"Se llama genio a la capacidad de obtener la victoria cambiando y adaptándose al enemigo". Sun Tzu
Fútbol / Crónicas 2013-2014 / Inglaterra
Decía Boskov que eran los grandes equipos los que hacían grandes jugadores y no al revés, y el homenaje que hicieron ayer los jugadores del Chelsea a esta manera de entender el fútbol en el día de la muerte del mítico entrenador serbio ha dado un vuelco a la Premier que deja muy tocadas las esperanzas del Liverpool por recuperar la corona inglesa veinticuatro años después.
Del equipo de Mourinho –que ya había avisado de que priorizaría el partido de Champions ante el Atlético a la hora de plantear el encuentro– solo se podía adivinar el centro del campo, dado que Matic no puede disputar la Champions y Mikel y Lampard están sancionados para dicho partido ante el equipo de Simeone. Todo lo demás quedaba a expensas de cuánto quisiera reservar el técnico portugués, que no arriesgó con ninguno de los jugadores tocados y guardó además a Cahill, David Luiz, Willian y Torres para salir con un once poco reconocible. El Chelsea dibujó un 4-2-3-1 con el veteranísimo Schwarzer bajo palos, el debutante Thomas Kalas (20 años) formando en el centro de la zaga con Ivanovic –Mourinho le dio minutos al serbio en la misma posición en la que tendrá que desempeñarse ante el Atlético si Terry no consigue recuperarse finalmente–, Matic y Mikel como férrea pareja en la medular, con Lampard liberado por delante, Salah y Schürrle en los extremos y Demba Ba en punta.
El equipo estaba diseñado para densificar esa fluidez que tiene el Liverpool en zonas interiores, que tienden a estar ocupadas por todos sus atacantes constantemente dejando los costados para las incorporaciones de sus laterales. El objetivo blue iba a ser similar al del martes pasado ante el Atlético: blindarse atrás mediante un repliegue intensivo muy bajo –en el segundo tiempo sería más acusado que en el primero– e intentar sacar partido de una contra, un balón parado o castigar cualquier error del rival. Sacar un equipo tan físico y desarrollar la idea de arriesgar lo mínimo ante un rival que penaliza cada fallo con vara de hierro, permitió a Mourinho dar la alternativa al joven central checo Thomas Kalas –solo había disputado un minuto en Champions y otro en League Cup en toda la temporada–, que protegido por la veteranía que le rodeaba gozaba de un microclima perfecto para lucirse en un escenario inigualable.
Mientras, Rodgers, que se olía este campo de minas en el carril central, eliminó la posición de mediapunta, devolvió a Sterling a la banda derecha –donde mezclando con Johnson podían afrontar un desequilibrado duelo con Ashley Cole– y a Coutinho a la izquierda, y dejó a Suárez con libertad en el centro del ataque ante la ausencia de Sturridge –que no estaba para 90 minutos–, abandonando el 4-4-2 de rombo estrecho que había utilizado en muchos de los grandes partidos disputados desde febrero para volver al 4-3-3 con Gerrard en la base y Allen y Leiva como interiores.
Consciente de las salidas trepidantes del Liverpool a la yugular del rival en los partidos disputados en Anfield (1-0 ante el Manchester United en el minuto 4, 4-0 ante el Arsenal en el 20, 2-0 ante el Tottenham en el 25, 2-0 ante el Manchester City en el 26…), el Chelsea intentó congelar el encuentro –pérdidas de tiempo de todos los colores, faltas tácticas– intentando evitar que tuviera continuidad la secuencia de pases mínima que necesitan los de Rodgers para activar a sus atacantes, a la espera de que el sosiego de la hinchada local y la inquietud lógica provocada por el peso de esa responsabilidad histórica que afrontaba el Liverpool dejaran con el paso de los minutos una puerta abierta a las opciones del Chelsea.
El Liverpool disfrutaba de la posesión y empujaba al bloque londinense contra la meta de Schwarzer, pero no lograba percutir por dentro ni ser profundo por fuera, obligados Sterling y Coutinho a recibir en posiciones demasiado retrasadas como para dañar y frenados por las ayudas ordenadas y escalonadas cada vez que lograban desbordar. El Chelsea se había amoldado al Liverpool para robarle la identidad, había logrado que el Liverpool dejara de ser el Liverpool, que se sintiera incómodo, que no consiguiera que el partido se convirtiera en ese correcalles en el que siempre gana Luis Suárez, y era ahí donde, sin apenas crear peligro, había empezado a ganar el partido. La figura de Matic se agigantaba en forma de pulpo omnipresente capaz de abarcarlo todo sin perder la posición en ningún momento, robando balones, superando líneas en conducción, acertando siempre en los pases en zonas comprometidas y sosteniendo el centro de gravedad de un equipo que se ordena defensivamente en torno a él.
En el descuento del primer tiempo la desgracia se iba a cebar de forma cruel con la persona que menos lo merecía, y el equipo de Mourinho, que no entiende de misericordia, iba a dar una bofetada a las ilusiones de una afición que un día más había hecho en Anfield un ejercicio de enaltecimiento al fútbol. Un error de Gerrard en el control de un balón fácil en el centro del campo cuando era el último jugador de su equipo y el posterior resbalón al intentar rectificar lo aprovechó Demba Ba para plantarse ante Mignolet, batirlo por bajo y poner el 0-1 instantes antes del descanso.
Al borde de la hora de partido entró Sturridge por Leiva y el Liverpool fue alternando fases de ataque entre el 4-5-1 inicial y el 4-4-2 en rombo estrecho con Sterling de mediapunta con idéntico resultado. El área pequeña, esa zona en la que unos ven un precipicio y el Chelsea ve el sofá de su casa, pasó a ser la ubicación de los visitantes a lo largo de toda la segunda parte. El Chelsea había replegado más atrás que nunca, y con una línea defensiva de seis en la que Willian –que entraba en el minuto 60 por Salah– y Schürrle ejercían de laterales, por detrás del muro de acero que formaban Matic, Mikel y Lampard, pobló el área de camisetas azules perfectamente ordenadas e inabordables para el ataque local, que desesperado solo encontraba salida en los disparos de media distancia. El Liverpool moría de impotencia ante la exhibición de coberturas, ayudas y juego aéreo, que se potenciaría a 13 minutos del final con la entrada de Cahill por Schürrle –generosísimo despliegue físico del extremo alemán–, pasando el Chelsea a jugar con tres centrales.
Rodgers quemaría sus últimos cartuchos sacando al olvidado Iago Aspas a diez minutos del final y Luis Suárez la tendría en el descuento para conseguir un empate que habría seguido haciendo depender de sí mismo al Liverpool para ser campeón. En el minuto 94, con los locales volcados, un contragolpe lanzado por Fernando Torres –que había entrado en el 84 por Ba– dejó en un dos para uno al de Fuenlabrada con Willian frente a Mignolet, que vendido vio cómo el exjugador del Atlético le regalaba el gol al brasileño para cerrar el 0-2 ante el estallido de Mourinho, que vencía en el campo que tantos quebraderos de cabeza le había dado en sus duelos de la pasada década con Rafa Benítez.
El triunfo es un puñetazo encima de la mesa que otorga un protagonismo inusual para un tercer clasificado, ganado a pulso en las victorias ante los poderosos en las que ha quedado claro que el Chelsea no necesita el trofeo para saberse el mejor equipo de los tres de arriba –les ha ganado los cuatro partidos de la temporada–, y que solo la ausencia de un goleador que reparta 25-28 goles entre los equipos modestos que tantos puntos le han sangrado al Chelsea le ha privado de un título que ahora queda en manos del Manchester City, gran beneficiado de que el villano de la Premier haya destrozado, al menos por el momento, el cuento de hadas en que se había convertido Anfield.
* Alberto Egea.
– Foto: PA
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