En aquella plaza de pueblo se jugaba con obsesión. Se improvisaban dos porterías y se corría hasta que se oían los grillos. Sólo se paraba para merendar y para hacer deberes; por lo demás, el fútbol campaba a sus anchas. El sitio se llenaba todas las tardes de niños zumbones royendo un balón. Jugaban a la estampida, todos atacando y todos defendiendo sin guardarse nada. Tal era el furor que apenas nadie se atrevía a acercarse, mientras dentro todos intuían con mayor o menor placer que aquella era la dictadura del fútbol, un lugar dedicado a eso y nada más. Hasta el día que pusieron el cartel.
El ayuntamiento lo redactó en letras grandes: Se prohíbe jugar a la pelota. La ordenanza fue rotunda para satisfacer quejas antiguas. En aquella plaza ya ni se paseaba ni se estaba al fresco ni se jugaba a otra cosa. La idea, por tanto, era mandar la pelota a un lugar apropiado, al polideportivo, al campo o a donde fuera. La medida tenía tanto sentido cívico como ridículo sonaba prohibir el fútbol en una plaza de barrio. Llevándolo al extremo, parecía una forma atrevida de negar el juego, la infancia, el deporte en la calle y todo eso. Pero fueron más los que estuvieron de acuerdo. Y tenían sus razones.
Juanillo Beltrán tiene diez años y no se lo toma bien. Su tío, Paco Beltrán, mucho menos. Los Beltrán de toda la vida no son cualquier cosa. El abuelo de los Beltrán lo empezó todo, moviendo bultos por el estrecho al ritmo de las mareas. Cuando murió, en ausencia de primogénito, Paco Beltrán ocupó el puesto. Paco mejoró pronósticos y empujó el negocio con creces. Multiplicó comisiones. Juanillo Beltrán sospecha que su tío es alguien, pero escucha campanas y no sabe dónde. Paco Beltrán tiene varias empresas de fertilizantes y productos químicos. Las sociedades figuran como pymes modestas pero tragan como un emporio de aluvión. Son lavadoras rodantes, una nave espacial recubierta de apuntes contables. El negocio es próspero. Hacienda lo sabe. Los ayuntamientos lo saben. Los costeros lo saben. Los africanos lo saben. Las diputaciones andaluzas lo saben. El secreto es simple cuestión de comisiones. Un pastel más dividido significa más pastel a la larga.
La plaza de Juanillo es un sitio de nostalgia para Paco Beltrán. Su sobrino juega al fútbol de sol a sol y él recuerda en cierto modo su etapa de jugador en el Cádiz, en Segunda División. Se ganaba las papas con dignidad, mandando la defensa desde el portón del área. Decían que Paco no subía al ataque ni aunque le pagaran la Primitiva, porque lo suyo era contener, hacer dinero desde su posición. ¡Y cómo mandaba! El Carranza lo jaleaba bajito, con un runrún muy de carnavales. En fin, la plaza de Juanillo es para él uno de sus lugares favoritos. Allí el hombre vuelve a sentirse remotamente joven y mira jugar a su sobrino, que enseña más regate que algunas figuras de su época.
Y un día ponen el cartel de marras. Una sentencia palmaria: Se prohíbe jugar a la pelota. Las quejas del vecindario han surtido efecto. Una señora mayor con un pelotazo en un oído. Un carrito de bebé volcado, afortunadamente vacío. Varias farolas rotas. Todos los bancos copados por espectadores improvisados y futbolistas suplentes. En fin, la plaza completamente tomada por el fútbol, algunas mañanas, todas las tardes, e incluso a veces por la noche. Hasta ahora.
Juanillo Beltrán le cuenta la noticia a su tío: “Nos han cerrado la plaza, tito. No nos dejan jugar al fútbol, tito. Ahora no sabemos dónde ir, tito”. Juanillo se queja con ganas y no sabe que está pidiendo un favor. Paco Beltrán descuelga un teléfono. En el ayuntamiento es cliente habitual, pero abordan la cuestión con recelo. Él desliza algunos recordatorios, “lo que nos une”, que diría la copla. Quitan la ordenanza en cinco días, que no es mucho ni poco tiempo. Aducen rectificar una decisión desproporcionada. Sin embargo, para Paco Beltrán no es suficiente. Han tocado una fibra insondable de su estómago. Quiere otra placa, una que siente fortuna. Quiere adornar su imperio de césped y puestas de sol y patrulleras y una vida de tomar todo lo que la vida ofrece.
Van a comer y redacta una propuesta en una servilleta, como si fuera el cortejo de un futbolista por fichar. Son pocas palabras, pero el alcalde se atraganta un poco. No puedo justificar esto, protesta. Beltrán replica llamándolo “homenaje para las nuevas generaciones“. El alcalde vacila y el otro le vuelve a cantar la copla, la de la amistad y todo eso. Carga un poquito el tono. El alcalde cede, pero tendrá que arreglar un envoltorio. El ayuntamiento cocina un programa de fomento del deporte. Una bobada subvencionada con redacción exprés. Lo adorna con un proyecto futuro de polideportivo y piscina cubierta que nunca se hará y le pone el lazo de la vida sana. Colocan la nueva placa una mañana de martes, temprano y sin publicidad. Beltrán no se queja por ello. La plaza luce entonces como en una huelga orgullosa, con un lema rutilante colgando de sus andas: “Se ruega jueguen a la pelota”.
* Carlos Zúmer es periodista.
– Foto: AFP
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