El gol es tan importante que no hay nadie más valorado que el goleador. Cuando el Kun Agüero mete cuatro en un partido, cuando Messi alcanza los 250 en liga, cuando Graziano Pellè o Gignac o Huntelaar suman nuevas muescas en sus historiales, cuando Cristiano Ronaldo prosigue su frenética y desbocada orgía anotadora, resulta inevitable fijarnos y centrarnos en sus gestos espectaculares y precisos, en la habilidad y la potencia que muestran o el olfato que han tenido para moverse de ese modo que les perfila para el disparo o les catapulta para el cabezazo. Los goles tienen razones que la razón no entiende.
Los goles y los goleadores empujan a los equipos hacia dinámicas formidables, que en ocasiones parecen interminables. La del Real Madrid es una de estas: 30 goles en ocho partidos de liga. A lomos de Cristiano y bien dirigido por Carlo Ancelotti, quizás el más circunspecto de todos los grandes entrenadores actuales. No encontraremos en toda Europa un instante de forma más sobresaliente que el de Cristiano Ronaldo, que a cada nuevo remate, lo que es como decir a cada nuevo gol, se retroalimenta a sí mismo, se perfecciona, se agiganta. Para futuros libros queda pendiente la tarea de desmenuzar en detalle cómo ha sido el proceso de mejora de este jugador: cuando llegó al Madrid ya era formidable, pero hoy es mucho mejor y esta evolución, siendo bien conocida, aún no ha sido pormenorizada.
Sería necio, sin embargo, reducir toda la potencia madridista a Cristiano. El goleador es superlativo, pero el equipo también. Se mire a Modric o a Kroos, a los titulares o a los suplentes, este Madrid apunta unas fortalezas mayúsculas y, posiblemente, sea el equipo europeo que vive un mejor momento, incluso si por ahí cerca hay otros que también acumulan sensaciones positivas: el Barça de los cero goles encajados en la liga; el Marsella de los ocho partidos consecutivos venciendo; el Chelsea imparable, sin derrotas en la temporada; el Bayern invicto desde que llegara Xabi Alonso; la Roma elegante y sutil, todo un prodigio de movilidad, combinaciones y armonía; el Southampton de Koeman, sorpresa del año por su exuberancia y energía…
Pero los equipos punteros necesitan algo más que goleadores brillantes: también precisan misioneros silenciosos. Ahí está Gary Cahill en el Chelsea, un jugador del que nadie habla nunca, pero que es el guardián de todos los cerrojos. O James Milner en el City, multiusos inagotable, dotado de una capacidad prodigiosa para adaptar su juego a lo que necesita el equipo. O Isco en el Madrid, disponible para cualquier eventualidad, ya sea de infantería, de caballería o de artillería. O Philipp Lahm en el Bayern, viviendo su segunda reconversión, ahora ya como interior entre líneas, lo que facilita su llegada al área e incluso golear por partida doble, un hecho tan inédito que el propio capitán muniqués lo festejó bromeando: “Si alguien apostó por mi doblete se habrá forrado…”, dijo tras incrementar de 8 a 10 el número de goles obtenidos en 321 partidos de Bundesliga, 200 de ellos concluidos en victoria. Milner, Cahill, Isco, Lahm, jugadores que mueven a sus equipos o los sujetan si es lo que hace falta.
Aún es pronto para intuir la ruta de los campeonatos pues apenas acaba de concluir el segundo parón de selecciones. Desde hace unos años, los grandes clubes gestionan las ligas nacionales en función de los parones de selección. Son conscientes que cada poco tiempo todo se detiene durante dos semanas y que, tras ellas, la rueda vuelve a ponerse en marcha. Son ligas trufadas de paréntesis. Se recuentan los heridos y se enfrenta otro período de partidos sin aliento: por lo general, siete en tres semanas. Los entrenadores de estos grandes equipos manejan dichos condicionantes: rotan a los jugadores que sufren mayor desgaste, manejan unos conceptos tácticos reducidos en número y señalan objetivos cortoplacistas, básicamente completar un buen balance de puntos en esas tres semanas, sufrir pocas bajas y crear alguna nueva asociación entre jugadores que permita ir creciendo suavemente en la conjunción táctica.
Los que pueden no miran atrás, aún sabiendo que es demasiado pronto para descolgar a nadie. En la liga italiana solo un punto separa a los dos de cabeza, Juve y Roma, un duelo que promete grandes emociones. En España hay tres puntos de distancia entre el invicto e imbatido Barça y el insinuante Sevilla. En Alemania son cuatro puntos los que separan a un Bayern cada día más completo del Mönchengladbach, ambos invictos. Cinco puntos hay entre el Chelsea -también invicto- y el City y siete los que tiene el Marsella sobre el PSG, la diferencia más grande de todas, aunque a Marcelo Bielsa debe parecerle insignificante. Lo mejor del Olympique, que no pierde desde el 9 de agosto, es la conexión establecida entre técnico, jugadores y afición, que abarrotan el Velódrome como nunca antes en lo que se ha convertido, aunque nadie sabe si será sostenible o durará dos días, en un proceso de “locura” colectiva. Como le dijera Álvaro Cepeda a Gabriel García Márquez un día que le visitó, Marsella le está gritando a Bielsa: “¡Qué carajo! Quédese a vivir aquí y mañana le conseguimos un empleo cojonudo”.
El anterior club de Bielsa, el Athletic Club, atraviesa serios apuros. Tras ocho jornadas ha ganado un solo encuentro. Cinco derrotas y un empate le permiten sumar únicamente cinco puntos y un balance goleador (5 a favor, 12 en contra) muy preocupante. La tendencia de los argumentos utilizados mira a la Champions y ese esfuerzo de disputar encuentros cada tres días, pero incluso así el rendimiento del equipo ha sido hasta ahora demasiado bajo para sus expectativas y estas próximas tres semanas pueden ser decisivas para saber si el equipo va o se queda.
Hay un caso peor: en mayo de 2009, el Werder Bremen ganó el título alemán de Copa. Dirigía aquel equipo Thomas Schaaf y en él militaban jugadores como Mesut Özil, Diego Ribas, Claudio Pizarro, Torsten Frings, Aaron Hunt o Martin Harnik. Parecía la culminación de un proceso exitoso, iniciado con el doblete liga-copa de 2004 y que había permitido al equipo de Bremen no bajar de la tercera plaza del campeonato durante cinco temporadas consecutivas: subcampeón de la Bundesliga en 2006 y 2008, campeón de Copa en 2009… Pero todo se fue al garete y en este caso no puede hablarse del desequilibrio en los derechos de televisión u otras razones que habitualmente se emplean para justificar el colapso de algunas entidades. La catástrofe solo es atriubible a la forma de gestionar el club. Hoy, el Werder Bremen es colista destacado de la Bundesliga tras ocho jornadas, con apenas cuatro puntos sumados, el peor inicio de su historia. El sábado batió otro récord negativo: en su enfrentamiento con el Bayern fue incapaz de disparar una sola vez a portería ni conseguir un solo saque de esquina, un hecho que no ocurría en todo el campeonato alemán desde 1994. Si el porvenir es una negociación con el pasado, como dejara dicho Luis García Montero, el Bremen ha fracasado con estrépito en dicho proceso negociador.
Doscientos kilómetros al sur de Bremen hay otro club en serios apuros: el Borussia Dortmund. Su crisis ha adquirido carácter mayúsculo. Es decimocuarto en la liga, con dos victorias, un empate y cinco derrotas. Sigue anclado en los siete puntos, su peor dato tras ocho jornadas desde 1987. En los últimos cinco encuentros ha sumado únicamente un punto y marcha a trece del Bayern. Nunca estuvo tan mal Jürgen Klopp quien, para mérito de los gestores del club borusser, no es puesto en duda en ningún momento. Las lesiones explicaron una parte del bajo rendimiento del curso anterior y la ausencia del retornado Gündogan (14 meses de baja) es también justificante de muchos de los problemas del equipo, pero como el propio Klopp ha reconocido “estamos jugando un tipo de fútbol que no tiene ningún sentido”. El Dortmund ha llegado a un punto crucial en el que necesita una intervención decidida, y acertada, de su entrenador para recuperar el sentido de las cosas.
– Fotos: Real Madrid – Getty Images – AFP
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