“11 seconds, you’ve got 10 seconds, the countdown going on right now! Morrow, up to Silk. 5 seconds left in the game. Do you believe in miracles? YES!”
Al Michaels, locutor de ABC Sports
22 de febrero de 1980. En Lake Placid, una pequeña villa situada en el estado de Nueva York, se celebraban los XIII Juegos Olímpicos de invierno. Ese viernes, a las 5 de la tarde, hora local, acontecía uno de los mayores milagros de la historia del deporte. Un equipo de hockey sobre hielo formado por chavales universitarios, con una media de edad de 22 años, batía al mejor equipo del mundo, la todopoderosa Unión Soviética, por 4-3. En pleno auge de la Guerra Fría, se veían las caras dos polos diametralmente opuestos tanto en el deporte como en la vida. El triunfo norteamericano supuso el renacimiento del orgullo patrio local, de una nación hasta esos días mancillada y que volvía a creer en su país, en el sueño americano. Esa gesta inolvidable, catalogada como el mejor momento deportivo del siglo por los norteamericanos, fue bautizada como El milagro sobre hielo.
La década de los 70 supuso un período tumultuoso y visceral en los Estados Unidos. La Guerra de Vietnam se convirtió en la semilla germinal que con sus casi 60.000 víctimas y 300.000 heridos quebró el alma y la coraza invicta de una nación cuya autoestima no se recuperaría del golpe tan fácilmente. En 1972, el escándalo Watergate, que propició la dimisión del hasta entonces 37º presidente de la nación, Richard Nixon, no hizo sino aumentar el desasosiego, la desconfianza, y envolvió el país en un halo de vergüenza y el pesimismo. El decenio maldito americano no terminaba aquí, ya que al embargo de petróleo perpetrado por los países árabes en 1973 se unió el accidente nuclear en la central de Three Mile Island (Pensilvania) el 28 de marzo de 1979, considerado actualmente como el tercer desastre nuclear más grave de la historia. A finales de ese año, 66 norteamericanos fueron apresados como rehenes en la embajada estadounidense en Teherán tras un llamamiento del ayatolá Jomeini al levantamiento de su pueblo contra el opresor americano. Los rehenes fueron liberados 444 días más tarde, tras los caóticos intentos de rescate que indirectamente acabaron con las opciones de reelección de Jimmy Carter. Los años 70 finalizaban de forma dramática para la nación más poderosa del mundo, tocada en su línea de flotación, sufriendo una alta tasa de paro, de inflación y los efectos colaterales del conflicto iraní, que derivó en una crisis energética de grandes dimensiones. Pero todo podía ir aún peor. El 24 de diciembre de 1979, la Unión Soviética invadió Afganistán. La Guerra Fría reaparecía en la escena internacional.
La invasión soviética hizo tambalearse los cimientos de los Juegos Olímpicos de invierno que estaban a punto de celebrarse. Surgió la amenaza de boicot, que finalmente no acontecería, todo lo contrario que en los Juegos Olímpicos de verano, que tendrían lugar precisamente en Moscú, donde 65 países no acudieron a la cita a modo de protesta. Finalmente, el 13 de febrero de 1980, se inauguraron los Juegos en Lake Placid. Eric Heiden, patinador estadounidense, consiguió 5 medallas de oro y hubiera sido el triunfador absoluto de no ser por esos 20 chavales que, de una forma u otra, devolvieron la esperanza y revitalizaron a una nación hasta ese día escéptica e incrédula.
Herb Brooks nació en Saint Paul, Minnesota, en 1937. Comenzó a jugar a hockey desde muy pequeño, con 3 o 4 años, practicando en el estanque congelado a pocos metros de su casa, descubriendo la pasión por un deporte que aunaba velocidad, concentración, precisión, inteligencia y estrategia. Con el equipo de Saint Paul Johnson High School se proclamó campeón del estado en 1955, ingresando poco después en las filas del equipo universitario de los Minnesota Gophers. Veloz extremo, su proyección no pasó desapercibida y fue convocado con el equipo estadounidense que iba a disputar los Juegos Olímpicos de 1960 en Squaw Valley, California. Una semana antes del comienzo de la competición, el entrenador Jack Riley eligió a Brooks como último descarte y le privó de sus primeros Juegos. Estados Unidos se alzó con la medalla de oro y Brooks, muy enfadado, dijo a Riley: ”Debes haber tomado la decisión correcta. Ganaste”. Esa exclusión dejó una herida abierta en Brooks, quien a partir de ella forjó su personalidad independiente, ingobernable y vanguardista. Su participación en las dos siguientes ediciones de los Juegos no apaciguó el espíritu revanchista de Brooks, que desde aquél día de 1960, tenía una cuenta pendiente con el hockey.
En 1972, Brooks se convirtió en entrenador de la Universidad de Minnesota, guiando a su equipo a la conquista del campeonato de la NCAA en 1974, 1976 y 1979. A raíz de su último triunfo, Brooks fue llamado para dirigir al equipo estadounidense en los Juegos Olímpicos de 1980. Objetivo: vencer a la Unión Soviética, mejor equipo del planeta y medalla de oro en cuatro Juegos Olímpicos consecutivos, desde 1964 a 1976. Empresa casi imposible, como los propios americanos reconocían: “A menos que el hielo se derrita o que Estados Unidos u otro equipo tenga una actuación milagrosa como la escuadra americana en 1960, los rusos esperan ganar fácil el oro por quinta vez consecutiva”. Para afrontar tal desafío, Brooks organizó un campus en Colorado Springs al que acudieron los mejores jugadores del país, entre los que eligió 26, de los cuales 6 serían finalmente descartados. Solamente Buzz Schneider repetía respecto a los Juegos de 1976. Las universidades de Minnesota y Boston, rivales acérrimas, aportaban el mayor número de jugadores. Brooks debía gestionar esa hostilidad entre sus deportistas y conseguir que se comportaran como un equipo, que lucharan como tal. Lo hizo creando un enemigo común para todos ellos. Él mismo. “Soy vuestro entrenador, pero no soy vuestro amigo”, les espetó Brooks en su charla de presentación.
La estrategia de Brooks funcionó. Los jóvenes jugadores estrecharon lazos ante la antipatía que todos ellos sentían por su técnico. Craig Patrick, segundo entrenador, era el encargado de apaciguar los ánimos por orden expresa de Brooks. Típica táctica del poli bueno, poli malo que empezaba a dar sus frutos. En el vestuario, los jugadores apuntaban en una libreta las frases metafóricas y dañinas que su entrenador lanzaba al aire cada día. Las denominaron Brooksisms. Una de ellas era: “Día tras día jugáis peor. Ahora mismo estáis jugando como el mes que viene”. Brooks quería instaurar una nueva filosofía de juego en el equipo, utilizando la determinación de la escuela norteamericana y disciplina táctica del juego europeo. “No se trata de lanzar el puck sin sentido, tenemos que ser creativos, rápidos y jugar bien cuando no tengamos la posesión”, decía Brooks. Con el equipo más unido que nunca, en septiembre de 1979 iniciaron una gira de exhibición por Europa, donde jugaron 61 partidos ante equipos nacionales y universitarios. “Si jugamos contra europeos, aprenderemos a jugar como los europeos”, confesaba Brooks. El balance fue 42 victorias, 16 derrotas y 3 empates. El partido ante Noruega sobresalió sobre los demás. Ante un rival con el que se iban a encontrar en la fase de grupos de los Juegos, los norteamericanos jugaron relajados y sin tensión, algo inaceptable para Brooks. Tras el empate a tres final, el técnico obligó a sus jugadores a permanecer en la pista patinando de un lado a otro, de línea azul a línea roja, durante una hora. El pabellón estaba vacío, las luces apagadas y entre las tinieblas se podían ver más de veinte figuras deslizándose por el hielo mientras retumbaba el eco de la voz de un técnico enfurecido. Ese hecho marcó un punto de inflexión en el carácter de sus jugadores, que firmaron un pacto de sangre, unión y fraternidad. “Él (Brooks) puede hacer lo que quiera con nosotros, que no logrará destruirnos”, comentaría Dave Silk. Finalizada su gira por Europa se colgaron la medalla de oro de un torneo preolímpico en el que derrotaron, entre otros, al equipo B de la URSS. A pesar de todo, Brooks no estaba satisfecho y pedía más química en el equipo. Tenía que hacer 6 descartes y quedarse con 20 jugadores, lo que aumentó aún más la competitividad en el grupo. Ni Mark Eruzione, el capitán, tenía el puesto asegurado. Ese temor, ese nerviosismo y desasosiego era exactamente lo que Brooks quería que experimentaran sus jugadores. Lo mismo que él había vivido 20 años antes.
Con el equipo perfilado y a tres días del comienzo de los Juegos, solo quedaba un último test, el más complicado de todos. El 9 de febrero de 1980, en el Madison Square Garden de Nueva York, Estados Unidos se enfrentaba a la Unión Soviética. El partido no tuvo historia. Los rusos no dieron ninguna opción a los norteamericanos, pasándoles por encima como una gran ola roja, imponiendo su ley desde el principio hasta el final. Un duro golpe de realidad para los jóvenes estadounidenses, que asistieron anonadados a una exhibición histórica. Los soviéticos, que llevaban jugando juntos mucho tiempo, tenían de amateur solamente la palabra. La mayoría eran miembros del Ejercito Rojo, tenían responsabilidades militares, pero el gobierno les permitía dedicar su vida entera al hockey, siendo todos profesionales, con Boris Mikhailov a la cabeza. Vivían un régimen de entrenamiento casi dictatorial, sin poder ver a sus familias ni amigos, entregados a una única causa, razón por la que Viktor Tikhonov, seleccionador nacional, era persona non grata para sus jugadores. En sus partidos amistosos habían vencido a equipos de la National Hockey League (NHL), mostrando su poderío dondequiera que jugaran. Esa noche neoyorquina fueron un vendaval ingobernable que venció por 10-3. Los jugadores norteamericanos, con sensaciones contradictorias de decepción y admiración ante los rusos, reconocieron su superioridad: “Estos tíos son de otro mundo”, “Eran como robots, cuando marcaban un gol nunca sonreían”, “Éramos espectadores, contemplando sus hermosos goles” o “Veías su casaca roja con el CCCP en el pecho. Eran muy intimidatorios”.
Ese golpe de realidad pareció definir el futuro de ambas selecciones en el torneo. El 12 de febrero los anfitriones debutaron ante Suecia. Con 2-1 abajo a falta de un minuto para el final, Brooks quitó a su portero Jim Craig para dar entrada a otro jugador de campo. A falta de 27 segundos para el final, Baker anotó un gol fundamental que sellaría el empate y sería clave para el devenir futuro del equipo. En el siguiente encuentro vencieron a Checoslovaquia, considerada la segunda mejor selección del mundo, por 7-3. Rumanía, Noruega y Alemania siguieron el mismo camino ante el rodillo americano, que se clasificó segundo de grupo, por detrás de Suecia. Los anfitriones, con un juego rápido, alegre y disciplinado, habían ido ganando en confianza hasta resultar realmente difíciles de parar. La URSS, por su parte, masacró sin piedad a todos sus rivales, marcando una media de 10 goles por partido. EE. UU., Suecia, Finlandia y la URSS pasaban al grupo final que decidiría las medallas.
El 22 de febrero era el día del gran partido. La opinión pública y entendida, aún con los recuerdos del 10-3, no daba ninguna opción al equipo anfitrión. El horario del encuentro, a las cinco de la tarde, era otra declaración de intenciones. Los americanos trataron de cambiar la hora del juego, pero la URSS se negó tajantemente. Tal era la poca esperanza existente en su equipo, que la ABC, cadena que transmitía los Juegos, no emitió el partido en directo y planeó su redifusión a las 8 de la tarde. Esta falta de confianza contrastaba con el ánimo de Herb Brooks en el vestuario norteamericano. El técnico, convencido de que los soviéticos no eran invencibles, alentó a los suyos: “Relajáos, concentráos, alguien tiene que ganar a estos arrogantes”. Y, cómo no, hizo gala de otro de sus Brooksisms :”Nacísteis para ser jugadores de hockey, vuestro destino era estar aquí. Es vuestro momento”. Para rebajar la tensión del ambiente, Brooks recurrió a la broma y la mofa, con Boris Mikhailov como diana de sus burlas, haciendo hincapié en el enorme parecido de la estrella soviética con otro astro del celuloide: Stan Laurel, el que hacía de flaco junto a Oliver Hardy en El gordo y el flaco.
Los jugadores saltaron a la pista en un ambiente enfervorizado. Los gritos ensordecedores de ánimo, las banderas que ardían en Oriente Medio ondeaban histéricas en el pabellón, en una atmósfera única e inigualable. Espoleados por el entorno, los estadounidenses comenzaron a un ritmo frenético, sorprendiendo a los soviéticos. “No sentía los pies en el hielo”, admitiría Dave Silk. Tras atenuarse el estallido local, los actuales campeones golpearon primero por medio de Vladimir Krutov y parecía que la historia volvía a repetirse. Los visitantes cabalgaban sobre el hielo y la figura de Jim Craig emergió infranqueable en la portería norteamericana, frenando cualquier atisbo de sentencia y encorajinando a sus compañeros. Schneider, el jugador más veterano del equipo, provocó el delirio anotando desde lejos, pero Makarov devolvió la ventaja a los soviéticos con dos minutos por jugarse. Faltando 10 segundos para la finalización del primer período, los visitantes esperaban el sonido de la bocina sin prestar demasiada atención al juego. Ese exceso de confianza, esa relajación, les costaría el gol del empate, anotado por Johnson cuando el electrónico marcaba faltando solamente un segundo. El error de Vladislav Tretiak, mejor portero del mundo, significó el empate in extremis de los estadounidenses.
Los soviéticos contemplaban incrédulos el clamor popular mientras su técnico, Tikhonov, estaba furioso. Uno de sus grandes temores, la relajación de su equipo tras la contundente victoria dos semanas antes en Nueva York, estaba sucediendo justo frente a sus ojos. En una decisión sorprendente, Tikhonov sustituyó a Tretiak y dio la alternativa al portero suplente, Vladimir Myshkin, que comenzó bajo palos el segundo período. Con el empate en el luminoso, los americanos trataban de contener la marea roja que se avecinaba. Maltsev anotó a los dos minutos y durante los 18 restantes los soviéticos cercaron la portería de Craig, que a un nivel sobrenatural detuvo todos los proyectiles que llegaban de todos los ángulos, conservando con vida el sueño americano. “Mi objetivo era mantener al equipo en disposición de ganar”, confesó Craig. El segundo tercio finalizó con ventaja visitante. Las espadas estaban en todo lo alto.
Comenzar por detrás en el marcador en el último período no era desconocido para los norteamericanos. Se habían encontrado en la misma situación ante Suecia o Alemania, por lo que no suponía una gran diferencia para ellos sino una motivación, ya que nunca habían estado tan cerca de batir a la URSS. Los soviéticos, al contrario, habían finiquitado todos sus partidos en el segundo período, por lo que no estaban acostumbrados a jugar con exigencia el último tramo del partido. En ese sentido, los locales partían con ventaja aunque los soviéticos siguieron mandando sobre el hielo en cuanto el puck comenzó a deslizarse. Jim Craig continuaba su periplo hacia la inmortalidad y finalizaría el encuentro con 36 paradas de 39 disparos. Su labor encontró su fruto en un equipo mucho más agresivo y que a falta de 12 minutos empató el encuentro por medio de Johnson. Minuto y medio más tarde, el capitán Mike Eruzione marcaba el 4-3 desatando la locura en el pabellón, celebrando el gol con esos pasos tan característicos que ya forman parte de la historia viva americana. Herb Brooks, con sus pantalones marrones de cuadros, sonreía enigmático, como si solo él conociera el desenlace de la película. Estaba cada vez más cerca de saldar su deuda con el destino.
Quedaban 10 minutos para el final del partido. 10 minutos interminables en los que los soviéticos cercaron la portería de Craig, que volvió a mostrarse infranqueable. El mejor equipo del mundo hacía crujir el hielo a cada acometida, en una atmósfera visceral y febril, con un griterío creciente y el orgullo patrio a flor de piel. “¡USA! ¡USA!”, bramaba el Olympic Arena mientras el tiempo se consumía y la Guerra Fría entraba en plena ebullición. “Play your game! Play your game!”, gritaba Brooks a sus pupilos en un ambiente ensordecedor. Faltaba menos de un minuto y los soviéticos apretaron los dientes en una última estampida. Los locales se defendían como podían, lanzándose sobre el hielo para bloquear el puck si fuera necesario, aferrándose a una victoria que no entraba en su imaginario real. Con 20 segundos por disputar el pabellón era un clamor, deslizándose el puck de un lado a otro sin un destino final. El público comenzó la cuenta atrás. 10-9-8, a la vez que Al Michaels pronunciaba su ya legendario “Do you believe in miracles? YES!”. Nadie escuchó la bocina que decretaba el término del partido, envuelto el pabellón en la enajenación transitoria que proporciona el asalto a la Historia. Los jugadores hacían una piña sobre el hielo, cuyo epicentro era como no, Jim Craig, el héroe de la noche. Unos chavales de apenas 22 años habían vencido a la mayor potencia de hockey del mundo. Brooks se había ido a los vestuarios ipso facto, dejando a sus chicos disfrutando de la gloria. “We beat the russians”,”We beat them!”, era el comentario más común en la pista mientras Craig Patrick, segundo entrenador, abrazaba uno a uno a sus jugadores. En la otra parte del campo, los rusos observaban incrédulos la celebración rival. “Nosotros éramos profesionales y ellos solamente estudiantes. Los infravaloramos y eso en hockey no se puede hacer”, declaró Tretiak, el portero soviético.
La trascendencia del triunfo fue brutal, reavivando el espíritu americano, saliendo los aficionados a la calle envueltos de orgullo en su bandera y siendo principal noticia en todos los informativos. La revista Sports Illustrated publicó su número con una portada sin ningún tipo de texto, solo con la foto de los ganadores en plena celebración de su triunfo. Mike Ramsey, que sale en primer plano con los brazos extendidos en señal de victoria afirmó: ”Esa foto la llevaré conmigo a la tumba”. En un pub de Miami, se creó el cóctel Craig, que según Leo Mulder, su creador, “lleva de todo menos vodka”.
En la Unión Soviética las reacciones fueron diametralmente opuestas. No se informó de la derrota hasta el sábado por la tarde y su diario oficial Pravda no hizo mención alguna a la noticia, que era una vergüenza nacional por tres razones principales:
Pero a pesar de la gran victoria, los norteamericanos aún no habían ganado nada. Los cuatro equipos finalistas tenían opciones reales de llevarse la medalla de oro. Estados Unidos dependía de sí mismo y si ganaba a Finlandia se haría con la presea dorada. Brooks aleccionó a los suyos a su manera: “Si perdéis este partido, os lo llevaréis a la tumba”. Los finlandeses se adelantaron en el marcador, obligando a los norteamericanos, otra vez, a remontar. Christoff empató el partido pero Finlandia llegó al último período con ventaja (1-2). La conjura en el vestuario fue total y los locales remontaron el partido marcando 3 goles en el último tercio para vencer por 4-2 y proclamarse campeones olímpicos en su propia casa, ante el delirio general, contra todo pronóstico.
Entre todas las celebraciones a pie de pista, destacó una. Jim Craig, envuelto en la bandera americana, miraba perdidamente al público, buscando a su padre, en señal de respeto, que le había animado a integrar el equipo olímpico y había sido un apoyo fundamental tras la muerte de su madre. Ya en la ceremonia de medallas, los jugadores, uno a uno, recibían su objeto de deseo. El podio era individual, así que solo los capitanes se subían en él a escuchar los himnos, por lo que Mike Eruzione, con todos sus compañeros detrás, cantó el The Star-Spangled Banner con la mano en el pecho. Una vez terminado, el capitán gritó a sus compañeros que se unieran a él y en el minúsculo podio se encontraron 20 jóvenes abrazados, con los brazos extendidos, dedos índices al viento, simbolizando el triunfo de la humildad, de lo inesperado, del trabajo duro, de la ilusión y del orgullo. Algo totalmente extrapolable a la dura situación que su país estaba viviendo por entonces.
En la URSS, el ambiente que esperaba a los jugadores era duro y frío como el hielo. Aterrizaron en Moscú casi de incógnito, evitando todo contacto con prensa y fotógrafos. “Recibir una medalla de plata es un honor, pero no para la URSS”, diría Vladislav Tretiak. En la recepción a los atletas olímpicos soviéticos, el primer ministro, Leonid Brezhnev, pidió explicaciones al técnico Tikhonov, que muy nervioso, no sabía que decir. El mandatario se acercó a él y le susurró al oído: “Viktor, lo sé, somos mejores que los americanos”.
La celebración norteamericana finalizó en la Casa Blanca, donde todos los jugadores fueron recibidos por el presidente Jimmy Carter. El partido ante Finlandia fue la última vez que los 20 chicos estuvieron juntos. La mayoría ingresaron en franquicias de la NHL, a diferencia del capitán, Eruzione, que creyó que la medalla de oro era lo máximo que podía conseguir en su vida y se retiró para dar charlas motivadoras. Más tarde subastó por 1 millón de dólares la camiseta y el stick con el que marcó el gol de la victoria ante la URSS. Herb Brooks desapareció del mapa y se fue a Suiza, a entrenar a un equipo semiprofesional formado por carpinteros, electricistas y fontaneros, entre otros. En Estados Unidos las grandes franquicias de la NHL recelaban de su carácter insumiso e indomable, siempre en contra del poder establecido. Su forma de ser empañó una forma de ver el hockey innovadora y desafiante, sacando el máximo rendimiento de sus jugadores gracias a su excelente capacidad de motivación. Finalmente, los New York Rangers apostaron por él y Brooks iniciaría un periplo en la NHL que finalizó en los Penguins de Pittsbourgh. En 1998 fue nombrado seleccionador del combinado olímpico francés y en 2002 volvería a coger las riendas del equipo olímpico norteamericano, ganando la medalla de plata.
Ese año olímpico 2002 los Juegos se celebraban en Salt Lake City, capital del estado de Utah. 22 años después del Milagro sobre hielo, los integrantes de aquél equipo de leyenda fueron los encargados de encender el pebetero. Era la primera vez que todos volvían a reunirse desde la gran hazaña, y, otra vez, bajo la sombra de los aros olímpicos.
El 11 de agosto de 2003, Brooks falleció en un accidente de automóvil. Al funeral asistieron todos sus pupilos presentando sus respetos, recordando al alma del proyecto que les hizo campeones olímpicos. “Era como un padre para mí. Había un método dentro de su locura y parece ser que sabía lo que hacía, ¿no?”, relató Jim Craig. Eruzione afirmó: “Era un gran entrenador, pero en su presencia siempre me sentía incómodo”.
La muerte de Brooks cerraba uno de los capítulos más emocionante de la historia del deporte. Elegido por los norteamericanos como el acontecimiento deportivo más relevante del siglo XX, su desenlace demuestra la grandeza de la competición, el espíritu de superación y la dificultad que supone el triunfo al más alto nivel. La gesta catapultó al hockey a la primera línea de información, ocupando portadas de periódicos y revistas, abriendo informativos y fue un escaparate para el ingreso de nuevos talentos locales en la NHL. El título olímpico en 1980 ha sido el último que EE. UU. ha conseguido hasta la fecha. El Olympic Arena, pabellón en el que tuvo lugar el milagro, fue rebautizado con el nombre de Herb Brooks Arena y una estatua en su honor fue erigida a la entrada del Rivercentre de Minnesota. Kurt Russell encarnó el papel de Brooks en la película Miracle, que narraba la historia de este equipo que contra todo pronóstico resultó campeón olímpico.
“Durante al menos dos horas, un entrenador mágico cogió un fantástico grupo de chavales y les hizo creer que podían hacer algo que realmente no podían. ¿Es eso un milagro? Por supuesto que sí” (Jim Lampley, periodista de ABC Sports).
* Sergio Pinto es periodista.
– Fotos: Sports Illustrated – AP
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