Vivimos en un mundo implacable, sumido en la inmediatez y el frenesí de lo mundano, de la interacción obligada, de la opinión por encima de todas las cosas. El fútbol eleva ese universo a la máxima potencia y ahora, en tiempos de selección, se multiplican las loas a la joya de la corona, mayormente merecidas, y se divide el respeto en cristales micróscopicos, de un tamaño tan pequeño que difícilmente podríamos reconocer en ellos nuestra imagen, apenas reflejada y no muy lejana. Seguimos siendo aprendices en desenvolvernos entre los mares de gloria, acostumbrados a los castigos divinos, a los goles en el descuento, al árbitro de turno, a Baggios, Cardeñosas, a la cintura de Arkonada, con Míchel entre líneas, mereciéndonoslo todo, favoritos eternos, decepción itinerante por campos de medio mundo. Años pares de confirmación, bisiestos de consagración y entre medias, moussakas en Chipre, malas pintas en Belfast, chilabas en Corea del Sur, Zubi abriendo paso a las águilas africanas y Zidane retrasando la jubilación a su manera. Ruido de monedas en el santuario del fútbol, ecos conspiratorios, humildad postiza y delirios de grandeza.
Se han jugado trece mundiales y sólo en dos España ha quedado entre los cuatro primeros, con un intervalo de 60 años entre uno y el otro. Tiempo suficiente de cabezas gachas y miradas al suelo, pero siempre favoritos. No aprendemos. Portadas apocalípticas y optimismo desmadrado para, consumado el fracaso, entonar el maricón el último y el “ya te lo dije yo”. Se infravalora al pequeño y se relativiza al grande, al que lustra su pecho de estrellas mundialistas y levantaba copas mucho antes. Siempre hemos sido así, bravucones e inconscientes, vendedores de triunfos al portador, en la riqueza y la miseria. Pero es que ahora estamos de moda, vestimos de etiqueta y practicamos un fútbol excelso, sin fisuras, de pasarela Cibeles, sentándonos el traje mejor que a los demás, indignos asaltantes de la verdad absoluta llamada tiki taka. Escondemos los complejos tras un mote tan ridículo como cansino, repetido hasta la saciedad y que chirría aún más en las categorías inferiores, que por suerte aseguran un futuro esplendoroso que perpetúe nuestro rojo porvenir. Tras tantas victorias, olvidamos quiénes somos y lo hacemos nublados por el éxito, por una generación irrepetible, por una supernova pectoral y un ruido ensordecedor que impide pensar y echar la vista atrás. Ya decían que la gloria es un olvido aplazado, por eso el entorno de la selección necesita un varapalo histórico, como los de hace años. Quizá no sirva de nada, pero es lo que pide el cuerpo. Una cura de humildad, un bofetón a tiempo, una torta bien dada y una humillación sorda que nos haga caer, porque no hay quien nos aguante.
* Sergio Pinto es periodista.
– Foto: EFE
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