"Lo que equilibra a un equipo es la pelota. Pierde muchas y serás un equipo desequilibrado". Johan Cruyff
Este próximo mes de septiembre se cumplirán 40 años de uno de los sucesos más trágicos de la historia del deporte. El 5 de septiembre de 1972, 11 miembros de la delegación deportiva de Israel que participaba en los Juegos Olímpicos de Múnich fueron asesinados por el comando de terroristas palestinos llamado Septiembre Negro. La XX edición de los JJ. OO. se teñiría de luto para siempre.
Los Juegos Olímpicos volvían a Alemania 36 años después con el mundo en una situación muy diferente a la de aquella época devastadora bajo el yugo del nazismo. En esa edición se batió el récord de participación, con un total de 7.134 deportistas que representaban a 121 países. Como novedad se introdujo la primera mascota olímpica, Waldi, un perro salchicha que instauraría la moda de que cada evento olímpico tuviera su figura identificativa. Era también la primera vez que el balonmano masculino era considerado olímpico, y se había sustituido el cronometraje manual por el electrónico. La foto finish permitiría decidir el ganador en los finales apretados. El Estadio Olímpico, un hito de modernidad, lucía un magnífico techo suspendido de lona translúcida de 75.000 metros cuadrados. Todo estaba preparado para asombrar al mundo.
En lo deportivo, destacó el dominio abrumador del finlandés Lasse Viren en las disciplinas de fondo, venciendo en las pruebas de 5.000 y 10.000 metros, está última de una forma épica, batiendo el récord del mundo tras sufrir una caída en mitad de la prueba. En baloncesto, EE. UU. se quedaba por primera vez en su historia sin la medalla de oro olímpica, tras perder de forma agónica y polémica ante la URSS por 51-50, con una canasta en el último segundo de Alexander Belov. Pero el gran protagonista de los Juegos fue Mark Spitz. El nadador norteamericano se subió siete veces a lo más alto del podio, logrando un hito individual inolvidable. Precisamente, un día después de que Spitz lograra su última presea dorada, sucedieron los hechos que conmocionaron al mundo entero.
En la madrugada del 5 de septiembre, ocho miembros del comando terrorista palestino Septiembre Negro se adentraron en la Villa Olímpica. Vestidos de chándal, con todo su arsenal en bolsas de deporte, fueron ayudados a entrar por miembros del equipo norteamericano, que creyeron que al igual que ellos, volvían a escondidas tras una noche de juerga. Su líder, Luttif Afif, los dirigió hacia el pabellón 31, donde se alojaba la delegación israelí. Afif conocía con precisión la ubicación del equipo judío ya que había estado trabajando en las obras de construcción de la Villa Olímpica tiempo atrás. Moshé Weinberg, entrenador del equipo de lucha israelí, escuchó un ruido tras la puerta de su habitación y dio el grito de alerta. Ocho deportistas pudieron huir, pero Winberg y su discípulo, Joseph Romano, murieron tras sendos disparos mientras los nueve deportistas restantes eran tomados como rehenes. Eran David Berger, Ze’ev Friedman, Joseph Gottfreund, Eliezer Halfin, Andre Spitzer, Amitzur Shapira, Kehat Shorr, Mark Slavin y Yakov Springer. Estos 11 hombres, lamentablemente, forman parte de la historia de los Juegos Olímpicos.
Todo había sucedido en pocos minutos, cuando la ciudad aún dormía. A las seis de la mañana, el comando se puso en contacto con el jefe de la policía alemana, Manfred Schreiber, exigiendo la liberación de 234 presos palestinos encarcelados en Israel y de otros dos más que estaban presos en Alemania. El plazo para su liberación era de tres horas. Si a las 9 de la mañana los presos no eran liberados, ejecutarían a todos los rehenes. En ese momento comenzó la lucha contrarreloj. Schreiber telefoneó a la primera ministra israelí, Golda Meir, anunciándole lo sucedido y las exigencias de los terroristas. La premier israelí afirmó que sus peticiones eran innegociables, lo que obligaba a Schreiber a alargar lo máximo posible la negociación, ofreciendo incluso una cantidad ilimitada de dinero que los palestinos rechazaron.
En ese momento la noticia corría como la pólvora por todo el planeta con Múnich como epicentro, desgarrada brutalmente de su somnolencia estival. Todo el mundo era informado de la presencia de estos fedayines palestinos procedentes de Siria y Líbano y de sus exigencias. También trascendía que su líder, Afif, tenía a dos hermanos presos en Israel. Septiembre Negro impregnaba cada hogar de terror, desasosiego e impaciencia.
Se formó un gabinete de crisis en el gobierno alemán, que rechazó todo tipo de ayuda externa, algo que les condenaría al final, ya que la policía germana que custodiaba la Villa Olímpica no estaba entrenada para este tipo de asaltos. Los terroristas aceptaron alargar hasta mediodía el plazo para la liberación de los presos, pero al ver que sus peticiones no serían satisfechas, solicitaron un avión que los llevase a El Cairo. Las autoridades fingieron llegar a un acuerdo pero les pidieron a los terroristas que dejaran que Walther Tröger, al mando de la seguridad de la Villa Olímpica, visitara a los rehenes para corroborar que estaban bien. La policía alemana quería saber cuál era el número de secuestradores y preparar un dispositivo de asalto en la misma Villa Olímpica. Esta segunda opción se descartó debido a la masiva presencia de cámaras y periodistas por la zona, que grababan todo lo que sucedía y alertaban a los terroristas, que veían por televisión todos sus movimientos.
Atti Afif, vestido con ropa de explorador, un sombrero de safari y la cara pintada con betún negro recibió a Tröger, que entró en una habitación llena de sangre, con uno de los deportistas asesinados tapado con una manta en la bañera y con el resto de los rehenes atados de pies y manos en sillas y camas. Tras comprobar que todos estaban en buenas condiciones, se fue. Informó a la policía que el número de terroristas era de cinco. No se había percatado de que faltaban otros tres. Fue una de las claves para el fracaso de la operación, que puso a Schreiber en el disparadero. El jefe de la policía ya había tenido un caso de rehenes un año antes que se saldó con la muerte de uno de ellos tras una mala orden. Más de una persona sugirió que aquel incidente repercutió en su forma de gestionar el problema de los rehenes israelíes.
Las autoridades alemanas planeaban con esmero y a contrarreloj la emboscada que tenderían a los terroristas en el aeropuerto. Allí les esperaría un avión con policías dentro, que les abatiría a su entrada. En las torres del control del aeropuerto se colocarían tres francotiradores, otro más estaría apostado en el suelo, justo delante del avión, y otro detrás de una camioneta militar. En total, 5. Los policías, inexpertos, en el último momento se negaron a tomar parte del plan, por lo que el avión se quedó vacío y toda la responsabilidad recaía en la pericia de los francotiradores, que al igual que los policías no eran un cuerpo de élite y, para más inri, sus rifles no tenían ningún tipo de precisión y no disponían ni de gafas de visión nocturna, lo que dificultaba aún más su trabajo.
Los secuestradores llegaron en dos helicópteros al aeropuerto de Fürstenfeldbruck a las 22.30. Tras una media hora de tensión extrema, Atif y un compañero, junto con dos rehenes, se bajaron del helicóptero y se dirigieron al avión. Al subir se dieron cuenta de que estaba vacío y de que todo era una emboscada. Echaron a correr hacia el helicóptero mientras se encendían los focos del aeropuerto y los francotiradores comenzaban a disparar. Se produjo un intercambio interminable de disparos, con la muerte de dos terroristas y uno de los tiradores de la torre de control. Más tarde se sabría que el plan no se ejecutó según lo previsto, porque los helicópteros debían aterrizar en paralelo a la torre de control y no en perpendicular, ya que de esa forma obstruía la visión y exponía a uno de los francotiradores del aeródromo a la línea de fuego de otros compañeros.
Los rehenes continuaban dentro de los helicópteros, con las manos atadas al techo, inmóviles. La policía alemana envió refuerzos cuando de repente llegó la calma. Se hizo el silencio en el aeropuerto. Los tiradores se habían quedado sin munición. Esa calma fue interpretada por las autoridades, ajenas a la realidad, como un triunfo. Se envió información equivocada de que se había liberado a los rehenes y los informativos afirmaron que la pesadilla había terminado. Desde Israel, las familias de los deportistas se iban a la cama aliviados tras esas 24 horas de miedo y terror. Cuando llegaron los refuerzos y la policía se rearmó, el tiroteo prosiguió. Sabiendo que se acercaba su final, uno de los terroristas arrojó una granada dentro del primer helicóptero donde había cuatro deportistas y el piloto. Otro de los asaltantes acribilló al resto de los rehenes que se encontraba en el segundo helicóptero. La policía finalmente abatió a tres terroristas, entre los que se encontraba Afif y detuvo a los tres restantes. Era más de medianoche cuando trascendió la noticia. Once miembros de la delegación olímpica israelí habían sido asesinados, junto con cinco secuestradores, un policía germano y un piloto. Ese fue el trágico balance de ese maldito 5 de septiembre.
Sorprendentemente, la competición olímpica sólo se aplazó un día, a pesar de las numerosas voces que desde todo el mundo pedían su suspensión. El presidente del COI por aquel entonces, Avery Brundage, afirmó que un acto terrorista no podía condicionar el desarrollo de unos Juegos Olímpicos. Al día siguiente se ofició un homenaje a los fallecidos, donde asistieron 80.000 espectadores, con la bandera olímpica y las de todas las naciones, excepto los países árabes, ondeando a media asta. En su discurso, el presidente del COI, incomprensiblemente, no hizo referencia alguna a los atentados.
El equipo de Israel abandonó los Juegos ese mismo día, al igual que Egipto, Filipinas o Argelia, entre fuertes medidas de seguridad. Tan sólo cuatro días después de la masacre, la fuerza aérea israelí bombardeó las bases de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en Siria y Líbano, ataque que fue reprobado por el Consejo de Seguridad de la ONU. La primera ministra Golda Meir afirmó que el daño a su país no quedaría impune y dio orden directa al servicio secreto israelí, el Mossad, de matar a todas las personas que hubieran estado implicadas en la matanza de Múnich. A esta operación se la conoció como Cólera de Dios. Meir se reunió con los familiares de los atletas israelíes para explicarles su plan. Muchos de ellos admitieron que la venganza no traería a sus familiares de vuelta.
El 29 de octubre de 1972, en medio de la enérgica respuesta judía, un comando de Septiembre Negro secuestró un avión y amenazó con destruirlo si no se liberaba a los tres presos de las cárceles alemanas. Las autoridades teutonas accedieron, temerosas de otra masacre. Durante 7 años, el servicio de inteligencia israelí se dedicó a acabar, uno por uno, con todos los implicados, acribillándolos a balazos o mediante bombas lapa. En 1973, en Lillehamer (Noruega), mataron a un joven marroquí al que confundieron con Ali Hasan Salameh, un miembro del Septiembre Negro. Los agentes del Mossad fueron procesados y encarcelados. Salameh fue asesinado seis años más tarde. Solo uno de los cerebros de la operación escaparía al acecho del servicio secreto. Fue Abu Dauoud, que murió en el año 2010 por una insuficiencia renal.
El atentado de Munich cambió por completo la idea de seguridad en una gran competición deportiva como los Juegos Olímpicos y el odio entre dos pueblos salpicó de sangre la bandera multicolor que cada cuatro años puebla el espíritu de todo deportista y aficionado. El COI ha afirmado que no habrá minuto de silencio por las víctimas del atentado del que se cumple 40 años en la ceremonia de apertura de los JJ. OO. de Londres.
Una placa conmemorativa en el edificio donde se alojaba el equipo israelí es el legado físico que queda. “El equipo del Estado de Israel permaneció en este edificio durante los 20º Juegos Olímpicos de Verano del 21 de agosto al 5 de septiembre de 1972. El 5 de septiembre, Joseph Romano, Moshé Weinberg, Daviderger, Ze’ev Friedman, Joseph Gottfreund, Eliezer Halfin, Andre Spitzer, Amitzur Shapira, Kehat Shorr, Mark Slavin y Yakov Springer fallecieron por muerte violenta. Honor a su memoria“.
* Sergio Pinto es periodista. En Twitter: @dikembe
– Fotos: RTBF
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