Su carrera tenística se cocinó al ritmo de una tranquila infusión. Como una taza de té templada, primero se hizo promesa, luego síntoma y por fin realidad. No fue corto ni sencillo. Macerado en calma pero presionado pronto por sus prometedoras condiciones y su estimulante ranking. Se calentó despacio pero a buen ritmo a poco que su tenis floreció y fue cuajando. Se impacientaron los que esperaban té hervido a las cinco en punto, pues Murray se demoraría un poco. Aunque quizá no llegara tarde, sino simplemente a su manera, Andy acabó por satisfacer casi todas las expectativas creadas. Aunque tuviéramos que esperar a 2012, la presión fue infinita en un deporte acostumbrado a ver a los niños hacerse hombres cuando todavía visten pantalones pirata.
En la final de Flushing Meadows el peludo Murray volvía a la silla y hacía como si bebiera agua y bebida energética, plátano, barritas mágicas, maná nutritivo de entreguerras, lo que fuera, pero en realidad hacía otra cosa. Se nutrió durante las casi cinco horas de partido del oro de Londres, esa prueba de fe incuestionable de que El Cuarto Hombre, mejorando a Graham Green, ya estaba en la casa para terminar de tutear al suizo, al serbio y al balear. La victoria en los Juegos Olímpicos fue una extraña reválida en el mismo pasto local que lo había visto fracasar ese mismo año, la sagrada hierba de Wimbledon. Con la vitola de hijo pródigo demorado pero por fin venido hizo buena carrera en el US Open, torneo declarado por él mismo como su Major favorito. Se plantó en la final pero pocos se atrevieron a darle como favorito ante el depredador Novak Djokovic.
Con todo, ganó en cinco sets y ganó como es Murray, con los dientes apretados y el cuerpo combado. 7-6, 7-5, 2-6, 3-6 y 6-2. Le corría la bola como un diablo y jugaba largo todo el rato, en un prodigio de golpeo profundo más con el cuerpo que con el brazo de un modo en el que Fred Perry estaría orgulloso. Ganó por solidez y ganó porque quiso más y quiso mejor, imponiendo su ley templada en las dos primeras mangas y soportando el chaparrón en los dos sets centrales. En el quinto olvidó el muro e impuso una madurez aquilatada por su suave curva de progresión, el té a fuego lento, nada más distinto a la ruidosa irrupción de sus compañeros de cartel en su momento. Cuando Djokovic la tiró fuera y el partido fue historia, el maldito escocés sólo supo celebrarlo como si aquello fuera un break. Luego se recluyó en cuclillas y entre sus manos mientras el público se extasiaba mucho más allá del escocés, que no supo articular su alegría sincera. Gestionó la victoria como había gestionado su carrera, a su ritmo y con angustias. Por momentos pareció haber más dolor que gozo por el recuerdo del camino recorrido. No fue un té tan tardío, pienso. Fue Murray a las cinco y cinco, 25 años, que sigue siendo bastante temprano.
* Carlos Zúmer es periodista. En Twitter: @CarlosZumer
– Foto: AP
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