Internacional / Fútbol / Crónicas 2014-2015 / Inglaterra
Cuando acusaban a Tigran Petrosian, campeón del mundo de ajedrez en los años 60, de proponer partidas aburridas, acababa rápido la conversación: “Siempre decís que mis partidas deberían ser más interesantes. Yo podría ser más interesante y también podría perder”. Esta bestia de los tableros destacó por llevar a la perfección lo que en ajedrez se denomina profilaxis: aquellos movimientos que además de mejorar la posición de las piezas propias evitan que el oponente mejore las suyas. Como cualquier rival de este ajedrecista soviético, Wenger había visto en febrero cómo Mourinho machacaba su temerario planteamiento replegando en campo propio y presionando hasta la asfixia cualquier recepción de espaldas, el mínimo fallo en el control de balón y todo lo que oliera a sangre de unos jugadores –entonces el mediocampo lo formaron Arteta, Oxlade-Chamberlain y Cazorla– que ni estaban capacitados para desarrollar ese fútbol asociativo veloz y fluido que pretende el técnico francés ni estaban preparados para contrarrestar la calidad en las transiciones del Chelsea. La velocidad tras el robo volvía a ser la amenaza local, y controlar la zona de pérdida, alternar la subida de los laterales –entonces Sagna y Gibbs descompensaron el equipo con incorporaciones al alimón–, ponerle pegamento en la espalda a Flamini para que los centrales se juntaran a él y anularan el juego entre líneas de los mediapuntas, y mostrar atención e intensidad desde el inicio, debían de ser las bases para poder competir con opciones reales.
Mourinho copió equipo y sistema del día del 6-0 metiendo a Cesc por David Luiz como pareja de Matic en el doble pivote y a Diego Costa por Eto’o en la punta del ataque. La agresividad de Oscar y Schürrle en la recuperación y la velocidad de estos para explotar espacios le ganaron la partida a Willian, mientras que Diego Costa forzaba para estar ante un rival con características propicias para que lucieran sus virtudes. Por su parte, Wenger sí se amoldó esta vez al escenario y abandonó el 4-2-3-1 que había dejado una grandísima imagen el miércoles ante el Galatasaray para dibujar un 4-1-4-1 con Cazorla y Wilshere como interiores arropando a Flamini, que actuó como mediocentro único. Ozil volvía a la derecha y Alexis partía desde la izquierda con Welbeck en la posición de nueve. Wenger y el equipo respondían: el primero tomaba precauciones y promovía un plan coherente, mientras que el segundo mostraba una tensión competitiva y un compromiso acorde a la trascendencia del encuentro. El Chelsea salió a buscar al Arsenal desde el inicio, los gunners se hicieron fuertes ante la presión local y ambos se repartieron fases más o menos largas de posesión en las que el dueño del balón no creó peligro pero –sorprendentemente– apenas sufrió. La buena organización del Arsenal tapando líneas de pase por el centro –evitando que los mediapuntas del Chelsea recibieran a la espalda de los mediocampistas del Arsenal– obligaba a los de Mourinho a salir por la banda o mediante desplazamientos largos, e incluso en fases de buena presión el Arsenal cazó alguna salida como la que murió en un choque entre Alexis y Courtois que acabó con el portero en el hospital.
Como la pizarra no podía decantar la balanza había que recurrir a las estrellas, y aquí el Chelsea juega en otra dimensión. En el Arsenal era Cazorla el que ejercía de líder, asumiendo el protagonismo del que huyó –otra vez– Özil y currando en la fase defensiva, mientras que en el Chelsea le iba a tocar esta vez a Hazard frotar la lámpara para decidir el partido. Al borde de la media hora, el extremo belga –que cuando decida ser determinante en forma de martillo pilón en lugar de a fogonazos se le quedará pequeña la Premier– se vino a recibir al centro, y cuando Cazorla quiso dejar de flotarle para entrarle, el ‘10’ del Chelsea ya había arrancado la moto, había rajado el centro de la defensa dejando atrás a tres rivales y había sido atropellado por un Koscielny cuyos penaltis son la ruina de las moviolas porque no dejan lugar a dudas. El propio Hazard se puso el esmoquin para lanzar el penalti –gasta la elegancia de un superclase de 35 años y solo tiene 23– y dejó hecha la faena más difícil: romper el partido.
La reacción del Arsenal fue fantástica: apenas le afectó el golpe y el encuentro continuó por los mismos derroteros. El partido era de ritmo alto, parco en errores y solo alterado por un Hazard que continuaba con su exhibición de desbordes en todas las zonas del ataque. En el segundo tiempo, Wenger movió a Özil a la mediapunta, dejándole toda la banda derecha a Chambers con el objetivo de meter en el partido al alemán. Wenger volvía a apostarlo todo a Özil y este volvía a mostrar una desidia preocupante que agudizaba en el contraste con la intensidad mostrada por Welbeck y Alexis, quienes a pesar de no poder mostrar su mejor versión fueron claves en la imagen de bloque que transmitió su equipo. A veinte minutos del final, Wenger quemó las naves y decidió cambiar al 4-2-3-1 metiendo a Oxlade-Chamberlain por Cazorla –visto el nivel del asturiano, el cambio solo se explica desde la confianza ciega en Özil–, pasando Wilshere al doble pivote, y Oxlade-Chamberlain a la banda derecha.
Wenger buscaba espolear a su equipo en el último tramo, pero simultáneamente iba a intervenir Mourinho para con un cambio profiláctico de estos que –como los movimientos de Petrosian sobre el tablero– frustran los planes del rival y eliminan las amenazas antes de se materialicen, buscar el tanto que redondeara el resultado mourinhista por excelencia: 2-0 con un segundo gol a la contra cuando el rival está volcado a por el empate. El técnico portugués quitó a Schürrle para meter a Obi Mikel, desplazó a Oscar a la banda derecha y, como hiciera en el Etihad, subió a Cesc a la mediapunta para lanzar a Diego Costa en las transiciones ofensivas. El cambio naturalizó a ambos equipos, que volvieron a su esencia. El Chelsea replegó más bajo que nunca, el dúo Matic-Mikel fundió las luces al carril central y los locales tuvieron dos contragolpes en tres minutos que dieron la puntilla al encuentro. En el primero, Diego Costa condujo como un búfalo ante tres rivales, detuvo el tiempo para esperar la llegada de Hazard y le sirvió el balón en el momento justo para que este se anticipara a Koscielny y mandara la pelota al cielo con todo a favor. En el segundo, un pase de película de Fàbregas lo iba a pinchar perfectamente Diego Costa para levantar la pelota después sobre Szczesny y cerrar un partido que deja al Arsenal con dos victorias en siete jornadas y con una montaña de nueve puntos hasta el liderato que viene a ser el prólogo del libro que escriben los de Wenger cada temporada. Solo que en esta hay un título menor menos con el que salvar la temporada, puesto que el Southampton ya lo dejó fuera de la Capital One Cup.
Un año más el Arsenal deja esa sensación –cada vez sucede más temprano– de que el año de la consagración será el siguiente, que el proyecto es sólido, pero la planificación en verano ha dejado que desear y que ser cuarto volverá a ser el objetivo del club, algo que poniendo al Chelsea frente al espejo –un equipo que en 15 meses con Mourinho ha pasado de quedar a 14 puntos del campeón de la Premier League a tener uno de los proyectos más serios de Europa– deja una imagen de conformismo que no hace justicia a la grandeza de la institución. Mientras, el Chelsea está decidido a ganar la liga en esta primera parte de la temporada aprovechando el asequible grupo que le ha caído en Champions. No tiene fisuras, controla los partidos con y sin balón, la imagen de bloque sólido sigue agrandándose y cuando no deciden las estrellas lo hace el entrenador desde la pizarra. Demasiadas cosas como para no pensar que será una temporada monumental en Stamford Bridge.
* Alberto Egea.
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