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Cada cierto tiempo la historia se encarga de recordarnos que los proyectos más sólidos nacieron siempre de escenarios de crisis, cuando la desesperación llevó a apostar como último recurso por la paciencia. En el fútbol de élite no hay tiempo y cualquier decisión que sirva de atajo en el camino hacia el triunfo a corto plazo se concibe como buena, aunque esto condicione la planificación de una idea de proyecto –que muchas veces ni siquiera existe–, aplazando el problema en lugar de solucionarlo. Cuando estos equipos en crisis se han hartado de gastar en grandes nombres que nada tienen que ver con la idea por desarrollar, cuando se han ido reemplazando entrenadores cuyo modelo de juego nada tiene que ver con el anterior, cuando estos técnicos, presos de los resultados, condicionan la preparación física de toda la temporada para llegar a tope al inicio y conseguir así un colchón de puntos que les dé vida hasta las últimas jornadas, en las que su rendimiento cae en picado porque llegan fundidos, cuando se han agotado todos estos dudosos recursos, los clubes terminan en ocasiones por resignarse, oficializan su idea, dan el mando a un técnico que comulgue con ella y abandonan las prisas en pro del proyecto. Así, cuando Berlusconi llega al Milan en 1986 el club atraviesa el peor momento de su historia, con siete años sin títulos, un doble paso por la Serie B y un retorno a la élite en la que luchar por el Scudetto no deja de ser una quimera. Entonces Il Cavaliere apostó por el técnico del Parma –en la Serie B–, Arrigo Sacchi, sin experiencia alguna en la élite ni como jugador ni como entrenador, pero que le había dejado prendado en los octavos de final de la Coppa de esa misma temporada, donde el Parma eliminó a los rossoneri, incapaces de meter un gol en 180 minutos. El resto es historia del fútbol. El Barça era un polvorín cuando Cruyff aterrizó en Barcelona hace veinticinco años, y el papel de segundón empezaba a ser asumido por los culés en 2003 cuando llegó Rijkaard, pero de la paciencia de sus presidentes ante nefastos arranques de temporada se forjaron equipos históricos. Y podríamos seguir hasta aburrir con el Manchester de Ferguson, el Borussia Dortmund de Klopp o la Juve de Conte.
Todos los grandes de Europa, en una época u otra, tuvieron este periodo de travesía en el desierto. Todos menos el Madrid, que come aparte. En el club blanco los grandes jugadores fueron siempre por delante de las ideas, de los entrenadores y de los proyectos, porque el proyecto siempre fueron ellos. Esto le ha permitido al club ganar títulos de forma continuada en el tiempo, abstrayéndose de ciertas competiciones para focalizar sus fuerzas en los torneos que iba eligiendo, haciendo valer sus jugadores y el aura ganador de su escudo –al contrario que el Barça, nunca necesitó tener el mejor equipo para ganar títulos–, pero renunciando a abarcarlo todo. Florentino Pérez recrudeció esto, subestimó la figura del entrenador y otorgó todo el protagonismo a los jugadores mediáticos, hasta que el club se agotó de ver cómo esto por sí solo no le daba para competir frente a un equipo excelso trabajado hasta el último detalle por Guardiola y decidió que el mediático fuera el entrenador. Y aquí cambió la historia del club.
Mourinho pasó a afrontar la temporada como un todo y el Madrid a ju,gar más partidos que nunca en abril y mayo. Partidos de verdad, de los que se llevan en la cabeza toda la semana y cuando llega el día no ves el momento de acabar la jornada de trabajo para ir corriendo a casa o al bar a verlos. Desde entonces, el Madrid no regala títulos en Toledo o Alcorcón, ha frenado el empequeñecimiento que había sufrido el equipo en los seis años anteriores cada vez que escuchaba el himno de la Champions, no entiende la competición sin llegar al tramo final de temporada con opciones a todos los títulos, y si tienen que atropellarlo, como decía Cruyff, lo atropella un Ferrari. El madridismo ha vuelto a vivir momentos que bien valen una temporada entera, tanto ganando como perdiendo, disputando partidos con los que se escribe la historia. Se ha ganado en el Camp Nou maniatando al Barça, ahogándolo en la posesión más improductiva para destrozarlo al contragolpe, y se ha perdido disfrutando de cuatro minutos de asedio –tras el segundo gol de Ramos– ante un Borussia Dortmund muerto de miedo porque el Bernabéu se lo comía.
Ahora la baja de Khedira, una de las piedras sobre las que Mourinho levantó su templo a la competitividad, merma al equipo, sobre todo de cara a partidos machos y competiciones a todo o nada donde los errores se pagan mucho más caros que en la liga. El Madrid, con un mediocampo más virtuoso con balón, elevará el número de golpes en cada duelo –a favor y en contra–, algo que puede convertir su trayectoria en la liga en una gira de los Globetrotters con un par de bolos ante equipos de la NBA –Barça y Atleti–. Sin embargo, en la Champions no hay sparrings, y esa será otra historia. El hecho de que el Madrid no vuelva a tener un partido gordo como mínimo hasta finales de febrero –encadena octavos de Champions y visita al Calderón– le otorga a Ancelotti tres meses para reinventarse sobre lo ya trabajado, un reto a la altura del técnico italiano, flexible y amoldable como pocos desde que se deshiciera de la sombra de Sacchi que tanto le había limitado en su primera etapa como técnico, para entenderla como inspiración y comenzar a ser él mismo. La Champions es una ruleta rusa en la que nunca sabes cuántas balas vas a tener que meter en el tambor del revólver para que te sorprenda, y Mourinho metió tres en forma de semifinales. Sin Khedira parece más complicado que esta cuarta bala se dispare, pero ya les saltó cuando menos lo esperaban a los Drogba, Terry, Lampard y compañía.
* Alberto Egea.
– Foto: Reuters
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