magnánima fuerza de la memoria colectiva. A Kobe no le pareció nunca un problema. Cada noche, como los mitos de este deporte, como un funcionario de la canasta, respondía a su manera. Solo alguien capaz de quererse por encima de todos y capaz de amar su deporte por encima de todo lo demás, podía situar el techo donde él mismo quisiera. Porque Kobe suplió con disciplina, profesionalidad y autoexigencia las limitaciones que le imponía la propia realidad. Donde no llegaba el físico sacaba pundonor, una innata habilidad para mutar en un ser más competitivo según sus reglas, una sublimidad plástica fuera de toda duda.
El jugador que más tiros ha fallado en una cancha de baloncesto de la NBA era también el que más se ha repuesto de sus propios errores, quien ha vuelto una y otra vez al punto de partida donde cada canasta es el reto entre un campo, un equipo contrario y un solo hombre. Kobe, ese odioso compañero de equipo, generoso competidor y factor único que ha potenciado la dimensión de este deporte, usaba a sus compañeros como apoyos para llegar a la cima, aprendía cualquier recurso con tal de llegar a la victoria. El egoísmo de Kobe, dicen sus detractores, ha sido su principal problema, cuando precisamente se ha tratado de su principal virtud. Sin el egoísmo, Kobe no hubiera llegado a ser Kobe y eso se entiende más allá de la estadística y de las declaraciones, se entiende viéndolo jugar. Sin eso tan humano que llamamos egoísmo en el deporte y que nadie parecía domesticar con razonable éxito, la leyenda no hubiera sido tal. Quizás pueda suceder en el futuro, pero en el momento de Kobe, cuando el presente se quedaba sempiterno mirando al pasado, solo uno se negó a aceptarlo y abrió la discusión. Kobe parecía decir que no existían terrenos ignotos para quien se empeña en algo con todas sus fuerzas. El baloncesto con él, se vivía en presente continuo.
Ahora que se vislumbra su ocaso, ama tanto su deporte que reconoce lo único que no puede superar, la ley de la vida. Su mente quiere, pero su cuerpo no le deja. La única certeza que no ha querido discutir nos priva del jugador de púrpura y oro más relevante de los últimos tiempos, el único que nos hizo sentir que el egoísmo era una virtud irrenunciable, la única manera de llegar a la excelencia.
Bye Kobe, gracias por tanto.
* Javier López Menacho.
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