Elegir el momento oportuno es esencial en política. Alberto Ruiz-Gallardón nunca ha sabido elegir sus momentos: llegó demasiado pronto, acuciado por la trágica desaparición paterna; controló el partido cuando el liderazgo de Fraga le imponía un techo social irreductible; y apenas pudo disfrutar de la década de esplendor aznarista. Como el delantero que remata cuando ha de pasar el balón o regatea cuando procede chutar, Gallardón no sólo fue el verso suelto del Partido Popular, sino que estuvo siempre en el lugar inadecuado y en el momento inoportuno. Demasiado pronto o demasiado tarde, como ha ocurrido con Madrid 2016, una candidatura errónea.
Gallardón conocía la realidad olímpica, pero la ocultó premeditadamente. Madrid pudo ganar los Juegos de 2012. De hecho, debió ganar si el griego Lambis Nikolau no hubiese pulsado el botón erróneo. Ese accidente impidió un éxito predecible. Pero tras aquel varapalo tocaba hacer mutis. Las reglas del COI son conocidas hasta la extenuación, salvo por quienes no quieren reconocerlas. Lo sabíamos todos: los Juegos de 2016 no podían ser para Europa, pero Gallardón antepuso su ambición política. Se trataba de copiar el “efecto Maragall”: alcaldía-JJ OO-gobierno del país. En su caso, de Madrid’16 a la Moncloa, laminando por el camino al pusilánime Rajoy y a los aznaristas que le esperan en cada recodo con la navaja entre dientes.
Madrid’16 no tenía ninguna opción real. Los Juegos sólo podían adjudicarse a dos ciudades: a Río o a Río. Y los pronósticos que lanzamos hace una semana en EL PERIÓDICO se cumplieron prácticamente al milímetro por una razón clara: eran inevitables. Ganó Río barriendo al otro finalista; Tokio no tuvo la menor opción; y Madrid hubiera necesitado un milagro. Samaranch hace prodigios, pero no se le conocen milagros. Hoy todos se lamentan y desde la ignorancia (o desde la malicia) abjuran del COI y su presidente Rogge: “Nos han engañado”, proclaman. Es cierto: les han engañado. Pero el autor del engaño no es el COI, sino Alberto Ruiz-Gallardón. Sabía que los números no podían cuadrar, pero decidió invertir una gran suma de dinero público en su promoción personal.
Claro, no fue el único. Cuantos podían beneficiarse personalmente de otros cuatro años de gestiones remuneradas apoyaron al alcalde. Y lo hizo Jacques Rogge, por supuesto. Rogge es el padre de la novia y desea un cortejo amplio y variado. Rogge vende un producto llamado Juegos Olímpicos y esta es una batalla basada en leyes de marketing que Madrid ha incumplido con rotundidad, en contraposición a Río de Janeiro, que supo siempre a qué público se dirigía y qué mensaje querían escuchar los cien electores. Michael Payne fue durante veinte años director de márketing del COI nombrado por Samaranch y, junto a él, transformó un olimpismo moribundo en el actual monstruo. Payne sabe lo que quieren oír los senadores del COI. La candidatura de Londres 2012 le contrató hace cinco años y triunfó. La de Río hizo lo mismo en 2007 y ha triunfado con un proyecto fabuloso e innovador. Simplemente fueron candidaturas que sabían a quién se dirigían y qué pesa en el voto de los electores.
Madrid conocía todo esto a través de Samaranch. Pero Gallardón lo ocultó bajo una montaña de entusiasmo popular. “Rogge me ha prometido…”. No, Rogge sólo vendía su producto y vaya si lo ha vendido bien: un pulso mundial entre Lula, Obama y el Rey español. El G-20 convertido en espectáculo. Todos sabían que Gallardón maquillaba la realidad y priorizaba sus ambiciones personales al futuro de la candidatura. A partir de esa premisa todos jugaron sus cartas en clave de política interna española: el Rey, reacio durante días a viajar a Copenhague, apostó por el discurso de la familia real olímpica; Zapatero, que sabía mejor que nadie el resultado previsto, batió el récord mundial de velocidad en cambiar decretos-ley y le dio el “abrazo del oso” a Gallardón; Samaranch, el maestro del ajedrez olímpico, lanzó un brindis al sol y se ganó aún más el cariño de toda España; y los aznaristas se quedaron en Madrid: “Yo no voy a Copenhague a brindar con caipirinha”, nos dijo a principios de semana alguien muy próximo al expresidente Aznar. Todos sabían de qué iba esto, salvo los vecinos de Madrid, atracados a impuestos extraordinarios con los que pagar tanta fiesta.
El Rey y Samaranch salen reforzados; Rajoy se frota las manos por el descalabro de Gallardón (unido a la catástrofe de Camps) que le deja el camino franco para las generales de 2012; y Zapatero, mucho más intuitivo que todos sus rivales, se felicita porque volverá a enfrentarse con Rajoy, al que siempre noqueó. La herida es para Madrid, que debió evitar esta pelea inútil y centrarse en 2020, donde tenía (y tiene) grandes opciones de triunfar. La hoja de ruta del COI, convertido de facto en un gran actor de la geopolítica mundial, es clara: expandir su producto alternando ciudades de solera con países emergentes. Nadie habrá apoyado tanto el desarrollo de los BRIC como el COI: China en 2008 (Pekín); Rusia en 2014 (Sochi); Brasil en 2016 (Río). Queda la India, reservada para los próximos años treinta; y África del Sur, de cabeza a 2024, después de que una gran capital europea acoja los del 2020. Este será el auténtico momento de Madrid, aunque quizás ya no será la hora de Gallardón, siempre impuntual con la historia.
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